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La muerte feliz

Libro La muerte feliz, de Albert Camus

Resumen del libro:

La obra “La muerte feliz” de Albert Camus es una joya literaria que nos transporta a la efervescente juventud del autor, inundada de luz ardiente, colores vibrantes y olores evocativos. Publicada póstumamente en 1971, esta novela escrita entre 1936 y 1938 nos presenta a Mersault, un personaje cuyo ser palpita con las vivencias y preocupaciones de su joven creador. Aunque a menudo se compara a Mersault con el icónico protagonista de “El extranjero”, es importante entender que este no es un borrador de aquel, sino más bien su antecedente necesario.

La trama de “La muerte feliz” gira en torno a la búsqueda incesante de la felicidad por parte de Mersault. Este viaje existencial y emocional nos permite adentrarnos en el universo de Camus, donde los temas recurrentes como el absurdo, la alienación y la búsqueda de significado cobran vida. La novela es una exploración profunda de la juventud de Camus, donde el autor se sumerge en la psicología de su protagonista para desentrañar los misterios de la felicidad y el propósito de la vida.

A lo largo de la narración, Camus teje una red de simbolismo y metáforas que añaden profundidad a la historia. La luz brillante y los colores vibrantes que inundan la narrativa reflejan la vitalidad y la pasión de la juventud, mientras que los dilemas existenciales de Mersault se entrelazan con los de su creador. Este juego de espejos entre autor y personaje crea una experiencia literaria intrigante y conmovedora.

“La muerte feliz” es una obra que nos invita a cuestionar la naturaleza misma de la felicidad y a explorar el camino que conduce a una muerte que pueda ser considerada “feliz”. La prosa de Camus es, como siempre, nítida y profunda, lo que permite a los lectores sumergirse en los pensamientos y emociones de Mersault.

En resumen, “La muerte feliz” es una novela que encierra la esencia de la juventud de Albert Camus y ofrece una visión única de su viaje personal en busca de la felicidad. A través de Mersault, el autor nos brinda una oportunidad para reflexionar sobre la vida, el absurdo y el propósito, y nos invita a cuestionar qué significa una “muerte feliz”. Esta obra es un tesoro literario que enriquece el legado de uno de los escritores más influyentes del siglo XX.

Capítulo 1

Eran las diez de la mañana y Patrice Mersault se encaminaba con paso regular hacia la villa de Zagreus. A esas horas, la enfermera había salido a hacer recados y no había nadie en la villa. Era el mes de abril y hacía una hermosa mañana de primavera, resplandeciente y fría, de un azul límpido y helado, despejada y con un sol deslumbrador, pero que no calentaba. Cerca de la villa, entre los pinos que cubrían los cerros, fluía una luz pura troncos abajo. La carretera estaba desierta. Iba cuesta arriba en pendiente suave. Mersault llevaba una maleta en la mano y, en la gloria de aquella mañana del mundo, avanzaba, acompañado del ruido seco de sus pasos en la carretera fría y del chirrido regular del asa de la maleta.

Poco antes de llegar a la villa, la carretera concluía en una placita con bancos y jardines. Geranios rojos precoces entre aloes grises, el azul del cielo y las tapias encaladas, todo era tan rozagante y tan infantil que Mersault se detuvo un momento antes de reanudar la marcha por el camino que, desde la plaza, iba cuesta abajo hacia la villa de Zagreus. Al llegar al umbral se detuvo y se puso los guantes. Abrió la puerta, que el inválido disponía que estuviera abierta, y la cerró con naturalidad. Fue por el pasillo adelante y, al llegar a la tercera puerta a la izquierda, llamó y entró. Allí estaba Zagreus, efectivamente, en un sillón y con una manta escocesa tapándole los muñones de las piernas, cerca de la chimenea, en el mismísimo lugar en que había estado Mersault dos días antes. Estaba leyendo, y el libro descansaba sobre las mantas mientras clavaba los ojos redondos, donde no se leía sorpresa alguna, en Mersault, parado ahora junto a la puerta, que había vuelto a cerrar. Las cortinas de las ventanas estaban corridas y había en el suelo y en los muebles, en las esquinas de los objetos, charcos de sol. Detrás de los cristales, la mañana reía sobre el mundo dorado y frío. Una magna alegría helada, chillidos agudos de pájaros de voz poco firme, un desbordamiento de luz despiadada prestaban a la mañana un rostro de inocencia y verdad. Mersault se había parado al saltarle a la garganta y a las orejas el calor asfixiante de la habitación. Pese al cambio de tiempo, Zagreus tenía encendido un buen fuego. Y Mersault notaba que se le subía la sangre a las sienes y le palpitaba en los lóbulos de las orejas. El otro hombre, que continuaba sin decir nada, lo seguía con los ojos. Patrice se dirigió hacia el arcón al otro lado de la chimenea, y sin mirar al inválido puso la maleta encima de la mesa. Llegado a este punto, sintió un temblor imperceptible en los tobillos. Se detuvo y se metió entre los labios un cigarrillo, que encendió desmañadamente por causa de los guantes. Un ruidito a su espalda. Con el cigarrillo en la boca, se dio media vuelta. Zagreus lo seguía mirando, pero acababa de cerrar el libro. Mersault, mientras notaba cómo el fuego le calentaba las rodillas hasta conseguir casi que le dolieran, leyó el título al revés: El cortesano, de Baltasar Gracián. Se inclinó sin vacilar hacia el arcón y lo abrió. Negras sobre fondo blanco, todas las curvas del revolver brillaban, como si éste fuera un gato lustroso, y seguían sujetando la carta de Zagreus. Mersault la cogió con la mano izquierda, y el revólver, con la derecha. Tras un titubeo, se metió el arma debajo del brazo izquierdo y abrió la carta. Había una única hoja de papel de formato grande con unas pocas líneas nada más escritas con la letra grande y angulosa de Zagreus.

«Sólo suprimo medio hombre. Ruego que no se me tenga en cuenta y que se halle en este arconcito mío mucho más de lo necesario para no dejarles nada a deber a quienes han estado a mi servicio hasta ahora. El sobrante deseo que se dedique a mejorar la manutención de los condenados a muerte, Pero soy consciente de que es mucho pedir…»

Mersault, con cara impenetrable, volvió a doblar la carta y, en ese momento, el humo del cigarrillo le escoció en los ojos mientras caía un poco de ceniza encima del sobre. Sacudió el papel, lo dejó muy a la vista encima de la mesa y se volvió hacia Zagreus. Éste miraba ahora el sobre, y las manos, chatas y musculosas, se le habían quedado quietas alrededor del libro. Mersault se inclinó, abrió la llave del cofre, cogió los fajos, de los que sólo se veía el canto a través del envoltorio de papel de periódico. Con el arma debajo del brazo, los apiló ordenadamente en la maleta con una sola mano. Había menos de veinte paquetes de cien y Mersault cayó en la cuenta de que había cogido una maleta demasiado grande. Dejó en el cofre un fajo de cien billetes. Tras cerrar la maleta, arrojó al fuego el cigarrillo a medio fumar y, agarrando el revólver con la mano derecha, se acercó al inválido.

Zagreus estaba ahora mirando la ventana. Se oyó pasar un auto por delante de la puerta con un leve ruido de masticación. Zagreus, sin moverse, parecía contemplar toda la inhumana belleza de aquella mañana de abril. Cuanto notó el cañón del revólver en la sien derecha no desvió la mirada. Pero Patrice, que lo estaba mirando, vio que se le llenaban los ojos de lágrimas. Fue él quien cerró los párpados. Retrocedió un paso y disparó. Estuvo un momento, apoyado en la pared, sin abrir los ojos, notando como le latía aún la sangre en los oídos. Miró. La cabeza había caído sobre el hombro izquierdo y el cuerpo apenas si se había desviado. De forma tal que ya no se veía a Zagreus, sino sólo una llaga gigantesca con sus relieves de sesos, de hueso y de sangre. Mersault empezó a temblar. Fue al otro lado del sillón, cogió a tientas la mano del hombre, la forzó a agarrar el revólver, la alzó hasta la sien y la soltó. El revolver cayó encima del brazo del sillón y, de ahí, a las rodillas de Zagreus. Al cambiar de sitio, Mersault le vio la boca y la barbilla al inválido. Tenía la misma expresión seria y triste que cuando estaba mirando por la ventana. En ese momento, una trompeta chillona sonó delante de la puerta. La llamada irreal volvió a oírse otra vez. Mersault siguió inclinado sobre el sillón, sin moverse. Un ruido de ruedas de carro anunció que el carnicero se marchaba. Mersault cogió la maleta, abrió la puerta, cuya falleba relucía al sol, y se fue, con un retumbar en la cabeza y la lengua seca. Salió por la puerta de la calle y se fue a zancadas. No había nadie, sólo un grupo de niños en una esquina de la placita. Se alejó. Al llegar a la plaza, tuvo de repente conciencia del frío y se estremeció con aquella chaqueta fina. Estornudó dos veces y el valle se llenó de ecos claros y burlones que el cristal del cielo llevaba hacia arriba más y más. Trastabillando un poco, se detuvo sin embargo y respiró hondo. Del cielo azul bajaban millones de sonrisas menudas y blancas. Jugueteaban en las hojas aún cubiertas de lluvia y en la toba húmeda de los paseos; volaban hacia las casas con tejas de sangre fresca y se remontaban con alas raudas hacia los lagos de aire y de sol de los que se habían desbordado poco antes. Un ronroneo suave bajaba desde un avión diminuto que navegaba en las alturas. Entre aquella dilatación del aire y aquella fertilidad del cielo parecía que la única tarea de los hombres fuera vivir y ser felices. Todo callaba en Mersault. Lo sacudió un tercer estornudo y notó algo así como un escalofrío de fiebre. Entonces salió huyendo sin mirar en torno, entre el chirrido de la maleta y el ruido de sus pasos. Al llegar a su casa, puso la maleta en un rincón, se metió en la cama y estuvo durmiendo hasta mediada la tarde.

La muerte feliz: Albert Camus

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