Resumen del libro:
Es la noche del fin de año chino, empieza el año del cerdo. Chesca, al mando de la Brigada de Análisis de Casos desde hace un año, ha quedado con Ángel Zárate, pero en el último momento este le da plantón. Aun así, ella sale a divertirse, conoce a un hombre y pasa la noche con él. A la mañana siguiente, tres hombres rodean su cama, a la espera de unirse al festín. Y un repulsivo olor a cerdo impregna la estancia.
Después de un día entero sin dar señales, los compañeros de la BAC empiezan a buscar a su compañera. Cuentan con una ayuda inestimable: Elena Blanco, que aunque dejó la policía tras la debacle que supuso el caso de la Red Púrpura, no puede dar la espalda a una amiga. Pronto se darán cuenta de que tras la desaparición de Chesca se esconden secretos inconfesables.
Tras el abrumador éxito de La novia gitana y La Red Púrpura, Carmen Mola regresa en esta tercera entrega de la serie protagonizada por la inspectora Elena Blanco con nuevos e impactantes personajes, y una historia «no apta para lectores sensibles».
Primera parte
SOLO
¿Por qué me dejas y desapareces?
¿Y si yo me interesara por otra?
¿Y si ella de repente me conquista?
El vestido de novia le queda estrecho, huele a naftalina y, aunque hace tiempo debió de ser blanco, ahora es de un color indeterminado, entre crema y amarillo. La de hoy no era, desde luego, la boda con la que Valentina soñó a sus quince años. El vestido es de Ramona, la madre del hombre con el que se ha casado, un novio que ni le ha concedido un beso cuando el funcionario que oficiaba la boda les ha dicho que ya eran marido y mujer. Ramona, su suegra, es seca y antipática, más corpulenta que ella, pero a Valentina las costuras del vestido casi le revientan porque está embarazada de cuatro meses. No sabe por qué su esposo ha aceptado casarse con ella cuando está esperando el hijo de otro.
Valentina se quita el vestido. Su ropa interior es vulgar, de mercadillo. ¿Cuántas veces había pensado que para su noche de bodas se compraría lencería como la que las chicas del club usaban con los clientes? En lugar de eso, lleva unas bragas blancas y un sujetador que no hace juego, que a duras penas alcanza a sostener unos pechos que no paran de crecer con el embarazo. Su propia imagen le causa pena y rechazo.
A pesar de todo, sabe que es mucho más atractiva que Antón, su marido, un hombre pequeño, retraído, con poco pelo pese a su juventud, con mirada huidiza y olor agrio, como si pasara días y días sin ducharse y su sudor se contagiara de la peste a cerdo que no abandona la nariz de Valentina desde que ha llegado a la casa. Una casa que será la suya, supuestamente, para siempre.
Ella tiene veintitrés años, como mínimo cinco más que su ahora marido, y su cuerpo, si no se hubiera empezado a deformar por el embarazo, sería muy armonioso. Su rostro menos, no puede ocultar los rasgos indígenas de casi todas las bolivianas. Nunca había pensado que eso fuera feo, pero a los españoles no les gusta. Si supieran cuántas cosas no le gustan a ella de los hombres que ha conocido en este país.
No ha encontrado ni una mínima porción de suerte desde que llegó a España: quería abrir su pequeño negocio, pero tuvo que servir en una casa en la que el marido abusaba de ella cada vez que se quedaban a solas hasta que la señora, que algo se debía de oler, la despidió sin explicaciones. Después fue de trabajo en trabajo hasta llegar a su boda, y no sabe si su vida será feliz y tranquila o ha cometido su peor error. No pide tanto, se habría conformado con una casa que no oliera a porquerizas y un marido más guapo, más hombre y más agradable que Antón. Pero nada ha salido bien y lo único que ella creyó que era una buena noticia —la posibilidad de casarse— la ha traído hasta este pueblo, hasta esta casa, que no es mucho mejor que la que dejó en Cotoca, cerca de Santa Cruz de la Sierra, donde nació y donde su padre construyó un hogar con sus propias manos.
Las bodas en su tierra se preparan con tiempo, se bebe mucha cerveza y se come carne de res hasta hartarse; las invitadas llevan polleras y sombreros y ellos se atavían con sus mejores galas; se contrata a un grupo musical que interpretará el vals para que lo bailen los novios, es un día feliz… En la boda de Valentina no ha habido invitados, solo ella y Antón, y Ramona y Dámaso, los padres del novio, que oficiaron como testigos; tampoco sonó la música ni arrojó nadie arroz o pétalos de flores sobre los recién casados. El banquete ha consistido en unos refrescos en el bar de la plaza con un plato de frutos secos y una ración de calamares a la que ha invitado Aniceto, el dueño del bar, feliz de que una novia entrara en su local: es el único que le ha dado la enhorabuena a Valentina y ha gritado un tímido «¡Vivan los novios!».
Ahora está sola en la habitación, su marido no ha entrado con ella. Pensaba que querría consumar el matrimonio nada más llegar, pero, por lo visto, prefiere esperar a la noche. Aunque lo cierto es que Antón, en el breve noviazgo que han mantenido, o por decirlo mejor, en la mera pantomima que ha formado el preludio de la boda, no ha mostrado nunca el menor ademán de desearla.
—En media hora está la cena, no te retrases.
…