Resumen del libro:
La historia trata sobre el faraón Ramsés II que se se hace inmortal al beber el elixir de la vida y desde ahí se convierte en Ramsés el maldito (él mismo se autodenomina con ese nombre) porque queda condenado a recorrer el planeta para saciar deseos que nunca serán satisfechos, tales como el hambre,la sed, el deseo.
Tras un amor doloroso y la muerte de su amada Cleopatra, Ramsés decide dormir hasta ser despertado de nuevo. Bastante tiempo después, un famoso egiptólogo encuentra una extraña tumba en Egipto. Los restos son trasladados al Londres de 1914. La momia resucita en el Londres eduardiano, donde se encontrara con “los tiempos modernos”. Conocerá a Julie, hija del egiptólogo, de la que pronto se enamorará. Juntos regresarán a El Cairo. Le persigue el recuerdo de Cleopatra, quien fue su amada y por la cual se sumió en su largo sueño. Su anhelo por la reina de Egipto le lleva a cometer un acto que devastará los corazones de aquellos que lo rodean.
1
Los fogonazos de las cámaras lo cegaron por un momento. Ojalá hubiera podido mantener alejados a los fotógrafos.
Pero llevaban ya meses pegados a sus talones, desde que habían encontrado los primeros restos en aquellas áridas colinas al sur de El Cairo. Era como si ellos también hubieran sabido que algo iba a ocurrir. Después de tantos años de trabajo, Lawrence Stratford estaba a punto de hacer un descubrimiento fabuloso.
Y allí estaban, con sus cámaras dispuestas y los flashes humeantes. Casi le hicieron perder el equilibrio con sus empujones mientras se abría paso por el estrecho pasadizo que conducía a la puerta de mármol cubierta de inscripciones.
El crepúsculo pareció cerrarse a su alrededor súbitamente. Podía ver las letras, pero no las distinguía con claridad.
—¡Samir! —gritó—. Necesito más luz.
—Bien, Lawrence.
Al instante una antorcha se encendió a sus espaldas y la poderosa luz amarilla iluminó con claridad la gran losa de piedra. Sí, eran jeroglíficos, profunda y diestramente grabados en mármol italiano. Jamás había visto nada igual.
Sintió el tacto cálido y sedoso de la mano de Samir en su hombro mientras leía en voz alta:
—«Ladrones de los Muertos, alejaos de esta tumba o despertaréis a su ocupante, cuya ira nadie puede contener. Ramsés el Maldito es mi nombre.»
Miró a Samir. ¿Qué podía significar aquello?
—Adelante, Lawrence, sigue traduciendo. Tú eres mucho más rápido que yo —lo apremió Samir.
—«Ramsés el Maldito es mi nombre. En otro tiempo Ramsés el Grande, rey del Alto y el Bajo Egipto; azote de los hititas, constructor de mil templos; adorado por su pueblo; y guardián inmortal de los reyes y reinas de Egipto a lo largo de los siglos. En el año de la muerte de la gran reina Cleopatra, al convertirse Egipto en provincia romana, me entrego a la oscuridad eterna; cuidaos de mí si dejáis que los rayos del sol crucen esta puerta.»
—Pero no tiene sentido —susurró Samir—. Ramsés el Grande reinó mil años antes que Cleopatra.
—Y sin embargo no hay duda de que estos jeroglíficos son de la dinastía XIX —repuso Lawrence. Limpió con impaciencia la tierra que cubría las letras—. Mira, a continuación se repite el mismo texto en latín y en griego.
Hizo una pausa y finalmente leyó las últimas líneas en latín.
—«Cuidado: Mi sueño es como el sueño de la tierra bajo el cielo nocturno o bajo la nieve del invierno; si se me despierta, yo no seré servidor de mortal alguno.»
Por el momento Lawrence se quedó boquiabierto, sin poder apartar la vista de la inscripción que acababa de leer. Apenas oyó las palabras que Samir pronunciaba tras él.
—No me gusta. No sé lo que significa, pero es una maldición.
Lawrence se volvió de mala gana y vio que la desconfianza de Samir se había convertido en miedo.
—El cuerpo de Ramsés el Grande está en el museo de El Cairo —dijo Samir con impaciencia.
—No —replicó Lawrence, consciente de que un escalofrío le recorría la espina dorsal—. Hay un cuerpo en el museo de El Cairo, pero no es el de Ramsés. ¡Mira los cartuchos, los sellos! En tiempos de Cleopatra no había nadie capaz de escribir en jeroglíficos antiguos, y éstos son perfectos… como las traducciones griega y latina.
Si al menos pudiera compartir aquel momento con Julie, pensó Lawrence con amargura. Julie, su hija, no tenía miedo a nada. Ella hubiera comprendido como nadie lo que aquel momento significaba para él.
Casi perdió el equilibrio al retroceder por el pasadizo apartando de su camino a los fotógrafos. De nuevo volvieron a relampaguear los flashes de las cámaras. Los periodistas se abalanzaron hacia la puerta de mármol.
—¡Que los hombres vuelvan al trabajo enseguida! —gritó Lawrence—. Que terminen de despejar el pasaje hasta la puerta. Quiero entrar esta noche en esa tumba.
—Lawrence, no te precipites —le advirtió Samir—. Hay algo en todo esto que no debemos menospreciar.
—Samir, me asombras —respondió Lawrence—. Hace diez años que excavamos estas colinas en busca de algo como esto. Y nadie ha tocado esa puerta desde que fue sellada hace dos mil años.
Con gesto malhumorado apartó a los periodistas que se agolpaban a su alrededor. Hasta que llegara el momento de abrir la puerta necesitaba refugiarse en su tienda y en su diario, el único confidente apropiado en aquel momento. De repente se sintió mareado por el calor del largo día.
—No hay declaraciones por el momento, señores —dijo Samir cortésmente. Como siempre, Samir era el enlace entre Lawrence y el mundo real.
Lawrence descendió por el irregular sendero cojeando ligeramente mientras entrecerraba los ojos y admiraba la sombría belleza de las tiendas iluminadas por antorchas a la suave luz violeta del atardecer.
Tan sólo una cosa distrajo su atención antes de que se refugiara en su tienda, ante la mesa de campaña: la visión de su sobrino Henry, que lo observaba con aire indolente desde cierta distancia; Henry, enfundado en su arrugado traje de lino blanco y con cara de pocos amigos, tan incómodo y fuera de lugar en Egipto; Henry, con el inevitable vaso de whisky en la mano y el eterno cigarro en los labios.
Sin duda estaba con él Malenka, aquella bailarina del vientre de El Cairo que entregaba a su señor inglés todo lo que ganaba.
Lawrence no conseguía olvidarse nunca por completo de Henry, pero tenerlo delante era más de lo que podía soportar.
…