La isla congelada
Resumen del libro: "La isla congelada" de Mónica Gómez Pedreira
La difícil situación que viven en la Galicia rural, obligará a José y Jesús a emigrar en el verano de 1931, a La Habana. Durante el trayecto en el trasatlántico Orinoco conocerán a Armando y Mara se cruzan en su camino para empezar a ser parte importante de sus vidas.
La nueva tierra, llena de oportunidades, es testigo de su evolución, a base de un encomiable esfuerzo personal y de su condición de trabajadores incansables.
La década de los 50 será el momento álgido en la vida de los protagonistas de esta historia. El triunfo de la Revolución Cubana, en cambio, significará el comienzo de la decadencia en la vida de Jesús y Armando.
¿Qué decisión tan oscura decide tomar Jesús para que el resto de su vida se convierta en una eterna penitencia en búsqueda del perdón?
Una historia de amor imposible, una historia de amistad entre jóvenes que vivieron la época dorada de la isla caribeña. También una historia de traiciones, de desarraigo, de reinvención personal, que iremos descubriendo en esta novela de ficción histórica, enmarcada entre Cuba y España, en un contexto de grandes cambios políticos y sociales que marcará sus vidas de forma indeleble.
1. La parca acecha
El balancín acompasa rítmicamente su respiración. Se podría decir que el lento transcurrir del tiempo, en aquella isla olvidada, los ha unido en una extraña complicidad, si tal cosa puede ocurrir con un objeto. Aquella vieja y desgastada mecedora de madera ha sido uno de los primeros enseres en llenar el salón comedor de su apartamento, adquirido allá por los años 50. No hay hogar que no disponga de, al menos, un par en el que descansar los huesos de los inquilinos, especialmente en las horas centrales del día, cuando el sol castigador obliga a la reclusión de los isleños. Sus pensamientos se balancean, van y vienen, del pasado al presente, del presente a un pasado ya desdibujado por el transcurrir del tiempo, de forma desordenada. Imágenes y momentos concretos que pueden modificar su estado anímico según el momento de su, ya, larga vida, al que se transporte.
Suena el timbre y se dirige perezosamente hacia la puerta de entrada. En el rellano, sonriente, le mira Antonio.
—Acere, ¿qué bola?
—Todo bien, Antonio. Aquí matando las horas.
—Oye, pipo, te traigo noticias de Lissette.
—¿Quieres un café, Antonio? Estaba a punto de prepararme uno.
—¡Dale!, tomemos un café.
Antonio observa al viejo preparar el café en la cocina. Se mantiene ágil para su edad, su cabeza conserva toda su lucidez. Lo que más admira de Jesús es su templanza. Pocas veces lo ha visto alterado. Tampoco deja entrever fácilmente sus sentimientos; no ha conocido a ningún hombre tan reservado como él. Su gran corazón sí ha podido constatarlo a lo largo de estos años: es noble, fiel y de fuertes valores. El Gallego, como es conocido por todos, permanece estoico ante el devenir de los acontecimientos del país.
—¿Y bien? —Lo mira fijamente con sus profundos ojos azules, mientras le sirve en una pequeña taza de porcelana el humeante café.
—Lissette no está bien, pipo. —Toma aire antes de continuar—. A sus 76 años, la vieja parece que está llegando a su… —Traga saliva—. Vaya, no está bien.
—¿Le has dejado la compra y las medicinas? ¡No imaginas qué trabajo me ha costado encontrar sus medicinas, cada día escasean más, he movido muchos contactos! —Jesús piensa en todas las dificultades que cada día debe superar para adquirir ciertos productos en el mercado negro, sus ahorros van mermándose, la incertidumbre de cuándo su hermano pueda hacerle llegar más dinero le hace ser muy prudente con los gastos.
—En su puerta, como desde hace ya tantos años, pipo. Ya las tiene. Por cierto, no quiero abusar, mi esposa necesita un antibiótico, está perdido en la isla, no he podido encontrarlo, ¿crees que tu contacto pueda conseguirlo?
—Veré lo que puedo hacer, Antonio, pásate mañana por la tarde y anótame el medicamento. —Le acerca una libreta ya muy gastada por el uso junto a bolígrafo, que su amigo toma para escribir el medicamento que su esposa necesita—. En cuanto a Lissette, mantenme al tanto si empeora. La vieja ya se ha repuesto de otras…
Jesús se dirige a su cuarto. Trata de agacharse para abrir la gaveta de su cómoda, un fuerte dolor le atraviesa su columna vertebral avisándole del inexorable paso de los años y provocándole una mueca de dolor en su rostro, toma unos dólares y se los tiende a Antonio. Los coge, mira al Gallego, con miradas se entienden, y con cierta pena camina hacía la puerta de entrada de la vivienda. Su apartamento está perfectamente acotejado, a diferencia del entorno, huele a limpio. Ya en el descansillo oye a la vecina del quinto con su gritería habitual. Aquella chancletera se faja con sus amantes cada día. «¡Tremenda loca!», piensa. Se cruza con un par de críos que corren, con sus desgastados zapatos, armando una escandalera que pone en aviso a la madre de su llegada. Se abre la puerta del tercero y ella, con zapatilla en mano, los recibe.
—¡Pinga, dejen de gritar, muchachos, o les meto la chancleta por la cabeza!
Los muchachos, poco intimidados, besan a la mujer cuyos ojos chispean intimidantes.
Unas pocas cuadras separan sus respectivos apartamentos. Cada día hace el camino para ayudar al Gallego en sus recados, pero sobre todo para contarle de la Lissette. No estaba bien, sabe de buena fuente que no le queda mucho. Piensa en Jesús, ¡34 años preocupándose por ella son muchos años! Si bien han transcurrido demasiado rápido y con el pesar de Jesús de no haberlos vivido a su lado, como hubiera correspondido. Sabe que han sido los actos del Gallego, a nadie más puede culpar, los que lo han separado físicamente de ella, su corazón siempre le ha pertenecido.
Un numeroso grupo de muchachos, con sus uniformes escolares, ríen y departen escandalosamente. Si algo es habitual en La Habana, se podría afirmar que lo es el ruido de sus habitantes: su parloteo, su música, sus bailes, entremezclado con el paso de los carros, las guaguas y alguna obra dispersa, para tapar los innumerables baches de las calles. Observa al grupo que se acerca: ellas, falda corta color mostaza y camisa blanca; ellos, pantalón del mismo color y camisa blanca. Ya son adolescentes y no llevan el característico pañuelo atado al cuello: rojo o azul. Siente añoranza de su infancia. La despreocupación propia de la edad. Dispone de dólares, hará un buen uso de ellos: aceite de oliva, por el que su esposa suspira, viandas, algo de leche y pastillas para el dolor en general. ¡Les duele hasta el alma!
Jesús vive en un edificio apodado como «de los ataúdes», en el Malecón y la esquina de Capdevila. Desde sus amplios ventanales se ve el mar como si de portillos de un barco se tratasen. Da igual la estancia en la que estuviese. Jesús suele compararlo con vivir en un navío, silencioso, con un azul inmenso como testigo del devenir del paso del tiempo. Jesús disfruta del hecho de sentir cómo el aire cálido del caribe acaricia como una entregada amante su fachada. El sol besa lánguidamente sus interiores y los dota de una iluminación especial y diferente según las horas del día. Las ventanas se proyectan, en las estancias, hacia el exterior confiriéndole amplitud. Cada módulo se divide en tres ventanas que se abren hacía el exterior en paralelo, con una pronunciada pendiente. El aire refrescante del mar deja un poso salado en el ambiente. Quizás por eso su casa siempre huele diferente. Desde joven ha escuchado, embelesado, narrar la macabra historia del arquitecto que había diseñado sus balcones con forma de ataúdes por la muerte de su hijo adolescente en un fatal accidente en la mar. Se dice, también, que se oye en la bahía una especie de zumbido que muchos afirman escuchar; es el fantasma del muchacho deambulando por La Habana. El hecho de que los guías turísticos de la ciudad repitan la historia a cada excursionista afianza más la leyenda. La realidad es que ningún morador, pasado o presente, de tan bello edificio lo ha creído nunca, si bien a muchos les gusta que se narre y confiera ese halo de misterio. Ahora ve con tristeza cómo el inmueble, construido en los años 50, ha ido perdiendo su esplendor, similar a casi todo en el país del olvido y del tiempo congelado. Sus losas azules bajo las ventanas se han decolorado hasta alcanzar un tono más grisáceo en todas sus plantas. La primera altura, pintada de blanco en su origen, luce ahora con el revoco visto de color gris, que gana terreno y lo vuelve lastimoso a la vista de los viandantes. Dentro sigue manteniendo el esplendor, un pavimento de granito gris bien conservado todavía se abre paso entre las puertas de entrada y el elevador, que ninguno se atreve a usar por los cortes de luz continuos que puede dejarles horas atrapados.
Jesús regresa pensativo a su balancín. Si a Lissette no le queda mucho tiempo tendrá que pensar qué hacer. Algo no va bien, seguro. Durante las últimas décadas, desde que la revolución es el sistema que rige sus vidas, no ha dejado de pasar todos los días por delante de su casa. O bien ella lo espera en el balcón o bien en la calle. Se miran, a veces se queda de pie observándola y otras continúa directamente calle abajo. Ella no entiende el comportamiento del Gallego, han sido amigos y han compartido grandes momentos, pero desde que ha enviudado y tras lo que ella consideró un momento muy especial, simplemente mantienen encuentros de esa extraña forma. Pese a sus intentos por estar cerca de él, los rechazos han sido duros golpes para su corazón.
Solo en tres ocasiones se ha ausentado Jesús, de aquella obligación autoimpuesta: una semana porque las fiebres no le dieron cuartel. No podía levantarse de su cama; otra semana por la visita de su hermano, lo atendió como merecía; y una tercera porque ella había ido a Santa Clara a visitar a una amiga. Eso es todo en más de 30 años… Antonio ha sido su fuente de información. Desde los 12 años, aquel muchacho se ha prestado como alcahuete de un amor jamás consumado.
El edificio de bajo comercial y tres plantas, en el que vive Lissette de la misma época que el suyo, conserva el encanto de una fachada diseñada para hacer lucir aquella esquina de la calle al más puro estilo europeo, que tanto le agradaba a ella y motivo por el cual lo había adquirido junto con su difunto marido. Con amplios ventanales acabados en arcos de diferentes estilos y con contras de madera, que dan acceso a balcones desde las estancias, desde los que ella suele contemplar a los transeúntes del Paseo del Prado, con sus árboles cobijándoles del sol a ambos lados y sus leones de bronce custodiando la larga avenida. Desde el balcón más amplio de la segunda planta, protegido con una barandilla baja de hierro curva, siguiendo la estructura de la fachada, suele disfrutar de poder verla cuando se asoma, arreglada para él, porque sabe que se engalana para él. En el edificio contiguo vive Antonio, ha sido su casa de la infancia, adquirida por sus padres en los 50. Siempre ha sido vecino de Lissette. Allí creció y allí, como el resto de los habitantes, está inevitablemente viendo transcurrir el tiempo despacio.
Jesús camina hacia su salón, se detiene frente al aparador y toma una foto, la contempla y la amargura toma el relevo a la paz que trata de mantener. En la foto unos novios sonríen a la cámara, se trata de Armando y Mara, franqueados por él y su hermano, José. Los cuatro son jóvenes, elegantes y con toda una vida por delante. Lo que le sucedió a Mara cambió el transcurso de muchas cosas en su vida, ¿cómo un hecho ocurrido a un tercero puede tener un impacto tan directo en su propia vida? Significó el principio de su época oscura tras casi treinta años de una existencia plena y de continuo progreso para todos ellos. La deposita con cuidado y toma otra, en ella puede verse al lado de Ivonne, de Pedro y Lissette, sonríen y la vida de la foto traspasa el papel, siente que está viendo una escena muy importante de su vida. Piensa en Pedro y su rostro se tensa y una nube, negra como su alma, invade la atmosfera de su habitación y la vuelve densa, le dificulta respirar. La posa con cuidado deseando ser perdonado por todos sus errores pasados, un perdón que su vida de penitencia desde entonces pretende merecer.
Jesús se sumerge melancólico en sus pensamientos. Decide ponerles orden cronológico, si de algo dispone es de tiempo ocioso para ello. Con aquellas vistas de un azul inmenso, frente a su tumbona, no es de extrañar que el tiempo se consuma sin ser uno consciente.
…
Mónica Gómez Pedreira. La Coruña, 1972. Directora Financiera de profesión. Graduada en Relaciones Laborales y RRHH, Máster en Dirección Financiera y MBA. Ha realizado ponencias en diferentes entornos como la Universidad, centros culturales y diferentes eventos para presentar políticas de RRHH tendentes a buscar un buen clima laboral y las claves de un bajo absentismo laboral.
Tras dos décadas dedicándose a esta profesión irrumpe en el mundo literario con su primera novela, Mestizos. Una obra que sorprende al lector con su original estilo para narrar momentos históricos claves a través de la mirada de sus protagonistas.
Aficionada a la cocina y gran viajera, su vida está inmersa en la multiculturalidad. Esto se refleja en este libro, en el que por fin puede conjugar su pasión por los viajes con la escritura, siempre presente en su vida y que ahora toma la forma de un libro. Viajar constantemente a diferentes continentes le ha brindado la oportunidad de empaparse de las diferentes culturas de muchos países y de la idiosincrasia de sus habitantes.