Resumen del libro:
H. G. Wells, ampliamente reconocido como uno de los padres de la ciencia ficción, mostró una faceta distinta en “La mitad de seis peniques”. Lejos de los relatos futuristas y especulativos, esta novela, publicada originalmente como Kipps en 1905, se adentra en el análisis social y humano, con una ironía mordaz y una sensibilidad aguda. Wells, quien también experimentó una infancia humilde y trabajó como aprendiz antes de alcanzar la fama literaria, refleja en esta obra detalles autobiográficos que otorgan profundidad y autenticidad al relato.
La trama sigue a Artie Kipps, un joven huérfano criado por su tía y su tío, que comienza su vida como aprendiz en una tienda de telas. Su existencia monótona y precaria da un vuelco inesperado cuando descubre que es el heredero de una considerable fortuna, legado por su abuelo desconocido. Este giro lo catapulta al mundo de las clases altas, donde se ve obligado a navegar las complejas reglas de etiqueta y los valores de una sociedad que le resulta completamente ajena.
El viaje de Kipps, cargado de humor y momentos conmovedores, pone en evidencia la rigidez de las divisiones de clase y la artificialidad de las normas sociales de la Inglaterra eduardiana. Wells utiliza al protagonista para explorar la dicotomía entre el deseo de ascender socialmente y la pérdida de autenticidad que ello puede implicar. La narración muestra cómo Kipps lucha por adaptarse, mientras que su ingenuidad y honestidad chocan con la hipocresía de la élite. Al final, el joven se enfrenta a la realidad de que el estatus no garantiza la felicidad ni el sentido de pertenencia.
Con su estilo ágil y observador, Wells disecciona con precisión las tensiones entre las aspiraciones personales y las estructuras sociales. La novela no solo es un retrato vívido de la época, sino también una crítica atemporal a las desigualdades y las pretensiones sociales. Al mismo tiempo, el tono humorístico y la caracterización entrañable de Kipps convierten esta obra en una lectura amena y accesible.
La adaptación cinematográfica de los años 60, que dio lugar al título alternativo “La mitad de seis peniques”, popularizó aún más esta historia, resaltando sus aspectos más livianos y encantadores. Sin embargo, es la versión literaria la que captura plenamente el espíritu de la obra: una mezcla de sátira social y humanidad que, más de un siglo después, sigue resonando con lectores de todas las generaciones.
Aquellos individuos que han llevado una vida retirada o aislada, o que hasta ahora se han movido en esferas distintas de aquellas en las que se mueven las personas bien educadas, obtendrán de estas páginas toda la información necesaria para familiarizarse a fondo con los modales y las comodidades de la sociedad.
MODALES Y REGLAS DE LA BUENA SOCIEDAD
Por un miembro de la aristocracia
PRIMERA PARTE
LA FORMACIÓN DE KIPPS
CAPÍTULO PRIMERO
LA TIENDA DE NUEVA ROMNEY
1
Hasta que hubo entrado en la adolescencia, Kipps no logró averiguar por qué razón vivía él con tíos, en lugar de hacerlo con sus padres como todos los demás niños. En un rincón de su mente sobrevivía el lejano recuerdo de una habitación, desde cuya ventana se divisaban grandes edificios blancos; y también la imagen medio borrosa una de mujer, su madre. No recordaba con mucha claridad sus facciones, pero sí uno de sus trajes, blanco con dibujos de flores y un lazo de seda en la cintura. Vagamente acudían también a su memoria escenas de llantos y sollozos en las cuales él tomaba parte y que siempre iban precedidas o seguidas por la aparición de un hombre alto en la casa.
Kipps sabía, aunque no recordaba que nadie se lo hubiera dicho, que el rostro dulce y nostálgico que le contemplaba desde un marco dorado, encima de la chimenea del cuarto de estar, era el de su madre Pero esta certeza no influía para nada en sus confusos recuerdos. Aquella fotografía representaba a una mujer muy joven, casi niña, con el cabello ondulado y un rostro mucho más bonito que el de todas las madres de sus amigos. Con una mano sostenía la cinta de una pamela y sus ojos miraban al fotógrafo respetuosos y obedientes. Era una imagen vaporosa y encantadora. Pero la madre fantasma que le perseguía en sus recuerdos no tenía ninguna semejanza con ella. Quizá la respuesta a aquella incógnita estuviera en que era más vieja, o únicamente a que fuera vestida de un modo distinto…
Era evidente que había entregado a Kipps al cuidado de sus tíos de Nueva Romney, a los que había dado órdenes explícitas junto con una asignación de dinero. Sin duda debía de poseer el sentido de las diferencias sociales, que más tarde habían de jugar tan importante papel en la vida de Kipps. Dejó dicho que éste no debía ir a una escuela cualquiera, sino a cierta institución de Hastings, que no sólo era una academia para la clase media con un tono social bastante elevado, sino que además era relativamente barata. Parecía haber estado animada por el deseo de dar a Kipps lo mejor de lo mejor, aunque ello significara un sacrificio para ella, como si Kipps fuera en cierto modo un ser superior. De vez en cuando mandaba dinero para sus gastos menudos; pero Kipps no llegó a verla nunca.
Sus tíos se hallaban ya en la cuesta descendente de sus vidas cuando Kipps entró a formar parte de ellas. Se habían casado al crepúsculo, o, por lo menos, al atardecer de sus vidas. Al principio no fueron para Kipps más que vagas figuras que servían de fondo a realidades más tangibles, realidades como sillas y mesas, como la barandilla de la escalera, el mobiliario de la cocina, los trozos de leña, la tapadera de la olla, periódicos viejos, el gato, la calle donde vivían, el patio trasero y los campos abiertos que se ven siempre tan cercanos en aquel pueblecito. Conocía una por una las piedras del patio y se sabía de memoria las características de los muros cubiertos de musgo, mejor que muchos hombres conocen las facciones de sus esposas. Debajo de la tabla de planchar había un rincón que con la ayuda de un chal podía convertirse en una especie de casa propia; y aquel rincón fue para él, durante años, su torre de marfil. Y los dibujos de la alfombra, las asas de los cajones de la cómoda y las esquinas de la alfombrilla de la chimenea que su tío había conmocionado con trozos de telas viejas, constituyeron si aquellos años parte esencial de sus cimientos mentales. La tienda, sin embargo, no la conocía con tanta perfección; era aquélla una región que le estaba prohibida, pero que a pesar de todo llegó a conocer bastante bien.
Sus tíos eran, por así decirlo, los dioses inmediatos de su pequeño mundo, y, como los dioses del universo real, descendían hasta él en ocasiones con mandatos arbitrarios y castigos desproporcionados, desgraciadamente, en las comidas había que elevarse a su nivel olímpico. Había que decir las oraciones, coger la cuchara y el tenedor de un modo absurdo y antinatural y esforzarse por no comer demasiado de prisa las cosas buenas y los dulces. Al menor descuido en estos detalles su tía le golpeaba los nudillos, a pesar de que su tío acababa siempre rebañando la salsa con los dedos. Algunas veces su tío surgía, pipa en mano, del rincón más remoto la casa cuando el chiquillo se comportaba de un modo natural a su edad, y exclamaba:
—¿Qué está haciendo ahora ese granuja?
Y en otras ocasiones, su tía aparecía en la puerta o la ventana para interrumpir su interesante conversación con niños que, por alguna razón ignorada, eran considerados en la casa como indeseables. Los ruidos más agradables, aunque se esforzara por apagarlos lo más posible, acarreaban la ira de los dioses. Y no se trataba más que de tamborilear en la bandeja del té, de silbar con ayuda de cualquier llave olvidada, de golpear los cristales de las ventanas o tocar una campanilla en el patio… Algunas veces, sin embargo, los dioses le regalaban juguetes rotos de la tienda, porque la tienda era, entre otras cosas, una tienda de juguetes, y entonces sentía que les quería de verdad. (Las otras cosas incluían libros para leer y libros para prestar y también fotografías de asuntos locales; tenía pretensiones de ser una tienda de objetos de porcelana; se vendía también material de oficina y en los escaparates y en los rincones había caballetes, marcos, biombos, aparejos de pesca, rifles, trajes de baño y tiendas de campaña. En resumen, una gran variedad de cosas, todas ellas muy atractivas para un chiquillo). En una ocasión su tía le regaló una trompeta si le prometía no tocarla, pero poco después se la quitó de nuevo. Su tía le obligaba a recitar el catecismo todos los domingos del año…
Según sus tíos fueron haciéndose viejos y según fue creciendo, su opinión acerca de ellos fue modificándose insensiblemente de año en año, hasta que al fin le pareció que habían sido siempre como los vio cuando, en sus años adolescentes, su opinión de las cosas se hizo estable; su tía se le representó siempre como una mujer angulosa y preocupada, con cierta tendencia a llevar el gorro torcido, y su tío como un hombre rollizo, con doble papada, descuidado en el vestir. Ni hacían visitas ni las recibían en su casi Estaban siempre a la defensiva respecto a sus vecinos y a su prójimo en general; temían a la gente «baja» y aborrecían a los «engreídos», y, por lo tanto, se mantenían «encerrados en sí mismos» de acuerdo con el ideal británico. De ahí que el pequeño Kipps no tuviera compañeros de juego, excepto aquellos que encontró gracias al pecado de la desobediencia. Era por naturaleza de sociable disposición. En la calle saludaba a los ciclistas y sacaba la lengua a los niños ricos cuando la niñera miraba para otro lado. E hizo amistad con Sid Pornick, el hijo del dueño de la mecería vecina, amistad que con largas interrupción, estaba destinada a durar toda su vida.
Pornick, el mercero, era, en opinión del viejo Kipps, «un verdadero asno», y según el niño pudo decir de sus palabras, un ser completamente opuesto a los ideales de los Kipps. Pornick poseía una voz tonante con la que irritaba al viejo Kipps al gritar a todas horas llamando a sus hijos. También le irritaba por cantar a coro los domingos con toda la familia, por tener cierta cultura, por comportarse como si la pilastra que separaba las dos tiendas fuera propiedad común, por armar ruido por las tardes cuando los Kipps quería echar la siesta, por subir y bajar con las botas puestas las escaleras sin alfombrar, por tener una barba negra, por querer hacerse amigo de él y por toda clase de cosas. En resumen, irritaba al viejo Kipps. Le encalabrinaba sobre todo con la estera de la puerta. Kipps nunca sacudía la suya, pretendiendo que el polvo se amontonara a su gusto, y sostenía que Pornick esperaba a que se levantara viento apropiado para que el polvo, puesto en libertad por este procedimiento ensuciara la tienda de su vecino. Estos desacuerdos daban lugar a frecuentes peleas, y en una ocasión estuvieron tan cerca de llegar a las manos que Pornick acabó por irse precipitadamente a su propia tienda.
Pero una de estas peleas fue la causa de la amistad entre el pequeño Kipps y Sid Pornick. Los dos chiquillos, contemplando un día una de aquellas escenas, cambiaron unos cuantos comentarios y entonces Kipps declaró que el padre de Sid era «un verdadero asno». Sid dijo que no lo era y Kipps repitió su afirmación. Entonces Sid dijo que con una sola mano podría vencer a Kipps, lo que éste negó no sin cierta vacilación interna. Los dos repitieron sus puntos de vista y el incidente hubiera terminado así de no haber pasado por allí el hijo del carnicero, que insistió en que se jugara limpio.
En vista de ello, los chicos se quitaron las chaquetas y estuvieron peleando hasta que el hijo del carnicero consideró llegado el momento de seguir su camino para cumplir el encargo de una pierna de cordero, hecho por Mrs. Holyer. Entonces, siguiendo sus instrucciones, se dieron la mano e hicieron las paces. Minutos después, orgullosos de haber merecido la aprobación del chico del carnicero, se sentaron el uno junto al otro en la acera y se contemplaron con un nuevo respeto. A los dos les sangraban las narices y los dos tenían un ojo amoratado. Ninguno había cedido y ninguno deseaba volver a pelear.
Fue un excelente comienzo. Después de aquel primer encuentro, ni los atributos de sus familiares ni su valor relativo en las peleas, se interpusieron entre ellos, y si faltaba algo para hacer completa su mutua simpatía, descubrieron que los dos compartían el mismo aborrecimiento hacia el mayor de los Quodling. El mayor de los Quodling ceceaba, usaba un absurdo sombrero de paja y tenía el cutis sonrosado. Además, iba a la escuela con una cartera de color verde claro, hecho ya de por sí despreciable. Se metían con él en la calle y le tiraban piedras y, cuando contestaba con amenazas («Mira, Art Kitpz, zerá mejor que lo dejez zi no quierez que te ajuzte laz cuentas»), intensificaban el ataque y le obligaban a huir.
Después de aquello, rompieron la cabeza de la muñeca de Ann Pornick, que se fue a su casa llorando. Sid recibió una paliza, pero, según explicó más tarde a su amigo, se había colocado un periódico en el sitio estratégico y en realidad no le hicieron ningún daño… Y Mrs. Pornick asomó la cabeza a la puta de la tienda y amenazó a Kipps al pasar. Y eso fue todo.
…