Resumen del libro:
La impaciencia del corazón, publicada en 1939, es una de las novelas más intensas y conmovedoras de Stefan Zweig, maestro del análisis psicológico y testigo de un mundo en plena transformación. En esta obra, Zweig teje una trama cargada de tensiones emocionales, explorando con minuciosidad los límites entre la compasión, la culpa y el amor. A través de su prosa elegante y su profunda empatía por las contradicciones humanas, Zweig sumerge al lector en un relato que trasciende su época y sigue resonando con una fuerza arrolladora.
La historia se sitúa en la víspera de la Primera Guerra Mundial y tiene como protagonista al joven teniente Anton Hofmiller, quien, por un acto de cortesía social, acepta una invitación al castillo del rico húngaro Lajos von Kekesfalva. Allí conoce a Edith, la hija del magnate, una joven atrapada en una dolorosa parálisis que la mantiene apartada de la vida. Lo que comienza como una amable interacción entre el oficial y la joven enferma se convierte rápidamente en un vínculo complejo cuando Edith interpreta los gestos de Anton como una forma de amor.
Zweig expone magistralmente cómo la compasión de Anton se convierte en una trampa emocional. Movido por un sentido del deber y el miedo a causar daño, el teniente se adentra en una red de malentendidos y omisiones que lo confrontan con su propio egoísmo y con la carga de asumir las emociones de otros. A medida que la relación entre los personajes se enreda, la novela despliega un agudo retrato de la fragilidad humana, donde el deseo de aliviar el sufrimiento puede convertirse en una peligrosa arma de doble filo.
El trasfondo histórico añade profundidad al relato, contrastando la inminente catástrofe global con la tragedia íntima de los personajes. La atmósfera está impregnada de un sentimiento de decadencia y fatalismo que subraya la inevitabilidad de las decisiones erróneas y la incapacidad de escapar del propio carácter. En este sentido, La impaciencia del corazón es también una meditación sobre las limitaciones del altruismo y la difícil frontera entre el deber moral y el deseo personal.
Zweig, conocido por sus biografías y relatos breves, demuestra aquí su maestría narrativa, logrando una novela que no solo atrapa por su trama sino también por la complejidad de sus personajes y la precisión con la que disecciona sus emociones. La obra invita a reflexionar sobre la naturaleza de la piedad, sus motivaciones y sus consecuencias, en un texto que se siente tan relevante hoy como en el momento de su publicación.
Todo empezó por una torpeza, refiere el Mándenle Hofmiller, de la cual, por lo demás, podría excusárseme una gaffe, como dicen los franceses Luego vino el deseo de reparar esta gaffe; pero cuando se quiere volver a colocar con demasiada rapidez una rueda en un reloj, por lo regular se acaba por estropear el mecanismo. Hoy mismo, al cabo de los años, no llego a determinar el límite donde terminó mi torpeza y donde empezó mi falta. Es probable que no lo sepa nunca.
Tenía en aquella época veinticinco años y era teniente en el X Regimiento de Ulanos. No voy a pretender haber tenido nunca verdadera vocación. Pero cuando en casa de un funcionario de la vieja Austria hay dos niñas y cuatro muchachos hambrientas en derredor de una mesa pobremente abastecida, no se tiene lugar para interrogar a los hijos acerca de sus gustos: se les sacrifica a las necesidades de la familia. A mi hermano Ulrico, que ya se había estropeado la vista en la escuela comunal a fuerza de estudiar, se le mandó al seminario. En cuanto a mí, debí a mi constitución robusta el ser dirigido a la escuela de cadetes. Desde allí, el hilo de la vida se desarrolla automáticamente y sin esfuerzo. El Estado se ocupa de todo. En pocos años, sin que le cueste a uno nada y según un modelo preparado de antemano, de un pálido adolescente hace un alférez de barba incipiente, que entrega al Ejército a punto de servir. Un buen día, que era el del cumpleaños del emperador —yo no había cumplido aún los dieciocho—, fui pasado en revista y poco después me cosieron una estrella en el cuello. Ya había franqueado la primera etapa, y en adelante todo el ciclo de los ascensos podía proseguirse mecánicamente, con las pausas indispensables, hasta llegar a la pensión y a la gota. De igual modo, servir en Caballería, el arma más noble y también la más costosa, no había sido nunca deseo mío personal, sino de mi tía Daisy, que se había casado en segundas nupcias con el hermano mayor de mi padre en el preciso momento en que acababa de dejar el Ministerio de Hacienda por el cargo más lucrativo de director de un Banco. A la vez rica y esnob, no podía admitir que un Hofmiller avergonzase a la familia sirviendo en Infantería. Y como la buena señora apoyaba esta manía con un subsidio de cien coronas mensuales, aún tenía que demostrarle en toda ocasión mi agradecimiento. En cuanto a saber si me gustaba o no servir en Caballería o incluso seguir la carrera de oficial, esto no se lo había preguntado nunca a nadie, y yo menos aún que los demás. En el momento que estaba montado a caballo me encontraba bien y no pedía más.
En el mes de noviembre de 1913, a consecuencia de una orden que llegó de improviso, procedente de una oficina cualquiera, nuestro escuadrón dejó Jaroslau para ir de guarnición a una pequeña ciudad de la frontera húngara. Poco importa su nombre, porque dos botones en el mismo uniforme no pueden parecerse más que una guarnición austríaca de provincia a otra. En una como en otra, los mismos edificios, dispuestos de igual modo: un cuartel, un picadero, un terreno de ejercicios, un casino para los oficiales, sin contar tres hoteles, dos cafés, una pastelería, una taberna y un music-hall de tercer orden con algunas canzonetistas ajamonadas, cuya ocupación principal, fuera de sus horas de trabajo, consiste en repartirse con la mayor amabilidad entre oficiales y voluntarios de un año. En ambas partes, la vida de guarnición significa la misma actividad monótona, dividida hora por hora por el mismo reglamento frío y varias veces secular, sin gran variedad en las diversiones. En el comedor de los oficiales, las mismas caras y las mismas conversaciones; en el café, las mismas partidas de naipes y el mismo billar. A veces nos sorprende que Dios se haya molestado en colocar un cielo diferente encima de los siete u ochocientos tejados de estas ciudades y en encuadrarlas con paisajes diferentes.
A decir verdad, mi nueva guarnición ofrecía una ventaja con relación a la de Galitzia: era estación de expreso y se encontraba, por una parte, cerca de Viena, y, por la otra, no muy lejos de Budapest. Los que entre nosotros disponían de dinero —y ya se sabe que en Caballería sirven jóvenes muy ricos, sobre todo los voluntarios de un año, procedentes de la alta aristocracia y de los medios de la gran industria— obrando diestramente, podían ir a Viena en el tren de los cinco de la tarde y volver en el de las dos y media de la mañana, lo cual les había permitido ir al teatro, deambular por el Ring e ir en busca de aventuras. Algunos entre los más acaudalados, incluso poseían en Viena un alojamiento o un piso de soltero. Pero tales escapatorias sobrepasaban las posibilidades de mi presupuesto. No me quedaba, pues, más distracción que el café o la pastelería, y, como quiera que las partidas de naipes eran demasiado costosas para mí, tenía que conformarme muy a menudo con el billar o con el ajedrez.
Así es que una tarde —creo que era a mediados de mayo de 1914— estaba sentado en la pastelería frente a un compañero de ocasión, el propietario de la farmacia «El ángel de oro» y viceburgomaestre de la ciudad. Habíamos terminado hacía mucho rato nuestras tres partidas y seguíamos pronunciando una palabra ahora y otra luego, tan sólo por pereza de levantarnos. ¿Dónde íbamos a ir? Pero la conversación ya iba extinguiéndose, lo mismo que un cigarrillo completamente consumido. De pronto se abre la puerta y, con un soplo de aire fresco, entra una joven encantadora, de ojos pardos y rasgados, tez mate, vestida coquetamente, sin nada de provinciana, y, esto es lo más importante, una cara nueva en aquella horrible monotonía, Desgraciadamente la preciosa ninfa no nos presta la menor atención; viva y altanera, con paso enérgico y deportivo pasa ante nuestros nueve veladores de mármol y se dirige directamente a la caja donde encarga una docena de pasteles, tartas y licores. La manera obsequiosa con que el señor Grossmaier, dueño de la pastelería, se inclina ante ella, llama en seguida mi atención. Aún no había visto nunca la costura de la espalda de su traje tan estirada. Hasta su misma mujer, la imponente Juno provinciana, que de ordinario acoge con negligencia los saludos de los oficiales (ocurre frecuentemente que se le deben pequeñas cantidades hasta fin de mes), se levanta de su asiento y se confunde en amabilidades. Mientras el pastelero anota el encargo la hermosa criatura gusta negligentemente algunas golosinas y traba conversación con la señora Grossmaier. Pero para nosotros, que estiramos el cuello con indiscreción, ni la gracia de una sola mirada. Desde luego, no carga su fina mano con el menor paquete. Se le mandará todo, como se lo asegura con sumisión la pastelera. Y no piensa en absoluto, como los demás mortales, en pagar al contado. Hemos comprendido: ¡clientela distinguida…!
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