Resumen del libro:
La imagen, publicada originalmente en 1956 bajo el seudónimo de Jean de Berg, es una de las obras más evocadoras y enigmáticas de la literatura erótica francesa. Su atmósfera cargada de simbolismo y su lenguaje contenido pero profundamente visual convierten el relato en una exploración de los límites del deseo y la sumisión. Inspirado en la célebre Historia de O, el libro se inscribe en la tradición de la literatura erótica refinada, donde el placer y el dolor se entrelazan en un juego de poder y entrega.
La historia se desarrolla en un universo cerrado, casi ritualista, en el que la protagonista se convierte en un objeto de contemplación y dominio. Dos mujeres protagonizan esta relación: una ofrece su cuerpo como un acto de entrega absoluta, mientras que la otra asume el papel de guía y dominadora. En este juego de espejos, el deseo se fragmenta y se reconstruye en una dinámica donde los roles se redefinen constantemente. Un tercer personaje, un hombre, actúa más como un testigo o sacerdote de este culto erótico, evidenciando la naturaleza casi sagrada del vínculo entre las protagonistas.
Jean de Berg, nombre detrás del cual se oculta una figura central de la literatura francesa, logra construir un relato donde el erotismo se expresa con una precisión quirúrgica. Su prosa es sobria, sin excesos innecesarios, pero con una fuerza evocadora que transporta al lector a un universo de sensaciones e imágenes que rozan lo pictórico. La mirada de Berg no es la del voyeur casual, sino la del observador fascinado por los matices del placer y la dominación.
El libro, más que un simple relato erótico, es una meditación sobre la entrega, el poder y la identidad. Como bien señala Pauline Réage en el prólogo, la historia refleja las dos caras del deseo femenino: aquella que se ofrece y aquella que impone, un desdoblamiento que transforma la sumisión en una forma de afirmación. Con una puesta en escena casi hierática, La imagen es un libro que atrapa por su estética cuidada y su profundidad psicológica, dejando al lector en un estado de fascinación y desconcierto.
Prólogo
¿Quién es Jean de Berg? Ahora me toca a mi jugar a las adivinanzas. Eso si, no creo que el autor de este breve libro sea un hombre. Se muestra demasiado partidario de las mujeres.
Y, sin embargo, por lo general son los hombres los que inician a sus amiguitas en los placeres de las cadenas y el látigo, en la humillación y las torturas… Pero no saben lo que hacen.
Ellos, los muy ingenuos, piensan que así satisfacen su orgullo, su sed de poder, o bien que ejercen una presunta superioridad ancestral. Para colmo, nuestros intelectuales les contestan fieramente que la mujer es libre, que es igual al hombre, que ya no está dispuesta a dejarse sojuzgar…
¡Y justamente de esto se trata!
Un amante medianamente sutil, percibe al instante su desprecio: él es el amo, sí, pero sólo en la medida que su compañera lo quiera. Nunca como en este caso las relaciones entre amo y esclavo ilustraron tan bien las reciprocidades de la dialéctica. Nunca fue tan necesaria la complicidad entre víctima y verdugo. Aunque esté encadenada, de rodillas y suplicando, ella es la que manda.
¡Y bien que lo sabe! Su poder aumenta conforme a su aparente caída. Una sola mirada le basta para interrumpirlo todo; un solo movimiento, y todo se desmorona como si fuese polvo.
Una vez establecido el acuerdo, al precio de esta doble lucidez, el juego sigue su marcha. Pero ha cambiado de significación: el omnipotente esclavo que se arrastra a los pies del sacrificador, ha pasado a ser el dios. El hombre ya no es sino el frágil sacerdote que teme cometer una imprudencia. Su mano sirve tan sólo para ejecutar el ceremonial en torno al objeto sagrado. ¡Si pierde su gracia, todo se viene abajo!
Esto explica las posturas hieráticas y faltas de movimiento que pueblan este relato, así como sus ritos, sus decorados de capilla y el fetichismo de sus objetos. Las fotografías, morosamente descritas, no son otra cosa que imágenes pías, las etapas de un nuevo via crucis.
Como toda historia de amor, esta ocurre entre dos personas. Pero una de las dos comienza por desdoblarse: la que ofrece y la que impone. ¿No estamos en presencia de las dos caras de nuestro extraño sexo que se brinda al prójimo, pero sólo tiene conciencia de su propia realidad?
Si, es una ingenuidad de los hombres pretender que se los adore cuando al fin de cuentas no son casi nada. Con ellos, la mujer no adora sino ese cuerpo dislocado, alternativamente acariciado y mortificado, abierto a todas las vergüenzas, pero suyo sin discusión. En este asunto, el hombre queda aparte: es el fiel que aspira en vano a fundirse con su dios.
La mujer, en cambio, aunque desempeña también su papel de fiel y tiene asimismo esa mirada ansiosa (sobre sí), conserva su carácter de objeto mirado, violado, inmolado sin pausa y siempre renaciente, cuyo goce consiste, por un sutil juego de espejos, en contemplar su propia imagen.
Pauline Réage