La montaña de luz
Resumen del libro: "La montaña de luz" de Emilio Salgari
“La montaña de luz” de Emilio Salgari es una obra que nos sumerge en la exótica y fascinante India del siglo XIX, donde la aventura, el peligro y la traición se entrelazan en un relato lleno de acción y suspense. El protagonista, Indri Sagar, un ministro y hombre de confianza del maharajá de Baroda, ve cómo su posición privilegiada tambalea cuando las maquinaciones de su rival, Parvatti, lo llevan a caer en desgracia. Desesperado por recuperar el favor de su señor, decide embarcarse en una misión arriesgada y casi suicida: robar el Ko-hi-noor, el diamante más grande y valioso del mundo, conocido también como la “montaña de luz”.
La trama avanza a buen ritmo cuando Indri Sagar recluta a su viejo amigo, Toby Randall, un intrépido cazador de tigres conocido en toda la India septentrional por su valentía y destreza. Juntos, planean lo que podría ser el robo más osado jamás intentado, enfrentándose a todo tipo de peligros y obstáculos, desde el poder del rajá de Pannah, quien custodia el diamante, hasta los paisajes inhóspitos y las fieras que habitan la jungla. La historia se enriquece con la detallada descripción de las costumbres y paisajes indios, transportando al lector a una tierra donde la nobleza y la traición conviven en igual medida.
Salgari, conocido por sus prolíficas obras de aventuras, es uno de los grandes exponentes de la narrativa popular italiana de finales del siglo XIX y principios del XX. Con una imaginación desbordante y un estilo claro y directo, fue capaz de transportar a generaciones de lectores a lugares exóticos y situaciones extremas, aunque él mismo nunca abandonó su Italia natal. Su obra está impregnada de un espíritu aventurero y de un profundo conocimiento de las culturas que retrata, logrando crear personajes memorables y tramas cautivadoras.
“La montaña de luz” es una muestra del talento de Salgari para construir historias donde la tensión se mantiene constante, y donde la lealtad, el honor y la amistad se ven puestos a prueba en cada página. Es una novela que, aunque escrita hace más de un siglo, sigue siendo relevante por su capacidad de entretener y maravillar. La intriga alrededor del mítico Ko-hi-noor y la audaz misión de sus protagonistas hacen de este libro una lectura imprescindible para los amantes de la aventura.
CAPÍTULO 1
Una muy calurosa tarde de julio de 1843, un elefante de estatura gigantesca, trepaba fatigosamente los últimos escalones del altiplano de Pannah, uno de los más salvajes y al mismo tiempo más pintorescos de la India central.
Como todos los paquidermos indostánicos, que solamente pueden mantener los potentados, llevaba sobre su dorso una rica gualdrapa azul, con bordes rojos, largos colgantes en las enormes orejas, una placa de metal dorado protegiéndole la frente, y anchas cinchas destinadas a sostener el hauda, esa especie de casilla que puede contener unas seis personas cómodamente ubicadas.
Tres hombres montaban al coloso; primero su cornac, o sea conductor, que se mantenía a caballo sobre el robusto pescuezo del animal, con las piernas ocultas bajo las gigantescas orejas, empuñando un pequeño arpón con punta de acero; más atrás, en el interior del hauda, viajaban los pasajeros, que por sus ropas parecían pertenecer a una elevada casta.
Mientras el primero desafiaba los rayos solares sin preocuparse casi, los otros dos estaban cómodamente ubicados en sendos cojines de seda dentro dé la especie de torrecilla, cubierta por arriba con un toldillo de percal azul y dorado.
El mayor de los dos hombres era un hermoso representante de la raza indostánica, de unos cuarenta años, alto, delgado y de anchos hombros.
Vestía un amplio doote de seda amarilla con adornos rojos, que caía en amplios pliegues, ajustándose en torno a su cintura por medio de una faja roja recamada en oro, y tenía la cabeza envuelta en un pañuelo.
Su compañero, en cambio, no demostraba más de treinta años, y no tenía en absoluto aquel aire señorial que distingue en la India a las castas dominantes. Era un hombre de baja estatura, con miembros delgadísimos, piel muy bronceada y líneas irregulares que le hacían instantáneamente antipático a la vista. Su rostro estaba surcado por una larga cicatriz que le tornaba más desagradable aún.
Pese a que vestía como su acompañante, no era difícil reconocer en él a un miembro de una casta inferior.
Ninguno de los tres hablaba, ni siquiera el cornac, que guiaba al elefante distraídamente.
El hindú de la barba parecía adormecido. De no haberse producido a veces un ligero movimiento en su ceño, hubiera sido fácil creer que el sueño le dominaba. Su cuerpo mantenía una absoluta inmovilidad.
Entre tanto el paquidermo redoblaba sus esfuerzos para trepar aquellas erizadas pendientes. Bufaba, jadeaba con fuerza, agitaba la trompa aspirando ruidosamente el aire y probaba con mucho cuidado la tierra que pisaba, por temor de rodar.
Pese a la enorme cantidad de obstáculos que se interponían bajo sus colosales patas, el elefante continuaba ascendiendo intrépidamente, ansioso por llegar a las florestas que cubrían la parte superior del altiplano, donde podría gozar de un poco de sombra.
Ya había alcanzado los primeros árboles, cuando se le vio detenerse violentamente, lanzando un berrido de alarma.
El cornac, sorprendido por semejante comportamiento, alzó el arpón, diciendo:
—Adelante, Bangavady…
El elefante, en lugar de obedecer aquella orden, dio algunos pasos hacia atrás, alzando prudentemente la trompa y poniéndola a salvo.
El hindú de la barba, sobresaltado por aquel movimiento repentino, que imprimió una violenta sacudida al hauda, preguntó:
—¿Qué ocurre, Bandhara?
—Lo ignoro… —contestó el cornac—. Parece que Bangavady ha olfateado algún peligro y por eso se niega a avanzar.
—¿Serán los dacoitas? —inquirió el hombre más pequeño—. Ya estamos en la región dominada por esos bribones…
—¿Te refieres a la secta de envenenadores? —díjole su compañero.
—Sí, Indri…
—¿Y piensas que habitan estos lugares?
—Por lo menos sé que viven en los bosques y altiplanos del Bundelkand…
—Pero ya no debemos estar lejos de Pannah.
—Esos criminales a menudo se emboscan en los sitios más transitados para cumplir con sus nefastos planes… Para ellos es un mérito especialísimo masacrar o envenenar, a los desdichados que caen en sus manos …
—Tenemos nuestras carabinas y nos defenderemos… —contestó el hindú de la barba—. Indri nunca ha temido a nadie.
—Excepción hecha del gicowar de Baroda —agregó Dhundia con acento levemente burlón.
—¡Calla! Guarda silencio. Bangavady ha olfateado un enemigo por los alrededores. No discutamos y pensemos en armarnos.
El hindú se agachó, sacando una magnífica carabina con caño arabescado, incrustada con plata y madreperla.
—Bandhara —dijo, dirigiéndose hacia el cornac, que escrutaba atentamente los árboles—. Apresura a Bangavady.
—Trataré de hacerlo, señor.
—¿Sospechas que el peligro provenga de hombres o de animales?
—En estas regiones no son raros ni tigres ni panteras, sahib.
—Sin embargo mi amigo Toby habita estos altiplanos y no debería haber dejado muchas fieras con vida —murmuró Indri. Luego se volvió hacia su acompañante:
—¿Estás pronto, Dhundia?
—Mis armas están cargadas.
—Veamos quien osa cerrar el paso a mi elefante.
Bandhara, como verdadero cornac que conocía a su animal, había comenzado a acariciar a Bangavady, susurrándole al oído palabras cariñosas, a las que el inteligente paquidermo parecía considerar hasta el extremo.
Primero el elefante comenzó a menear la cabeza, agitando en alto su larga trompa; luego bufó repetidas veces, y por fin reinició el camino, pisando con extremadas precauciones y mirando a diestra y siniestra y berreando suavemente.
Si Bangavady, uno de los mejores elefantes del gicowar de Baroda, habituado a combatir en los anfiteatros de aquel poderoso príncipe y a enfrentar al mismo tigre en sus ataques, se mostraba tan lleno de precauciones, era porque había olfateado algo realmente peligroso.
Indri, erguido, con la carabina en la diestra, observaba el margen de la foresta formado por árboles de pipal de enormes troncos. Pese a que estaba seguro de hallarse ante un peligro inminente, aquel hindú conservaba una sangre fría admirable, cosa extraña en un indostánico, pues los habitantes de la península son impresionables y nerviosos.
…
Emilio Salgari. (Verona, 1863 - Turín, 1911). Escritor italiano, autor de numerosas novelas de aventuras que han gozado siempre de gran éxito, sobre todo entre el público juvenil, por el dinamismo casi cinematográfico de la acción, que evoca sugerentes atmósferas fantásticas y épicas.
Inició sus estudios en el instituto técnico y naval de Venecia, aunque no llegó a terminarlos. En ese período sus experiencias como hombre de mar se limitaron a breves excursiones a lo largo de las costas del Adriático. En 1882 regresó a Verona, donde organizó una biblioteca ambulante y se dedicó al periodismo. Sus primeras producciones literarias fueron pequeñas composiciones líricas, relatos breves y memorias, pero un año después se inició en la novela con «I selvaggi della Papuasia» (1883), publicada por entregas en el periódico milanés La valigia.
Dio comienzo así a una intensa actividad que le llevó a publicar 130 cuentos y 85 novelas, que desde el primer momento obtuvieron gran acogida pública y han sido traducidas a muchísimas lenguas. En 1892, después de casarse, se trasladó a Turín y escribió La cimitarra de Buda (1892), Los pescadores de ballenas (1894) y Los misterios de la jungla negra (1895). Tras una estancia de dos años en Sampierdarena, donde entró en contacto con los ambientes marítimos de la Liguria para obtener nuevas ideas para sus libros, regresó a Turín y produjo los llamados ciclos de «los piratas de Malasia» y de «los corsarios del Caribe».