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La hija del capitán

Portada del libro La hija del capitán, de Aleksandr Pushkin

Resumen del libro:

“La hija del capitán” es una novela corta escrita por Aleksandr Pushkin, publicada por primera vez en 1836. La historia está ambientada en la Rusia del siglo XVIII y sigue la vida de Piotr Grinyov, un joven que se une al ejército del zar para buscar aventuras y ganar fortuna.

Durante su servicio militar, Piotr conoce a Masha, la hermosa hija del capitán, y se enamora de ella. Sin embargo, su romance se ve interrumpido por la revuelta campesina liderada por Pugachov, que amenaza con destruir todo lo que Piotr ha construido.

En medio del caos y la incertidumbre, Piotr debe luchar por su vida y su amor mientras se enfrenta a una serie de peligros y adversidades. Al final, Piotr y Masha logran reunirse, pero su felicidad se ve ensombrecida por las terribles consecuencias de la revuelta.

“La hija del capitán” es considerada una de las obras más importantes de la literatura rusa y ha sido adaptada a diversas formas, incluyendo óperas y películas. La novela destaca por su estilo fluido y elegante, así como por su capacidad para capturar la esencia de la vida en la Rusia del siglo XVIII.

CAPITULO I

El sargento de la guardia
Si perteneciera a la guardia, pronto sería capitán.
«Pero no ha de ser así; no serviré en el ejército».
No es difícil imaginar las penalidades que me esperan.
—¿Y de quién es hijo?

KNIAZHMIN

Mi padre, Andréi Petróvich Griniov, de joven sirvió con el conde Münich y se jubiló en el año 17… con el grado de teniente coronel. Desde entonces vivió en su aldea de la provincia de Simbirsk, donde se casó con la joven Avdotia Vasílevna, hija de un indigente noble de aquella región. Tuvieron nueve hijos. Todos mis hermanos murieron de pequeños. Me inscribieron de sargento en el regimiento Semionovski gracias al teniente de la guardia, el príncipe B., pariente cercano nuestro, pero disfruté de permiso hasta el fin de mis estudios. En aquellos tiempos no nos educaban como ahora. A los cinco años fui confiado a Savélich, nuestro caballerizo, al que hicieron díadka mío porque era abstemio. Bajo su tutela hacia los doce años aprendí a leer y escribir en ruso y a apreciar, muy bien instruido sobre ello, las cualidades de un lebrel, Entonces mi padre contrató para mí a un francés, monsieur Beaupré, que fue traído de Moscú con la provisión anual de vino y de aceite de girasol. Su llegada no gustó nada a Savélich. «Gracias a Dios —gruñía éste para sus adentros—, parece que el niño está limpio, peinado y bien alimentado. ¿Para qué gastar dinero y traer a un moussié, como si los señores no tuvieran bastante gente suya?».

En su patria Beaupré había sido peluquero. Luego fue soldado en Prusia y después llegó a Rusia pour étre «Outchitel, pero sin comprender bien el significado de esta palabra. Era un buen hombre, aunque frívolo y ligero de cascos en extremo. Su debilidad principal era su pasión por el bello sexo; no pocas veces sus efusiones le valían golpes que le hacían quejarse días enteros. Además, no era (según su propia expresión) «enemigo de la botella», es decir (hablando en ruso), le gustaba beber más de la cuenta. Pero, en vista de que en casa el vino se servía sólo en la comida y no más de una copa, y generalmente se olvidaban del preceptor, mi Beaupré no tardó en acostumbrarse al licor ruso, y hasta llegó a preferirlo a los vinos de su país, por ser aquél mucho más sano para el estómago. En seguida hicimos buenas migas y, aunque según el contrato tenía que enseñarme «francés, alemán y todas las ciencias», prefirió que yo le enseñara a chapurrear el ruso y luego cada uno se dedicó a sus cosas. Vivíamos en amor y compañía. Yo no deseaba otro mentor. Pero pronto nos separó el destino, y fue por lo siguiente: Un día la lavandera Palashka, una moza gorda y picada de viruelas, y Akulka, la tuerta que cuidaba de las vacas, se pusieron de acuerdo y se arrojaron a los pies de mi madre confesando su vergonzosa debilidad y quejándose entre sollozos del moussié, que había abusado de su inocencia. A mi madre no le gustaban esas cosas, por lo que se quejó a mi padre. Él hacía justicia rápidamente. En seguida mandó llamar al granuja francés. Le dijeron que moussié estaba dándome una clase. Entonces mi padre se dirigió a mi habitación. A todo esto, Beaupré estaba durmiendo en la cama con el sueño de la inocencia. Yo estaba muy ocupado. Es de saber que habían adquirido para mí, en Moscú, un mapa geográfico. Estaba colgado en la pared sin ninguna utilidad y hacía tiempo que me tentaba con su tamaño y buena calidad del papel. Decidí fabricar una cometa y, aprovechando el sueño de Beaupré, puse manos a la obra. Mi padre entró precisamente en el momento en que yo estaba pegando una cola de estropajo al cabo de Buena Esperanza. Al ver mis ejercicios de geografía, mi padre me tiró de una oreja; luego se acercó corriendo a Beaupré, le despertó con bastante poco miramiento y le reprochó su descuido. Beaupré, confundido, quiso incorporarse, pero no pudo; el pobre francés estaba completamente borracho. Era demasiado. Mi padre le levantó de la cama por las solapas, le echó de la habitación a empujones y aquel mismo día le despidió, con gran satisfacción de Savélich. Así terminó mi educación.

Yo hacía vida de niño, persiguiendo las palomas y jugando al paso con los hijos de nuestros criados. Entre tanto cumplí dieciséis años, y entonces cambió mi destino.

Un día de otoño mi madre estaba haciendo dulce de miel en el comedor y yo, relamiéndome, miraba la espuma que se levantaba. Mi padre, junto a la ventana, leía el «Almanaque de la Corte», que recibía todos los años. Este libro ejercía sobre él una gran influencia; nunca lo leía sin un interés especial y su lectura le producía un fuerte acceso de bilis. Mi madre, que conocía de memoria sus manías y costumbres, siempre trataba de meter el desdichado libro lo más lejos posible y, gracias a ello, a veces el «Almanaque de la Corte» no caía en sus manos durante meses enteros. Pero, cuando, por casualidad, lo encontraba, ya no lo soltaba durante horas y horas.

Como decía, mi padre estaba leyendo el «Almanaque de la Corte» encogiéndose de hombros de vez en cuando y repitiendo a media voz: «¡Teniente general! ¡Era sargento en mi compañía!… ¡Caballero de ambas órdenes rusas!… Parece que fue ayer cuando nosotros dos…». Por fin mi padre tiró el «Almanaque» al sofá y se quedó absorto en un pensamiento profundo que no presagiaba nada bueno.

De pronto se dirigió a mi madre:

—Avdotia Vasílevna, ¿cuántos años tiene Petrusha?

—Ya ha cumplido dieciséis —contestó mi madre—. Petrusha nació el mismo año en que la tía Nastasia Guerásimovna se quedó tuerta y, además…

—Bueno —interrumpió mi padre—, ya es hora de que empiece su servicio. Ya está bien de correr por los cuartos de las criadas y de subirse a los palomares.

La idea de una próxima separación sorprendió tanto a mi madre, que dejó caer la cuchara en la cacerola y le corrieron lágrimas por la cara. En cambio, sería difícil describir mi entusiasmo. La idea del servicio iba unida para mí a la idea de la libertad y de los placeres de la vida de Petersburgo. Ya me veía oficial de la guardia, lo cual me parecía el máximo de la felicidad humana.

A mi padre no le gustaba cambiar de intención ni aplazar su cumplimiento. Quedó decidido el día de mi partida. La víspera, mi padre anunció que pensaba darme una carta para mi futuro jefe y pidió papel y pluma.

—No te olvides, Andréi Petróvich —dijo mi madre— de saludar de mi parte al príncipe B., y dile que no deje a Petrusha sin protección.

—¡Qué tontería! —contestó mí padre frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué crees que voy a escribir al príncipe B?

—¿No habías dicho que ibas a escribir al jefe de Petrusha?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que el jefe de Petrusha es el príncipe B: Petrusha está inscrito en el regimiento Semionovski.

—¡Está inscrito! ¿Y qué me importa que esté inscrito? Petrusha no irá a Petersburgo. ¿Qué puede aprender sirviendo en Petersburgo? A gastar dinero y a divertirse. No, que sirva en el ejército, que sepa lo que es el trabajo, que huela a pólvora y sea un soldado y no un tunante ¡inscrito en la guardia! ¿Dónde está su pasaporte? Tráemelo.

Mi madre buscó mi pasaporte, que tenía guardado en una caja junto a la camisa con que me había bautizado, y se lo dio a mi padre con mano temblorosa. Mi padre lo leyó detenidamente, lo puso en la mesa y empezó la carta.

La curiosidad me devoraba. ¿Adónde me mandaría, si no era a Petersburgo? No quitaba el ojo de la pluma de mi padre, que se movía, para mi desesperación, con bastante lentitud. Por fin la terminó, metió la carta en un sobre con el pasaporte, cerró éste, quitóse los anteojos, me llamó y me dijo:

—Aquí tienes una carta para Andréi Kárlovich, mi viejo amigo y camarada. Vas a Oremburgo a servir a sus órdenes.

¡Todas mis brillantes esperanzas se derrumbaban! En lugar de la alegre vida de Petersburgo, me esperaba el aburrimiento en una región remota y oscura. El servicio, que hacía un minuto había despertado mi entusiasmo, ahora me parecía una verdadera desgracia. ¡Pero no había nada que hacer! A la mañana siguiente trajeron a la puerta de casa una kibitkcí de viaje y colocaron en ella una maleta, un pequeño baúl, en el que se introdujo todo lo que hacía falta para el té, y varios bultos con bollos y empanadillas, últimas muestras de los mimos caseros. Mis padres me bendijeron. Mi padre me dijo:

—Adiós, Piotr. Sé fiel al que hayas jurado fidelidad; obedece a tus superiores; no persigas sus favores; no busques trabajo, pero no lo rehúyas tampoco, y recuerda el proverbio: «Cuida la ropa cuando está nueva y el honor desde joven».

Mi madre, entre lágrimas, me pedía que cuidara mi salud y ordenaba a Savélich que vigilara al niño. Me pusieron un tulupde conejo y encima un abrigo de piel de zorro. Emprendimos el camino, yo sentado en la kibitkcí junto a Savélich y llorando amargamente.

Aquella misma noche llegué a Simbirsk, donde pensaba pasar un día para comprar varias cosas, tarea que encargué a Savélich. Me instalé en una hostería. Desde por la mañana, Savélich se fue de compras. Aburrido de mirar por la ventana a una callejuela sucia, me dediqué a recorrer todas las habitaciones. Al entrar en la sala de billar, vi a un señor alto, de unos treinta y cinco años, con un largo bigote negro, en bata, con el taco en una mano y una pipa entre los dientes. Estaba jugando con el mozo, que al ganar se tomaba una copa de vodka y al perder se metía a cuatro patas debajo de la mesa. Me puse a observar el juego. A medida que proseguía, los paseos a cuatro patas iban siendo más frecuentes, hasta que por fin el mozo se quedó debajo de la mesa. El señor pronunció varias palabras fuertes a modo de oración fúnebre y me propuso jugar una partida. Rehusé diciendo que no sabía. Por lo visto, esto le pareció extraño. Me miró con cierta lástima, pero nos pusimos a hablar. Me enteré de que se llamaba Iván Ivánovich Surin, que era capitán del regimiento de húsares, que se encontraba en Simbirsk reclutando soldados y que vivía en la hostería. Surin me invitó a comer con él lo que hubiera, como soldados. Accedí con gusto. Nos sentarnos a la mesa. Surin bebía mucho y me hacía beber diciendo que había que acostumbrarse al servicio, me contaba anécdotas militares que me hacían retorcer de risa, y cuando nos levantarnos de la mesa éramos ya muy amigos. Entonces se ofreció a enseñarme a jugar al billar.

—Es indispensable —me dijo— para los que somos militares. Por ejemplo, llegas en una marcha a un pueblecito. ¿Qué vas a hacer? No va a ser todo pegar a los judíos. Quieras que no, tienes que ir a una hostería a jugar al billar; y para eso hay que saber hacerlo.

Yo quedé completamente convencido y me dediqué al aprendizaje con gran aplicación. Surin me animaba con voz fuerte; se sorprendía de mis rápidos progresos y al cabo de varias lecciones me propuso que jugáramos dinero, no más de un grosh, no por ganar, sino sólo por no jugar de balde, lo cual, según él, era una de las peores costumbres. También accedí a ello, y Surin pidió ponche y me convenció de que lo probara, repitiendo que había que acostumbrarse al servicio y que sin ponche no hay servicio. Le hice caso. Entre tanto, nuestro juego seguía adelante. Cuanto más sorbía de mi vaso, más valiente me sentía. A cada instante las bolas volaban por encima del borde de la mesa; yo me acaloraba, reñía al mozo, que contaba según le parecía, constantemente subía la apuesta…; en una palabra, me portaba como un chiquillo recién liberado de la tutela familiar. El tiempo pasó sin que me diera cuenta. Surin miró el reloj, dejó el taco y me anunció que yo había perdido cien rublos. Esto me azoró un poco: mi dinero lo guardaba Savélich. Empecé a disculparme, pero Surin me interrumpió:

—¡Por favor! No te preocupes. No me corre ninguna prisa, y mientras tanto vamos a ver a Arinushka.

¿Qué iba a hacer? El final del día fue tan indecoroso como el principio. Cenamos en casa de Arinushka. Surin me servía vino constantemente, repitiendo que había que acostumbrarse al servicio. Al levantarme de la mesa, apenas podía tenerme en pie. A media noche Surin me llevó a la hostería.

La hija del capitán – Aleksandr Pushkin

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