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La joya de las siete estrellas

La joya de las siete estrellas, novela de Bram Stoker

Resumen del libro:

La novela “La Joya de las Siete Estrellas”, escrita por Bram Stoker, conocido principalmente por su obra maestra “Drácula”, ofrece un intrigante relato que combina elementos de misterio, terror y aventura. Publicada en 1903, esta obra se adentra en el mundo del antiguo Egipto a través de la historia del aristócrata Abel Trelawny, un apasionado coleccionista de artefactos egipcios. Trelawny propone una experiencia arriesgada y terrorífica a su hija Margaret y a Malcolm Ross, un abogado de Londres y amigo de la familia.

La trama se desarrolla en torno a un misterioso objeto egipcio, la Joya de las Siete Estrellas, que despierta el interés de Trelawny y desencadena una serie de sucesos inesperados. Margaret guarda un secreto crucial relacionado con esta joya, un enigma que solo se desvelará en el clímax de la historia. A medida que los personajes se sumergen en la búsqueda y el estudio de este artefacto antiguo, se enfrentan a peligros sobrenaturales y fuerzas oscuras que amenazan sus vidas y su cordura.

La prosa de Stoker en “La Joya de las Siete Estrellas” es hábilmente descriptiva y evocadora, transportando al lector a los misteriosos paisajes del antiguo Egipto y a los oscuros rincones de la psique humana. El autor construye una atmósfera de suspense y tensión que se intensifica a medida que la trama avanza, manteniendo al lector en vilo hasta el sorprendente desenlace.

A través de esta obra, Bram Stoker demuestra su habilidad para crear historias intrigantes y perturbadoras que exploran temas universales como el poder, la obsesión y los límites de la racionalidad humana. “La Joya de las Siete Estrellas” se erige como un clásico del género de terror victoriano, que sigue cautivando a los lectores con su combinación única de misterio y horror.

Una llamada en la noche

Era todo tan real que apenas podía imaginar que me hubiese ocurrido en otro tiempo; y, sin embargo, cada episodio se me presentaba no como una nueva fase de la lógica de las cosas, sino como algo esperado. De nuevo veía el ligero esquife, reposando perezoso en el agua tranquila, al abrigo de la luz feroz del mes de julio y a la fresca sombra de las ramas de sauce extendida sobre el río.

Yo en pie sobre la oscilante embarcación y ella sentada inmóvil, mientras con las manos se protegía del choque de las ramitas de los sauces. De nuevo veía el agua de color pardo dorado bajo el dosel de verde translúcido, y la orilla herbosa tenía un tono de esmeralda. Otra vez parecía estar sentado con ella a la fresca sombra. Rodeados por los infinitos ruidos de la naturaleza los dos solos; en tanto que ella, olvidados tal vez los convencionalismos en que se había educado, me refería, con la mayor naturalidad, su nueva vida, en la que tan sola se sentía. Y, en tono triste, me hizo sentir cómo en aquella espaciosa casa todos sus habitantes se veían aislados por la magnificencia de su padre y de ella misma. Que, allí, la simpatía y la confianza no tenían ningún altar y que incluso el rostro de su padre le parecía tan distante como la antigua vida moral que había llevado. Una vez más, el buen juicio de mi virilidad y la experiencia de mis años se pusieron a los pies de la joven. Pero nunca existe el descanso perfecto, porque, de pronto, las puertas del sueño fueron abiertas de par en par y mis oídos atendieron al ruido que acababa de molestarme, demasiado continuo e insistente para que no se le hiciese caso. Detrás de él había alguna inteligencia activa. Instintivamente miré el reloj; eran las tres de la mañana y ya en el cielo empezaba a descubrirse algún leve resplandor de la aurora. Era evidente que la llamada resonaba en la puerta principal de nuestra propia casa y también que nadie estaba despierto para atender a ella. Me puse la bata y las zapatillas y me fui allá. Al abrir la puerta vi a un elegante lacayo, una de cuyas manos oprimía sin cesar el timbre eléctrico mientras la otra golpeaba el aldabón. En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra golpeaba el aldabón. En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra me entregó una carta. Ante la puerta vi un elegante automóvil y a un policía con su farol nocturno aún encendido, en el cinturón, que acudió atraído por el ruido.

—Dispénseme el señor por haberle molestado, pero tenía órdenes muy estrictas. Además, me dijeron que no perdiese un momento y que no dejara de llamar hasta que acudiese alguien. ¿Vive aquí el señor Malcolm Ross?

—Yo soy el señor Malcolm Ross.

—En tal caso, señor, la carta y el automóvil son para usted.

Con extraña curiosidad tomé la carta que me entregaban. En mi calidad de abogado tuve desde luego extraños casos, pero nunca me ocurrió ninguno como aquél. Retrocedí al recibidor entornando la puerta y encendí la luz eléctrica.

La carta era de letra femenina y, sin dirección alguna, empezaba así:

«Dijo usted que me ayudaría con gusto en caso necesario y estoy persuadida de que habló sinceramente. Antes de lo que esperaba ha llegado esta ocasión. Me encuentro en una situación muy desagradable y no sé a quién llamar ni de qué valerme. Temo que han querido asesinar a mi padre; aunque, gracias a Dios, aún vive, pese a hallarse sin sentido. He llamado a los médicos y a la policía, pero no tengo a nadie en quien confiar. Si le es posible venga inmediatamente y perdóneme, si puede. Supongo que más adelante comprenderá la razón de que le haya pedido este favor, pero ahora no soy capaz de reflexionar. Venga. Venga en seguida.

“La joya de las siete estrellas” de Bram Stoker

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