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La invitada

Resumen del libro:

Simone de Beauvoir, una de las figuras más influyentes del existencialismo francés y del feminismo del siglo XX, presenta en su obra «La invitada» un retrato profundo de los dilemas morales y existenciales de sus personajes en el París de la primera mitad del siglo XX. En esta primera gran novela, De Beauvoir nos sumerge en un triángulo amoroso protagonizado por dos adultos y una joven, a través del cual explora temas como la libertad, la acción y la responsabilidad individuales, fundamentales en su obra.

El escenario artístico y bohemio de París sirve de telón de fondo para la intrincada trama de relaciones interpersonales que De Beauvoir despliega magistralmente. La infidelidad y las complejas dinámicas de pareja se convierten en los vehículos a través de los cuales la autora expone las contradicciones y ambigüedades de la moral burguesa de la época.

«La invitada» no solo fue un éxito inmediato, sino que también se ha consolidado con el tiempo como una obra fundamental que encapsula las grandes ideas que marcarían toda la producción literaria posterior de Simone de Beauvoir. Su capacidad para indagar en las profundidades del ser humano y sus conflictos existenciales la posicionan como una pieza clave en el panorama literario del siglo XX.

La novela no solo es un estudio de los dilemas individuales, sino también una reflexión sobre la sociedad y sus normas morales. De Beauvoir desafía las convenciones sociales y plantea preguntas incómodas sobre la naturaleza misma de la libertad y la responsabilidad, abriendo así un espacio para el debate y la reflexión en el lector.

En conclusión, «La invitada» de Simone de Beauvoir es mucho más que una novela sobre un triángulo amoroso; es un tratado sobre la condición humana, la libertad y la moralidad, que sigue resonando con fuerza en la actualidad. Su impacto perdura como un legado literario y filosófico invaluable que continúa inspirando a generaciones de lectores y pensadores.

PRIMERA PARTE

I

Francisca alzó los ojos. Los dedos de Gerbert brincaban sobre el teclado, miraba el manuscrito con aire huraño; parecía cansado; Francisca también tenía sueño; pero en su propio cansancio había algo de íntimo y suave; no le gustaban esas líneas negras bajo los ojos de Gerbert; tenía el rostro ajado, endurecido, representaba casi sus veinte años.

—¿No quiere que lo dejemos? —dijo.

—No, está bien —dijo Gerbert.

—Por otra parte, sólo me falta pasar a limpio una escena —dijo Francisca.

Volvió una página. Las dos de la madrugada habían dado hacía ya un momento. Por lo general, a esa hora no había alma viviente en el teatro; esta noche vivía: se oía el tecleo de la máquina de escribir, la lámpara derramaba sobre los papeles una luz rosada. Y yo estoy aquí, mi corazón late. Esta noche, el teatro tiene un corazón que late.

—Me gusta trabajar de noche —dijo ella.

—Sí —dijo Gerbert—, es tranquilo.

Bostezó. El cenicero estaba lleno de colillas rubias, había dos vasos y una botella vacía sobre el velador. Francisca miró las paredes de su escritorio; el aire rosado brillaba de calor y de luz humana. Afuera, estaba el teatro inhumano y negro, con sus corredores desiertos alrededor de una gran cáscara vacía. Francisca dejó su estilográfica.

—¿No tomaría otra copa? —dijo.

—No voy a decirle que no —dijo Gerbert.

—Voy a buscar otra botella al camerino de Pedro.

Salió del despacho. No tenía tantas ganas de whisky; eran esos corredores negros los que la atraían. Cuando ella no estaba allí, ese olor polvoriento, esa penumbra, esa soledad desolada, todo eso no existía para nadie, no existía en absoluto. Y ahora ella estaba allí, el rojo de la alfombra hendía la oscuridad como una tímida lamparilla. Ella tenía ese poder: su presencia arrancaba las cosas de su inconsciencia, les devolvía su color, su olor. Bajó un piso, empujó la puerta de la sala; era como una misión que le hubiera sido confiada, debía hacerla existir, esa sala desierta y llena de noche. El telón metálico había sido bajado, las paredes olían a pintura fresca; las butacas de felpa roja se alineaban inertes, a la espera. Poco después dejarían de esperar. Y ahora ella estaba allí y le tendían los brazos.

Miraban el escenario cubierto por el telón metálico, clamaban por Pedro, por las candilejas y por la muchedumbre recogida. Habría sido necesario quedarse allí, siempre, para perpetuar esa soledad y esa espera; pero también habría sido necesario estar en otras partes, en la guardarropía, en los camerinos, en las bambalinas: habría sido necesario estar en todas partes a la vez. Atravesó un palco de proscenio, subió a la escena, se internó entre las bambalinas, bajó al patio donde se pudrían los viejos decorados. Estaba sola para descifrar el sentido de esos lugares abandonados, de esos objetos soñolientos; ella estaba allí y ellos le pertenecían. El mundo le pertenecía.

Cruzó la portezuela de hierro que cerraba la entrada de los artistas y avanzó hasta el centro del terraplén. Alrededor de la plaza, las casas dormían, el teatro dormía; tenía una sola ventana rosada. Se sentó en un banco, el cielo brillaba, negro, por encima de los castaños. Uno hubiera creído estar en el corazón de una tranquila provincia. En ese momento no lamentaba que Pedro no estuviera junto a ella, había alegrías que no podía conocer en su presencia: todas las alegrías de la soledad; ella las había perdido hacía ocho años y a veces sentía como un remordimiento. Se abandonó contra la madera dura del banco; unas pisadas rápidas resonaban sobre la acera; por la avenida pasó un camión. Había ese ruido movible, el cielo, el follaje vacilante de los árboles, un vidrio rosado en una fachada negra; ya no había ninguna Francisca, ya nadie existía en ninguna parte.

Francisca se incorporó de un salto; era extraño volver a ser alguien, apenas una mujer, una mujer que se apresura porque la espera un trabajo urgente, y ese momento no era más que un momento de su vida como los otros. Puso la mano sobre el picaporte y se volvió con el corazón en un puño. Era un abandono, una traición. La noche iba a devorar de nuevo la pequeña plaza provinciana; la ventana rosada iluminaría vanamente, no iluminaría a nadie. La dulzura de esta hora iba a perderse para siempre. Tanta dulzura perdida por toda la tierra. Atravesó el patio de butacas y subió por la escalera de madera verde. A esta clase de pesadumbre, ella había renunciado hacía tiempo. Nada era real, salvo su propia vida. Entró en el camerino de Pedro y sacó una botella de whisky del armario, luego subió corriendo hacia su escritorio.

—Esto le devolverá las fuerzas —dijo—. ¿Cómo lo quiere, solo o con agua?

—Solo —dijo Gerbert.

—¿Después será capaz de volver a su casa?

—Empiezo a soportar el whisky —dijo Gerbert con dignidad.

—Empieza —dijo Francisca.

—Cuando sea rico y viva en mi casa, tendré siempre una botella de Vat 69 en el armario —dijo Gerbert.

—Será el fin de su carrera —dijo Francisca. Le miró con una especie de ternura. Él había sacado su pipa del bolsillo y la cargaba con aire aplicado. Era su primera pipa. Todas las noches, después de haber vaciado la botella de beaujolais, colocaba la pipa sobre la mesa y la miraba con un orgullo de niño; fumaba bebiendo un coñac o un orujo. Y luego se iban por las calles, la cabeza un poco ardiente a causa del trabajo del día, del vino y del alcohol. Gerbert caminaba a grandes zancadas, con el mechón negro que le cruzaba el rostro, las manos en los bolsillos. Ahora eso se acababa; le vería a menudo, pero con Pedro y todos los demás; serían de nuevo como dos extraños.

—Usted también, para ser una mujer, soporta bien el whisky —dijo Gerbert en tono imparcial. Examinó a Francisca.

—Pero hoy ha trabajado demasiado. Debería dormir un poco. Si quiere, la despertaré.

—No, prefiero terminar —dijo Francisca.

—¿Tiene hambre? ¿Quiere que vaya a buscar sandwiches?

—Gracias —dijo Francisca. Le sonrió. Él había sido tan atento, tan solícito; cada vez que se sentía descorazonada, le bastaba mirar sus ojos alegres para recobrar la confianza. Hubiera querido encontrar palabras para agradecérselo.

—Es casi una lástima que hayamos terminado —dijo—. Me había acostumbrado a trabajar con usted.

—Pero va a ser todavía más divertido cuando se ponga en escena —dijo Gerbert. Sus ojos brillaron; el alcohol había puesto una llama en sus mejillas.

—Es tan divertido pensar que dentro de tres días todo va a volver a empezar.

Adoro los comienzos de temporada.

—Sí, será divertido —dijo Francisca. Tomó sus papeles. Esos diez días frente a frente, él los veía terminarse sin pena; era natural, ella tampoco lamentaba que llegaran a su fin, no podía pretender que Gerbert sintiera nostalgias solo.

—Este teatro muerto, cada vez que lo atravieso, me estremezco —dijo Gerbert—, es lúgubre. Creí verdaderamente que esta vez permanecería cerrado todo el año.

—De buenas nos hemos librado —dijo Francisca.

—Con tal que dure —dijo Gerbert.

—Durará —dijo Francisca.

Nunca había creído en la guerra; la guerra era como la tuberculosis o los accidentes de ferrocarril; no puede ocurrirme a mí. Esas cosas sólo ocurren a los demás.

—¿Puede imaginarse usted que una verdadera gran desgracia caiga sobre su propia cabeza? Gerbert hizo una mueca.

—¡Oh! Muy fácilmente —dijo.

—Yo no —dijo Francisca. Ni siquiera valía la pena pensarlo. Los peligros de los cuales uno podía defenderse, había que encararlos, pero la guerra no estaba hecha a la medida humana. Si estallase un día, ya nada tendría importancia, ni siquiera vivir o morir.

—Pero no ocurrirá —se repitió Francisca. Se inclinó sobre el manuscrito; la máquina de escribir tableteaba, el cuarto tenía olor a tabaco rubio, a tinta y a noche. Del otro lado de la ventana, la pequeña plaza recoleta dormía bajo el cielo oscuro; por el campo desierto, pasaba un tren. Yo estoy allí. Pero para mí, que estoy allí, la plaza existe y el tren que pasa; París entero y toda la tierra en la penumbra rosada del despacho. Y en este minuto todos los largos años de felicidad.

«La Invitada» de Simone de Beauvoir

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