Resumen del libro:
La Habana, verano de 2003. Han trascurrido catorce años desde que el teniente investigador Mario Conde, desencantado, abandonara la policía. En esos años han ocurrido muchos cambios en Cuba, y también en la vida de Mario Conde. Su inclinación por la literatura y la necesidad de ganarse la vida lo han llevado a dedicarse a la compra y venta de libros de segunda mano. El hallazgo fortuito de una valiosísima biblioteca le coloca al borde de un magnífico negocio, capaz de aliviar sus penurias materiales. Pero, en un libro de esa biblioteca, aparece una hoja de revista en la que una cantante de boleros de los años cincuenta, Violeta del Río, anuncia su retiro en la cumbre de su carrera. Atraído por su belleza, por el misterio de su retiro y el silencio posterior, Mario Conde –ahora con más años y más cicatrices en la piel y en el corazón– inicia una investigación, sin imaginar que, al seguir el rastro de Violeta del Río, despertará un pasado turbulento que, como la fabulosa biblioteca, ha estado tapiado durante más de cuarenta años.
Cara A:
Vete de mí
… Seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer cuando me llegues a olvidar, como es mejor el verso aquel que no podemos recordar.
Virgilio y Homero Expósito, Vete de mí
Los síntomas llegaron de golpe, como la ola voraz que atrapa al niño en la costa apacible y lo arrastra hacia las profundidades del mar: el doble salto mortal en el estómago, el entumecimiento capaz de ablandar sus piernas, la frialdad sudorosa en las palmas de las manos y, sobre todo, el dolor caliente, debajo de la tetilla izquierda, que acompañaba la llegada de cada una de sus premoniciones.
Apenas corridas las puertas de la biblioteca, lo había invadido el olor a papel viejo y recinto sagrado que flotaba en aquella habitación alucinante, y Mario Conde, que en sus remotos años de policía investigador había aprendido a reconocer los reflejos físicos de sus salvadoras premoniciones, debió preguntarse si en alguna ocasión había sentido un tropel de sensaciones tan avasallador como el de ese instante.
Al principio, dispuesto a luchar con las armas de la lógica, intentó persuadirse de que había recalado en aquel caserón decadente y umbrío de El Vedado por la más pura y vulgar casualidad, incluso por un insólito toque de la buena suerte, que, por una vez, se dignaba posar en él sus ojos estrábicos. Pero varios días después, cuando viejos y nuevos muertos se revolvían en sus tumbas, el Conde comenzó a pensar, hasta llegar a convencerse, que nunca había existido margen para lo fortuito, que todo había estado dramáticamente dispuesto por su destino, como un espacio teatral listo para una función que sólo se iniciaría con su desestabilizadora irrupción en escena.
Desde que dejara su trabajo como investigador criminal, más de trece años atrás, y se dedicara en cuerpo y alma –todo lo que se lo permitían su cuerpo siempre macerado y su alma cada vez más reblandecida– al veleidoso negocio de la compra y venta de libros viejos, el Conde había conseguido desarrollar habilidades casi caninas para rastrear presas capaces de garantizarle, en ocasiones con sorprendente generosidad, la subsistencia alimenticia y alcohólica. Para su buena o mala fortuna –no sabría precisarlo él mismo– su salida de la policía y su forzosa entrada en el mundo de los negocios habían coincidido con el anuncio oficial de la llegada de la Crisis a la isla, aquella Crisis galopante que pronto haría palidecer a todas las anteriores, las de siempre, las eternas, entre las cuales se habían paseado por décadas el Conde y sus coterráneos, recurrentes periodos de penurias que ahora empezaron a parecer, por inevitable comparación y mala memoria, tiempos de gloria o simples crisis sin nombre y, por tanto, sin el derecho a la personificación terrible de una mayúscula.
Como por un ensalmo maligno y con una celeridad espantosa, la escasez de todo lo imaginable se había convertido en estado permanente y capaz de atacar las más disímiles necesidades humanas. Cada objeto o servicio redefinió su valor y se transmutó, por arte de la precariedad, en algo diferente de lo que antes había sido: desde un fósforo hasta una aspirina, desde un par de zapatos hasta un aguacate, desde el sexo hasta los sueños y las esperanzas, mientras los confesionarios de las iglesias y las consultas de santeros, espiritistas, cartománticas, videntes y babalaos se poblaban de nuevos y numerosos adeptos, apremiados de una bocanada de consuelo espiritual.
La escasez fue tan brutal que alcanzó incluso el venerable mundo de los libros. De un año para otro la publicación se hundió en caída libre, y las telas de araña cubrieron los estantes de las ahora tétricas librerías de donde los propios empleados habían robado los últimos bombillos con vida, prácticamente inútiles en días de interminables apagones. Fue entonces cuando centenares de bibliotecas privadas dejaron de ser fuente de ilustración, orgullo bibliófilo y acopio de recuerdos de tiempos posiblemente felices, y trocaron su olor a sabiduría por la fetidez ácida y vulgar de unos billetes salvadores. Bibliotecas invaluables, sedimentadas por generaciones, y bibliotecas apresuradas, armadas con toda clase de ad venedizos; bibliotecas especializadas en los temas más profundos o insólitos y bibliotecas hechas de regalos de cumpleaños y aniversarios de boda, fueron lanzadas por sus dueños al más cruel sacrificio, ante el altar pagano de la necesidad creciente de dinero en que habían caído, de repente, casi todos los habitantes de un país amenazado de muerte por acumulativa inanición.
Aquel acto desesperado de ofertar algunos libros específicos, pretendida o realmente valiosos, o de poner en venta cajas, metros, estantes y hasta la totalidad de los volúmenes reunidos en una o varias vidas, solía entrañar un sentimiento bicéfalo en los sueños de los vendedores y de los compradores: mientras los primeros siempre decían ofrecer joyas bibliográficas y ansiaban oír cifras redentoras, dispuestas a curarlos incluso del complejo de culpa que representaba para la mayoría de ellos el acto de deshacerse de unos amables compañeros en el viaje de la vida, los segundos, resucitando un espíritu mercantil que se creía desterrado de la isla, procuraban una adquisición capaz de convertirse en un buen negocio acudiendo al artificio de restar valor o posibilidades comerciales al producto en venta.
En los días de su debut en la profesión, Mario Conde había intentado negarse a escuchar las historias de las bibliotecas que caían en sus manos. Sus años como investigador, que lo obligaron a vivir cada día entre expedientes sórdidos, no habían conseguido hacerlo inmune a los pesares del alma y, cuando cumplió su voluntad y dejó de ser policía, había descubierto, dolorosamente, que lo oscuro de la vida se empeñaba en perseguirlo, pues cada biblioteca en venta era siempre una novela de amor con finales infelices, cuyo dramatismo no dependía de la cantidad o de la calidad de los libros sacrificados, sino de los caminos por los que aquellos objetos habían llegado a una determinada casa y las terribles razones por las cuales salían hacia el matadero del mercado. Sin embargo, el Conde aprendería con rapidez que escuchar era parte esencial del negocio, pues la mayoría de los propietarios se sentían en la necesidad expiatoria de comentar los motivos de su opción, engalanándola unas veces, otras desvistiéndola sin piedad, como si en aquel acto de confesión les fuera, cuando menos, la salvación de una famélica dignidad.
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