Resumen del libro:
Tennessee Williams es mundialmente conocido por obras como Un tranvía llamado deseo. Pero este escritor del sur de Estados Unidos escribió notables relatos, muchos de ellos semilla de futuras obras de teatro. Aquí se aprecia su poética de la soledad, de la oscuridad y del desasosiego, a través de unos personajes siempre originales.
I – Osiris es vengado
Silenciosas estaban las calles de Tebas, la muy poblada. Los pocos que las recorrían se desplazaban con la vaga fugacidad de murciélagos cerca del alba, y apartaban la cara del cielo como si temieran ver lo que en sus fantasías podría amenazar desde allí arriba. Extraños y agudos conjuros de tono quejumbroso se oían a través de las puertas atrancadas. En las esquinas, grupos de sacerdotes desnudos y ensangrentados se arrojaban repetidamente y soltando fuertes gritos sobre las desiguales piedras de los caminos. Hasta perros, gatos y bueyes parecían afectados por alguna extraña amenaza y, desalentados, presentían algo malo; se encogían, malparían. Toda Tebas estaba aterrorizada. Y sin duda había motivo para su miedo y sus lamentosos gemidos. Se había cometido un sacrilegio espantoso. En todos los anales de Egipto no existía registro de algo tan monstruoso.
Hacía cinco días que no se encendían los fuegos del altar del dios de dioses, Osiris. Los sacerdotes consideraban que era una grave ofensa permitir, aunque sólo fuera un momento, que los altares del dios estuviesen a oscuras. Se sabía que años enteros de escasez y hambruna serían resultado de semejante ofensa. Pero ahora los fuegos de los altares se habían extinguido a propósito, y llevaban extinguidos cinco días. Era un sacrilegio que no tenía nombre.
De hora en hora se esperaba el acontecimiento de alguna tremenda calamidad. Tal vez en el transcurso de la noche que se acercaba, un potente temblor de tierra sacudiera la ciudad, o un fuego del cielo la barrería; una plaga espantosa se abatiría sobre ellos, o un monstruo del desierto, donde se contaba que moraban monstruos enfurecidos y horrorosos, se les echaría encima, y el propio Osiris se alzaría, como anteriormente había hecho, y devoraría todo Egipto con su furia. Sin duda una aterradora catástrofe semejante se abatiría sobre ellos antes de que hubiera terminado la semana. A no ser… a no ser que se reparara el sacrilegio.
Pero ¿cómo se podría reparar? Tal era la cuestión que grandes señores y sacerdotes debatían. Sólo el faraón había cometido sacrilegio. Fue obra de él, encolerizado porque el puente, en cuya construcción había empleado cinco años para un día poder cruzar el Nilo en su carroza como una vez había alardeado que haría, había sido barrido por la crecida de las aguas. Bramando de rabia, el faraón había azotado a los sacerdotes del templo. Había atrancado las puertas del templo y con su propio aliento había apagado las antorchas sagradas. Había profanado los altares que fueron consagrados con los cadáveres abiertos en canal de animales. Hasta, se decía en tenues susurros sobresaltados, que en una burlesca ceremonia de adoración había quemado la carroña de una hiena, el animal que Osiris más aborrecía, sobre el santo altar dorado, ¡un altar sobre el que ni siquiera los sacerdotes de mayor dignidad osaban dejar descansar sus manos desnudas!
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