La marca del Zorro
Resumen del libro: "La marca del Zorro" de Johnston McCulley
El relato narra las aventuras y desventuras de un joven de la aristocracia californiana llamado Don Diego De la Vega, un joven noble, hijo de un hacendado español, que vivía en el entonces pueblo de Los Ángeles, en la antigua California española de comienzos del siglo XIX. De la Vega, se encuentra con que el gobierno colonial se ha vuelto una tiranía que explota y somete a los habitantes de esas tierras, tanto indígenas como colonos, además de cometer todo tipo de desmanes y actos de corrupción. Diego entonces, decide ponerse una máscara para combatir a los malhechores, transformándose en un jinete enmascarado con una capa negra y se hace llamar «El Zorro»; y junto a su sirviente sordomudo, Bernardo, enfrenta al capitán Ramón y al sargento González; lucha contra las injusticias cometidas por las autoridades y defiende a los oprimidos.
1 – Pedro, el presumido
LA LLUVIA caía a raudales sobre el tejado, el viento aullaba como alma en pena y el humo de la chimenea salía con tal fuerza que las chispas saltaban hasta el suelo.
—¡Qué noche más endemoniada para cometer fechorías! —rugió el sargento Pedro González, estirando sus enormes pies hacia la hoguera y tomando la empuñadura de su espada en una mano y el tarro de vino en la otra—. ¡Tal parece que el diablo aúlla en el viento y que los demonios bailan en las gotas de agua! ¡Qué noche más tétrica!, ¿verdad, señor?
—¡Así es! —asintió el posadero, un hombre gordo, apresurándose al mismo tiempo a llenar el tarro de vino, pues el sargento González tenía un genio horrible cuando lo provocaban, lo que siempre sucedía cuando no le servían el vino rápidamente.
—Una noche de todos los diablos —repitió el sargento, que era un hombre de gran estatura, apurando el contenido de su tarro sin tomar aliento, hazaña que siempre había llamado mucho la atención y que le había dado al sargento alguna fama por todo el camino real, como llamaban al camino que comunicaba las misiones en una larga cadena.
González se tendió muy cerca del fuego, sin tomar en cuenta que así impedía que llegara a todos un poco de calor. El sargento Pedro González con frecuencia opinaba que cada quien debería procurarse su propia comodidad antes que la de los demás, y como se trataba de un hombre muy alto y fornido, muy diestro con la espada, se topaba con pocos que tuvieran el valor de contradecirle.
Afuera, el viento rugía y la lluvia azotaba contra el suelo como una cortina sólida. En el sur de California, esta era una tormenta típica de febrero. En las misiones, los frailes ya habían encerrado a sus animales y se disponían a recogerse habiendo cerrado todas sus puertas. En las haciendas ardían enormes hogueras. Los indígenas se habían encerrado en sus casitas de adobe, felices de encontrarse bajo techo.
Y aquí, en el pequeño pueblo de Reina de los Ángeles, que al cabo de los años se convertiría en una gran ciudad, la taberna que se encontraba a un lado de la plaza daba albergue en esos tiempos a hombres que buscaban el calor de la hoguera hasta el amanecer, por no enfrentarse con la lluvia.
El sargento Pedro González, atenido a su rango y a su estatura, se había apoderado de la chimenea, y un cabo y tres soldados del presidio estaban sentados frente a una mesa, un poco atrás del sargento, bebiendo y jugando a los naipes. Un criado indio estaba en cuclillas en un rincón. No se trataba de un neófito que hubiera aceptado la religión de los frailes, sino de un pagano y renegado.
Todo esto sucedía en los días de la decadencia de las misiones; no había mucha paz entre los franciscanos que seguían los pasos de fray Junípero Serra, fundador de la primera misión de San Diego de Alcalá (que ya había sido canonizado y había hecho posible un imperio). Quienes seguían a los políticos obtenían grados muy altos en el ejército. Los hombres que se encontraban bebiendo en la taberna de Reina de los Ángeles no querían un espía cerca de ellos.
En este momento se había acabado la conversación, lo cual le resultaba molesto al posadero y al mismo tiempo lo atemorizaba, ya que el sargento Pedro González era pacífico mientras hubiera una discusión; pero a menos que estuviera hablando, el soldado podría sentirse impulsado a provocar un altercado.
Ya dos veces lo había hecho González, causando muchos daños en los muebles y en las caras de los parroquianos de la taberna; el posadero había acudido al comandante del presidio, el capitán Ramón, solo para que este último le informara que él ya tenía bastantes problemas encima y que la administración de una posada no era de su incumbencia.
De manera que el posadero observaba cautelosamente a González, acercándose hacia la orilla de la mesa grande y tratando de empezar una conversación general con el fin de evitar dificultades.
—Se rumora en el pueblo —dijo—, que el Zorro anda suelto otra vez.
Sus palabras tuvieron un efecto al mismo tiempo inesperado y terrible. El sargento Pedro González se enderezó súbitamente en la banca, arrojó al suelo su tarro, que todavía tenía algo de vino, y asestando un terrible golpe sobre la mesa con su puño, hizo que los tarros, las barajas y las monedas se desparramaran por todos lados.
El cabo y los tres soldados retrocedieron presas de pánico, y el posadero palideció; el indio que estaba sentado en el rincón se acercó a la puerta, pensando que sería mejor salir a enfrentarse con la tormenta que quedarse a arrostrar la furia del sargento.
—Conque el Zorro, ¿eh? —gritó González con voz estruendosa—. ¿Estoy condenado a oír por doquier ese nombre? «El Zorro», ¿eh?… ¡Mr. Fox, en otras palabras! Se imagina, digo yo, que es astuto como el que más. ¡Por todos los santos, apesta como un zorrillo!
González dio un trago, se volvió para verlos a todos de frente, y continuó con su perorata:
…
Johnston McCulley. (Arthur Johnston McCulley) (Ottawa, Illinois, 2 de febrero de 1883 - Los Ángeles, California, 23 de noviembre de 1958) fue un periodista, escritor y guionista, creador del personaje El Zorro.
Comenzó su carrera como reportero policial en el periódico de prensa amarilla The Police Gazette, sirviendo más tarde como oficial de Relaciones Públicas del Ejército de los EE. UU. durante la Primera Guerra Mundial.
Aficionado al tema histórico, comenzó a escribir historietas, usando con frecuencia el ambiente de Alta California como fondo. Su personaje El Zorro apareció por primera vez en su cuento La maldición de Capistrano (La marca del Zorro), publicado en 1919 en la revista pulp All-Story Weekly. La historia se tradujo a 26 idiomas y fue leída en el mundo entero.
Creó los personajes de cómic The Black Star y The Crimson Clown. Escribió cientos de cuentos, 50 novelas y numerosos guiones para el cine y la televisión.