Resumen del libro:
Publicada en 1924, La hija del Rey del País de los Elfos, nos narra la inolvidable historia de amor entre la princesa de los elfos, Lirazel, y el futuro rey de los hombres de Erl, Álveric, un amor que debe cruzar los abismos del tiempo, de la mortalidad y la inmortalidad. Escrita con ese estilo poético y evocador propio de Lord Dunsany, la novela ofrece al lector espadas mágicas creadas a partir de meteoritos, la caza de unicornios que cruzan la frontera entre los mundos, búsquedas de lo maravilloso por infinitas tierras baldías? Una de las obras maestras del género fantástico, cuyo autor ha tenido gran influencia en Tolkien o Lovecraft.
El plan del Parlamento de Erl
En sus rojizas chaquetas de cuero, que les llegaban a las rodillas, los hombres de Erl se presentaron ante su señor, el augusto hombre de pelo cano en lo profundo de su estancia roja inclinado en la silla tallada, escuchó lo que el portavoz tenía que decir.
Y así habló el portavoz:
—Durante setecientos años los jefes, de vuestra raza nos han gobernado bien; y sus hazañas quedaron registradas por los trovadores menores, que viven todavía de sus cancioncillas tintineantes. Pero las generaciones se suceden y nada hay de nuevo.
—¿Qué queréis? —preguntó el señor.
—Queremos ser gobernados por un señor dotado de magia —dijeron.
—Así sea —dijo el señor—. Quinientos años han transcurrido desde que mi pueblo habla de este modo en parlamento, y siempre será lo que vuestro parlamento diga. Habéis hablado. Así sea.
Y levantó la mano y los bendijo, y ellos partieron. Volvieron a sus antiguas tareas, a ajustar la herradura al casco de los caballos, a trabajar el cuero, a cuidar las flores, a satisfacer las duras necesidades de la tierra; seguían antiguos usos y estaban a la busca de algo nuevo. Pero el viejo señor envió un mensaje a su hijo mayor rogándole que fuera a su presencia.
Y sin demora el joven se presentó ante él, en esa misma silla tallada de la que no se había movido, donde la luz, ya avanzada la tarde, entraba desde las altas ventanas y mostraba los ojos envejecidos que miraban el futuro a lo lejos, más allá del tiempo del viejo señor. Y allí sentado, le dio al hijo su mandato.
—Ve —le dijo— antes de que estos mis días lleguen a su fin y, por tanto, ve de prisa desde aquí hacia el este, más allá de los campos que conocemos, hasta que veas las tierras que con toda evidencia pertenecen a las hadas; y cruza su linde, que está hecha de crepúsculo, y dirígete al palacio del que sólo puede hablarse en canto.
—Es lejos de aquí —dijo el joven Alveric.
—Sí —respondió él—, es lejos.
—¿Qué mandáis que haga —preguntó el hijo— al llegar a ese palacio?
Y su padre dijo:
—Que te cases con la hija del Rey del País de los Elfos.
El hijo pensó en su belleza y en la corona de hielo que llevaba, en la dulzura que las runas fabulosas le atribulan. Cantos se le cantaban en las colinas salvajes donde crecen minúsculas fresas, y si se buscaba al cantor, no era posible encontrarlo. A veces sólo su nombre se cantaba gentilmente, una y otra vez. Su nombre era Lirazel.
Era una princesa de linaje, fabuloso. Los dioses habían enviado a sus sombras a su bautismo, y también las hadas habrían asistido, pero se asustaron al ver en sus campos cubiertos de rocío a las largas sombras oscuras de los dioses que avanzaban, de modo que se quedaran escondidas juntas en las pálidas anémonas rosadas, y desde allí bendijeron a Lirazel.
—Mi pueblo exige que lo gobierne un señor dotado de magia. Han adoptado una decisión necia —dijo el viejo señor—, y sólo los Oscuros que no muestran su cara conocen cuáles serán las consecuencias; pero nosotros, que no vemos, seguimos la antigua costumbre y hacemos lo que dice nuestro pueblo en el parlamento. Puede que algún espíritu sabio que ellos no conocen los salve todavía. Ve con la cara vuelta hacia esa luz que llega del país de las hadas y que débilmente ilumina el crepúsculo desde la caída de la tarde y las primeras estrellas, y ella te guiará hasta que llegues a la frontera y hayas dejado atrás los campos que conocemos.
Luego se desprendió una correa y una faja de cuero y le dio al hijo su enorme espada, diciéndole:
—Esto, que nos viene de familia a través de las edades hasta el día de hoy, te protegerá por cierto siempre en tu viaje, aun, cuando vayas más allá de los campos que conocemos.
Y el joven la recibió, aunque sabía que semejante espada de nada le valdría.
Cerca del Castillo de Erl vivía una bruja solitaria en un terreno elevado no lejos del trueno, que merodeaba en verano por las colinas. Allí vivía sola en una estrecha cabaña de paja, y rondaba sin compañía alguna en busca de piedras de rayo. Con éstas, que ninguna fuerza terrestre había forjado, podían fabricarse, con la ayuda de las runas adecuadas, armas capaces de desviar peligros de otro mundo.
Y sola merodeaba esta bruja en ciertos momentos de la primavera, adoptando la forma de una joven bella que canta entre las altas flores de los jardines de Erl. Iba a la hora en que las esfinges pasan por primera vez de campana en campana. Y entre los pocos que la habían visto, se contaba este hijo del Señor de Erl. Y aunque era una calamidad amarla, aunque hacerlo apartaba los pensamientos de los hombres de toda cosa verdadera, la belleza de la forma que no le pertenecía atrajo la mirada del joven que la contempló con los profundos ojos de su juventud hasta que —si la movió la piedad o el halago ¿qué mortal lo sabe?— perdonó a aquél cuyas artes podían haber destruido y, transformándose instantáneamente allí, en aquel jardín se le reveló en su verdadera forma de bruja espantable. Y aun entonces sus ojos por un instante no la abandonaron y en los momentos en que su mirada se demoró todavía en esa forma marchita que ronda la malva real, ganó la gratitud que no puede comprarse, ni ganarse con encantamientos que los cristianos conozcan. Y ella le había hecho señas y él la había seguido, y supo por ella en su colina frecuentada por el trueno que en el día de necesidad una espada podría forjarse con metales no nacidos de la Tierra y runas que desviarían por cierto cualquier estocada de espada terrestre y, con la excepción de tres runas dominantes, desbaratarían las armas del País de los Elfos.
Al coger la espada de su padre, el joven recordó a la bruja. Apenas había oscurecido en el valle cuando abandonó el Castillo de Erl, y tan de prisa ascendió la colina de la bruja, que una desmayada luz se demoraba todavía en los brezales más altos cuando se acercó a la cabaña de aquélla que buscaba, y la encontró quemando huesos en una hoguera al descampado. Le dijo entonces que el día de su necesidad había llegado. Y ella le pidió que buscara piedras de rayo en él huerto, en la blanda tierra bajo las coles.
Y allí, con ojos que a cada instante veían más turbio y dedos que se acostumbraban a la curiosa superficie de las piedras de rayo, encontró antes de que la oscuridad se cerrara sobre él, diecisiete; y las guardó en un pañuelo de seda y se las llevó a la bruja.
Sobre la hierba, junto a ella, puso esos forasteros de la Tierra. Desde maravillosos espacios llegaban al huerto mágico, apartados por el trueno de un camino que nosotros no podemos recorrer; y aunque de por sí no contenían magia, se adaptaban a cargar la que las runas podían conceder. Ella dejó a un lado el fémur de un materialista, y se volvió sobre esos vagabundos tormentosos. Los dispuso en una línea recta junto a la hoguera. Y sobre ellos dispersó los leños ardientes y los rescoldos, alisándolos con el bastón de ébano que es el cetro de las brujas, hasta que hubo sepultado profundamente esos diecisiete primos de la Tierra que nos habían visitado desde su hogar etéreo. Retrocedió un paso de la hoguera, extendió las manos y de pronto la echó a volar con una runa terrible. Las llamas se elevaron con asombro, y lo que no había sido sino un fuego solitario en la noche, con no más misterio que el que exhiben fuegos semejantes; flameó repentinamente para convertirse en algo que los peregrinos temen.
…