Resumen del libro:
“La hija del caníbal” es una novela escrita por la reconocida autora española Rosa Montero. La historia gira en torno a Lucía, una periodista madura y experimentada, cuya vida se ve trastocada por una serie de eventos inesperados y revelaciones impactantes.
La novela comienza con el descubrimiento de que el esposo de Lucía, Ramón, la engaña con otra mujer. Este hecho la sumerge en un profundo estado de confusión y desesperación, llevándola a cuestionar el sentido de su vida y la naturaleza de las relaciones humanas. Además de lidiar con su matrimonio en crisis, Lucía se enfrenta a la pérdida de su mejor amiga, a quien admiraba profundamente.
En medio de su dolor emocional, Lucía se embarca en un viaje interior en busca de su identidad y la verdad sobre su pasado. Durante esta travesía, desentierra secretos familiares y descubre que su padre, un conocido periodista y aventurero, tuvo una vida llena de misterios y oscuros secretos. Estos hallazgos la llevan a confrontar la complejidad de las relaciones familiares y a reflexionar sobre cómo la vida y la memoria son a menudo distorsionadas por la perspectiva subjetiva de cada individuo.
A medida que la protagonista se sumerge en los recuerdos de su padre y reconstruye su propia historia, el lector se enfrenta a una narrativa llena de intriga, drama y reflexiones sobre la naturaleza humana. Rosa Montero teje hábilmente la trama con elementos periodísticos y literarios, explorando temas como la verdad, la mentira, el amor, el deseo, la memoria y la identidad.
“La hija del caníbal” es una novela que invita a la introspección, a cuestionar la realidad y la percepción, mientras muestra la complejidad de la existencia humana y la importancia de abrazar nuestras imperfecciones para comprendernos a nosotros mismos y a los demás.
La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios. He observado que la realidad tiende a manifestarse así, insensata, inconcebible y paradójica, de manera que a menudo de lo grosero nace lo sublime; del horror, la belleza, y de lo trascendental, la idiotez más completa. Y así, cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas.
Al principio ni siquiera me di cuenta de que estaba sucediendo algo fuera de lo normal. Era el 28 de diciembre y Ramón y yo nos íbamos a pasar el fin de año a Viena. Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos. Ya habíamos pasado el control de pasaportes y estábamos en la sala de embarque, esperando la salida de nuestro vuelo, cuando a Ramón se le ocurrió ir al servicio. Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía de plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca, que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto a los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcíto del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase justo cuando estábamos esperando el embarque. Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta metros de mi asiento. De modo que me lo tomé con calma y sólo le pedí dos veces que no se retrasara:
—No tardes, ¿eh?. No tardes.
Le miré mientras cruzaba la sala: alto pero rollizo, demasiado redondeado por en medio, sobrado de nalgas y barriga, con la coronilla algo pelona asomando entre un lecho de cabellos castaños y finos. No era feo: era blando. Cuando lo conocí, diez años atrás, estaba más delgado, y yo aproveché la apariencia de enjundia que le daban los huesos para creer que su blandura interior era pura sensibilidad. De estas confusiones irreparables están hechas las cuatro quintas partes de las parejas. Con el tiempo le fue engordando el culo y el aburrimiento, y cuando ya apenas si podíamos estar juntos una hora sin desencajarnos la mandíbula a bostezos, se nos ocurrió casarnos para ver si así la cosa mejoraba. Pero a decir verdad no mejoró.
Me entretuve pensando en todo esto mientras contemplaba el batir de la puerta de los urinarios, si bien lo pensaba sin pensar, quiero decir sin ponerle mucho interés a lo pensado, sino dejando resbalar la cabeza de aquí para allá. Y así, pensaba en Ramón, y en que tenía que hablar con el ilustrador de mi último cuento para decirle que cambiara los bocetos del Burrito Hablador porque parecía más bien una Vaquita Vociferante, y en que estaba empezando a sentir hambre. Pensé en ir a ver la Venus de Willendorf en Viena, y la imagen de esa estatuilla oronda me trajo de nuevo a la cabeza a Ramón, que tardaba demasiado, como siempre. Del servicio de caballeros entraban y salían de cuando en cuando los caballeros, todos más diligentes que mi marido. Ese muchacho que ahora empujaba la puerta, por ejemplo, había entrado mucho después que Ramón. Empecé a odiar a Ramón, como tantas veces. Era un odio normal, doméstico, tedioso.
Ahora un chaqueta roja sacaba de los urinarios a un viejo medio calvo que iba en silla de ruedas. Dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos. Muchos viejos, sí, pero sobre todo muchísimas viejas. Ancianas sarmentosas y matusalénicas atrapadas por la edad en el encierro de sus sillas y trasladadas de acá para allá como un paquete: en los ascensores las colocan de cara a la pared y ellas contemplan estoicamente el lienzo de metal durante todo el viaje. Pero, por otro lado, son ancianas triunfadoras que han vencido a la muerte, a los maridos, a las penurias probables de su pasada vida; viejas viajeras, zascandiles, supersónicas, que están en un aeropuerto porque van de acá para allá como cohetes y que probablemente se sienten encantadas de ser transportadas por un chaqueta roja; qué digo encantadas, más aún que eso, probablemente se sientan vengadas: ellas, que llevaron a multitud de niños durante tantos años, ahora son llevadas, como reinas, en el trono duramente conquistado de sus sillas de ruedas. Una vez coincidí con una de estas ancianas volanderas en el ascensor de no sé qué aeropuerto. Estaba encajada en su silla como una ostra en su concha y era una pizca de persona, una mínima momia de boca desdentada y ojos encapotados por el velo lluvioso de la edad. Yo la estaba contemplando a hurtadillas, a medio camino entre la compasión y la curiosidad, cuando la anciana levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada lechosa: «Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda», dijo con una vocecita fina pero firme; y luego sonrió con evidente y casi feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas.
Y Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme.
Pensé entonces, no sé bien por qué, en si alguien sabría identificarme si yo me perdiera. Un día, en otro aeropuerto, vi a un hombre que me recordaba a un examante. Había estado varios meses con él y hacía apenas un par de años que no le veía, pero en ese momento no podía estar segura de si ese hombre era Tomás o no. Lo miraba desde el otro lado de la sala y por momentos se me parecía a él como una gota de agua: el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el pelo liso y largo recogido en la nuca con una goma, la línea de la mandíbula, los ojos ojerosos como un panda. Pero al instante siguiente la semejanza se borraba y se me ocurría que no eran iguales, ni en el gesto, ni en la envergadura, ni en la mirada. Me acerqué un poco a él, disimulando, para salir de la agonía, y ni siquiera más cerca conseguí estar segura; tan pronto me convencía su presencia y me acordaba de mí misma pasando la punta de la lengua por sus labios golosos, como adquiría la repentina certidumbre de estar contemplando un rostro por completo ajeno. Quiero decir que, con tan sólo dos años de no verle, ya no era capaz de reconstruirle con mi mirada, como si para poder reconocer la identidad del otro, de cualquier otro, tuviéramos que mantenernos en constante contacto. Porque la identidad de cada cual es algo fugitivo y casual y cambiante, de modo que, si dejas de mirar a alguien durante un tiempo largo, puedes perderlo para siempre, igual que si estás siguiendo con la vista a un pececillo en un inmenso acuario y de repente te distraes, y cuando vuelves a mirar ya no hay quien lo distinga de entre todos los otros de su especie. Yo pensaba que a mí podría sucederme lo mismo, que si me perdiera tal vez nadie podría volver a recordarme. Menos mal que en esos casos cabe recurrir a las señas de identidad, siempre tan útiles: Lucía Romero, alta, morena, ojos grises, delgada, cuarenta y un años, cicatriz en el abdomen de apendicitis, cicatriz en la rodilla derecha en forma de media luna de una caída de bicicleta, un lunar redondo y muy coqueto en la comisura de los labios.
En ese momento empezaron a llamar para nuestro vuelo por los altavoces y la sala entera se puso de pie. Agarré la bolsa de Ramón y la mía y me dirigí enfurecida hacia la puerta batiente del servicio, a contra dirección de todo el mundo, sintiéndome una torpe fugitiva que, en el momento crucial de la huida masiva de la ciudad sitiada, pone rumbo hacia el lugar inadecuado. En todas las subidas y bajadas de un avión hay algo de éxodo frenético.
—¡Ramón! ¡Ramón! ¡Que se va el vuelo! ¿Qué haces ahí dentro? —llamé desde la puerta.
De los urinarios salieron apresuradamente un par de adolescentes y un señor cincuentón con cara de tener problemas de próstata. Pero Ramón no aparecía. Empujé un poco la hoja batiente y atisbé hacia el interior. Parecía vacío. La desesperación y la inquietud creciente me dieron fuerzas para romper el tabú de los mingitorios masculinos (territorio prohibido, sacralizado, ajeno), y entré resueltamente en el habitáculo. Era un cuarto grande, blanco como un quirófano. A la derecha había una fila de retretes con puerta; a la izquierda, las consabidas y tripudas lozas adheridas al muro; al fondo, los lavabos. No había ni otra salida ni una sola ventana.
—Perdón —voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento—. ¿Ramón? ¡Ramón! ¿Dónde estás? ¡Vamos a perder el avión!
…