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La horrible lengua alemana

Resumen del libro:

Mark Twain fue uno de los tantos entusiastas que en el camino de su aprendizaje sufrieron con la dureza del alemán. Como escritor, con una gran sensibilidad lingüística, se enfrentó a la incómoda verdad de que había cosas que no entendía y, frustrado, concluyó que la culpa debía ser de la lengua y de su gramática incomprensible. Este libro contiene, además del ensayo homónimo, dos discursos en los que Twain profundiza sus apreciaciones lingüísticas: uno dado en Viena en 1897 ante personalidades de la cultura austriaca, como Gustav Mahler y Carl Gustav Jung; y otro donde mezcla alemán e inglés para ironizar con la complejidad y diferencias de ambas lenguas, al mismo tiempo que alaba lo que él mismo llamó «el idioma de los cuentos de hadas».

UN YANQUI EN EL LABERINTO ALEMÁN

POR RENÉ OLIVARES JARA

«Soy tan sólo el amigo más fiel de la lengua alemana».
Mark Twain

Hay idiomas difíciles, sin duda. Y el alemán tiene fama de serlo. «La vida es demasiado corta para aprender alemán», se supone que dijo alguna vez Richard Porson (1759-1808), quien aún siendo uno de los mayores expertos de su época en griego antiguo parece que claudicó ante el idioma germano. Más allá de la veracidad de esta cita, lo que refleja es una idea muy arraigada respecto a la lengua alemana. Son muchos los que han comenzado entusiasmados a aprenderla y desertan al poco andar, impactados por combinaciones exóticas de consonantes, palabras kilométricas, verbos separables, frases sin fin y con el verbo al final, tres géneros gramaticales repartidos al parecer sin lógica, ocho formas de hacer un plural y, por supuesto, los «casos» y sus declinaciones.

Mark Twain fue uno de los tantos entusiastas que en el camino de su aprendizaje sufrieron pronto la dureza de la gramática alemana. Como muchos de los que aprendimos alemán en base a libros y profesores y no como lengua materna, también él experimentó la desazón de la sinrazón aparente de este idioma. Esta experiencia quedó plasmada en La horrible lengua alemana. Según el académico Manfred Pfister «es un texto exquisito, uno de los mejores textos que se han escrito jamás sobre el aprendizaje de un idioma extranjero». Sin embargo, agreguemos, es el registro de la frustración de una inteligencia que se enfrenta a sus propios límites. Uno de los mejores escritores de Estados Unidos, reconocido a nivel mundial y, como todo gran escritor, con una gran sensibilidad lingüística, se enfrenta a la incómoda verdad de que hay cosas que no entiende y que, en un giro normal de la frustración, la culpa debe ser de la lengua y de su gramática incomprensible. De este modo, este texto puede ser visto como el desarrollo de un refrán popular en Alemania: «Deutsche Sprache, schwere Sprache». (Idioma alemán, idioma difícil). Según a quién se le consulte en ese país, aquello podrá ser motivo de orgullo nacional o sentido como una crítica injusta hacia una lengua que, después de todo, hablan millones de personas con éxito todos los días. Pero detrás de esta queja sin duda existe una complejidad mayor. Como comenta Norbert Hedderich, La horrible lengua alemana«(…) refleja los extremos del contacto de Twain con el alemán, la fuerte admiración, por un lado; la severa frustración, por el otro». Por lo mismo, entender este texto como el mero reflejo de una experiencia desafortunada es sin duda superficial. La horrible lengua alemana manifiesta en el fondo una alabanza contenida a lo que el mismo Twain llama «el idioma de los cuentos de hadas». Muy a contracorriente de lo que se piensa comúnmente sobre esta lengua, su dureza en el sonido, asociado a la falta de emociones y especialmente al militarismo y al nazismo, el escritor norteamericano —que nada supo de eso— admiraba lo afectiva que podía ser. En uno de sus pasajes nos comenta: «Hay canciones alemanas que pueden hacer llorar a un extraño al idioma».

Pese a las quejas y a las bromas exageradas, el autor de Las aventuras de Tom Sawyer no se queda en la mera crítica. En su análisis de la lengua alemana expondrá la diversidad de la expresión de este idioma, sus limitaciones, pero también sus posibilidades. Y si se tiene en cuenta su biografía, se entenderá que la relación con la lengua alemana es de sincero interés. Por eso no debiera llamar la atención que, pese a las muchas críticas, persistiera en aprenderla.

Un comienzo irregular

Samuel Langhorne Clemens (1835-1910), quien después será conocido como Mark Twain, tuvo un contacto muy temprano con el idioma alemán. Él nació y creció en Missouri, uno de los estados norteamericanos que más inmigrantes de zonas germanoparlantes recibió durante el siglo XIX. Estos llegaron motivados principalmente por la muy positiva imagen del lugar —demasiado, según algunos— que Gottfried Duden (1789-1856) retrató en su texto Bericht ueber eine Reise nach den westlichen Staaten Nordamerikas (Informe sobre un viaje a los Estados del oeste de Norteamérica, 1829). Este circuló masivamente por distintos estados alemanes y fomentó la creación de compañías colonizadoras que pronto llenaron el paisaje urbano y natural norteamericano, con nombres que les recordaban a aquellos lejanos lugares teutones o auguraban un nuevo comienzo, sitios en los que se reproducía en una nueva tierra el mundo que se dejaba atrás. Así, por ejemplo, en la ciudad de St. Louis surgen los barrios de New Bremen y Baden, y un sector del río Mississippi fue llamado Rhineland, por su parecido a la región del Rin alemán.

Hermann es un caso emblemático respecto a la mantención de la cultura alemana en suelo estadounidense. Esta ciudad fue fundada en 1837 por la Deutsche Ansiedlungs-Gesellschaft (Sociedad Alemana de Colonización) con la idea de perpetuar en suelo americano las tradiciones alemanas. El mismo nombre busca hacer ese puente, al no evocar un lugar, sino a una persona emblemática en la fundación de una identidad alemana, Hermann (Arminio en español), líder germano que derrotó a los romanos en la batalla de Teutoburgo (9 d. C.). En muchas de las ciudades fundadas por alemanes había también una idea de renacimiento, de una vida mejor y, muchas veces, incluso de un proyecto utópico o de reformas sociales. Por ejemplo, en Bethel, muy cerca de Hannibal, en donde Twain vivió en su infancia, el pastor protestante alemán William Keil (1812-1877) fundó una colonia en la que bajo preceptos religiosos, se buscaba realizar la utopía de una vida en comunidad.

La promesa de un nuevo comienzo fue tan atrayente para los alemanes, que ya en 1834, un año antes de que naciera Samuel Clemens, más del 50% de la población de una gran región del actual estado de Missouri eran alemanes y cuando trabajó como impresor en St. Louis en 1853, un 30% de la población de esa ciudad eran de ese origen. Alemania se había trasladado con su gente y sus costumbres a América. Y también su idioma. Como se aprecia, Clemens vivía inmerso en un mundo en el que el contacto con la cultura alemana era algo cotidiano. Los nuevos ciudadanos estadounidenses continuaron utilizando el alemán como medio de comunicación en su vida diaria, incluso en medios escritos, situación que será común no sólo en los Estados Unidos, sino también en las colonias alemanas en Latinoamérica. Uno de esos periódicos inflamó profundamente la curiosidad del niño Samuel Clemens. Al no poder descifrar lo que ahí decía en un idioma distinto y con una tipografía «Fraktur, —le preguntó intrigado al señor Kooneman, el panadero de su barrio, qué es lo que ahí decía—: Drei Reisende fanden einen Schatz». («Tres viajeros encontraron un tesoro»). Ese primer cuento de hadas en una lengua extraña sin duda estimuló la imaginación de quien sería conocido más tarde como Mark Twain, pues ya muchos años después recordaba ese pasaje de su vida con mucho detalle.

Sin embargo, el mero contacto no bastaba. Hacía falta aprender conscientemente el idioma. El primer intento ocurrió cuando tenía 15 años. Tomó como profesor a un zapatero alemán, que sabía poco inglés, haciendo muy difícil la comunicación entre ambos. Más tarde retomaría su estudio entre 1855 y 1856 cuando conoció a otro alemán, al que enseñaba música. En ambos casos el aprendizaje debió ser más bien informal y, por lo mismo, sin mucha continuidad. Pasaron algunos años y en 1860 decidió ir a una escuela de idiomas para aprender, además de alemán, francés e italiano. Sin embargo, como lo indica John T. Krumpelmann, «estos esfuerzos tempranos no produjeron resultados aparentes». Ya después de dos o tres lecciones Clemens abandonó las clases de alemán para dedicarse «por ahora» al francés. No será sino hasta años después que, ya siendo un autor reconocido, retomará su interés por el idioma germánico. En 1874 llegó a la casa de la familia Clemens una criada de origen alemán. Con ella, la familia completa comenzó a interesarse en esta lengua al punto de planificar un viaje a Europa, pensando especialmente en Alemania y Suiza. Con este viaje en perspectiva es que las «clases» se intensificaron a comienzos de 1878. Al parecer, Mark Twain adquirió mucho conocimiento de este idioma en muy poco tiempo. El entusiasmo de este progreso queda patente en la carta que poco después de su llegada a Alemania le envía a Bayard Taylor (1825-1878), escritor y diplomático que había traducido el Fausto de Goethe (1870) y que había sido nombrado recientemente embajador de Estados Unidos en Berlín: «Ich habe das Deutsche Sprache gelernt und bin ein glücklicher kind, you bet». («He aprendido la lengua alemana y soy un chico feliz, puedes apostarlo»). Aunque con errores gramaticales. Pronto surge un choque con la realidad. No siempre lo aprendido es suficiente para desenvolverse en el mundo alemán y la frustración aparece con rapidez. El 2 de junio de aquel año le escribe a David Gray, un amigo de Buffalo: «Quería estudiar alemán y aprender a hablar, pero debo dejarlo. No puedo permitirme el tiempo». Ya en diciembre le escribe a Bayard Taylor sobre sus estudios de alemán: «No le robaría su comida o sus ropas o su paraguas, pero si encuentro su alemán afuera, lo tomaría. Pero no estudio más. Lo he dejado».

Las tensiones entre las ganas de aprender el idioma y las dificultades que le acarreaban son la fuente desde donde brotan algunos de los textos que posteriormente serán publicados como apéndice de su libro de viajes A Tramp Abroad, entre ellos, La horrible lengua alemana. Hablante de un idioma (casi) sin distinción de géneros, sin declinaciones y con verbos simplificados en su conjugación, es natural que encuentre especialmente extrañas e ilógicas ciertas características del alemán. Las quejas se refieren especialmente a las declinaciones, las cláusulas o frases explicativas, los verbos separables, los tres géneros gramaticales, la connotación del sonido de los términos y la excesiva longitud que pueden alcanzar las palabras compuestas en este idioma. Sin duda hay elementos que rescata, y él mismo los señala, pero ante la extensión y profundidad de sus reclamos, pareciera que estamos en la antesala de la renuncia. El hastío parece invadirlo todo y no nos extrañaría que dejara sus estudios de lado pensando que, efectivamente, la vida es demasiado corta para aprender alemán. Y sin embargo, eso no ocurriría.

La horrible lengua alemana – Mark Twain

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