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La herencia de Eszter

Resumen del libro:

Instalada en la casa que heredó de su padre y con la sola compañía de una pariente anciana, Eszter es una mujer soltera que vive con la placidez y tranquilidad de quien ha logrado adaptarse a lo que la vida le ha deparado. Hasta que un día, inesperadamente, recibe un telegrama de Lajos, viejo amigo de la familia, anunciando su inminente visita. Canalla encantador y sin escrúpulos, cuyas magníficas dotes de actor le confieren un poder de seducción irresistible, Lajos no sólo traicionó a Eszter, sino también destruyó a su familia y les quitó todo lo que poseían, salvo la casa en la que viven y cuyo jardín es su único y escaso medio de subsistencia. Ahora, tras una prolongada ausencia, Lajos regresa y Eszter se prepara para recibirlo conmovida por un torbellino de sentimientos contradictorios.

Con la inevitabilidad del destino como eje central de la narración, La herencia de Eszter se desarrolla de una forma totalmente inesperada y paradójica. El vividor y mentiroso Lajos, con su inagotable energía, es un vendaval de vitalidad, alegría y pasión por la vida que sólo por el hecho de existir pone permanentemente en entredicho la aparente solidez de las convenciones morales más arraigadas.

Escrita en 1939, tres años antes de El último encuentro, con la misma prosa depurada y precisa que ha admirado a miles de lectores, esta novela es una pequeña joya que merece su lugar entre las mejores obras literarias del siglo.

1

No puedo saber qué más tiene Dios previsto para mí. Sin embargo, antes de morir, quisiera poner por escrito el relato del día en que Lajos vino a verme, por última vez, para despojarme de todos mis bienes. Voy postergando la escritura de estas notas desde hace tres años; pero, ahora, tengo la sensación de que una voz, de la cual no me puedo defender, me está apremiando para que escriba la historia de aquel día y de todo lo demás que sé sobre Lajos. Es mi deber, y ya no me queda mucho tiempo para cumplir con él. Las voces así son inequívocas. Por eso las obedezco, en el nombre de Dios.

Ya no soy joven, y mi salud está debilitada: pronto habré de morir. ¿Acaso tengo miedo a la muerte?… Aquel domingo en el que Lajos vino a verme por última vez, se me curó hasta el miedo de morir. El hecho de que sea capaz de esperar a la muerte con tranquilidad, quizá se deba a que el tiempo no me ha perdonado; quizá se deba a los recuerdos, casi tan crueles como el mismo tiempo; quizá sea por un particular estado de gracia que, según las enseñanzas de mi fe, también afecta en ocasiones a los indignos y a los obstinados; quizá sea, simplemente, por el peso de mis experiencias y por una edad ya avanzada. La vida me ha obsequiado de una manera maravillosa, pero también me ha expoliado de una manera implacable… ¿Qué más puedo esperar? Habré de morir, porque la muerte es ley de vida, y porque ya he cumplido con todas mis obligaciones.

Ya sé que «obligaciones» es una palabra mayor, y, ahora que la veo escrita, estoy un tanto asustada: se trata de una palabra llena de vanidad, por la que tendré que responder algún día ante alguien. Me costó tiempo aceptarlas, y obedecí contrariada, clamando y protestando desesperadamente. Fue entonces cuando sentí por primera vez que la muerte puede ser una redención; fue entonces cuando comprendí que la muerte es salvación y profunda paz. Solamente la vida conlleva luchas e infamias. ¡Qué extraña fue aquella lucha! ¿Quién me obligó a librarla? ¿Por qué no pude evitarla? Hice todo lo posible por escapar de ella; pero el enemigo me siguió y me alcanzó. En este momento, sé que él no podía hacer otra cosa. Sé que estamos atados a nuestros enemigos, y que ellos tampoco pueden escapar de nosotros.

2

Si quiero ser sincera —¿qué otro sentido podría tener el hecho de escribir?—, debo confesar que en mi vida y en mis acciones no he encontrado jamás el menor indicio de ira, en su sentido bíblico; ni siquiera la menor emoción, ni tampoco la firme decisión o la dureza que caracterizaban mis opiniones tantas veces repetidas ante los demás en contra de Lajos o de mi propio destino. «Era mi obligación cumplir con mi deber»: ¡qué palabras tan duras y dramáticas son éstas! Uno vive la vida… y un día se da cuenta de si ha cumplido o no con su deber. Empiezo a creer que las decisiones fatales y grandiosas que determinan nuestro destino son mucho menos conscientes de lo que pensamos con posterioridad, en los momentos de reflexión, cuando las recordamos.

Yo, en aquella época, llevaba veinte años sin ver a Lajos y me consideraba inmune a su recuerdo. Un día, sin embargo, recibí un telegrama suyo que me recordó el libreto de una ópera: era patético, peligrosamente pueril y mentiroso, como todo lo que veinte años atrás Lajos me había escrito y dicho, a mí o a los demás… Parecía una declaración solemne; era prometedor, misterioso y obviamente mentiroso, ¡mentiroso hasta el fondo!… Salí al jardín, con el telegrama en la mano, para buscar a Nunu, me detuve en el porche y le dije:

—¡Lajos regresa!

No sé cómo sonó mi voz en aquel instante; pero probablemente no reflejó felicidad. Seguramente hablé como una sonámbula recién despertada. Aquel estado había durado veinte años. Durante veinte años yo había estado caminando así, dormida, al borde de un precipicio, con pasos decididos y sosegados, sonriendo. Entonces, me desperté de golpe y vi la realidad delante de mis ojos; sin embargo, no me sentí mareada. Nunca más me he sentido mareada. En la realidad, en la realidad de la vida y de la muerte, hay algo tranquilizador.

Nunu estaba cuidando los rosales. Me miró desde donde estaba, entre las rosas, parpadeando bajo la luz del sol, vieja y tranquila.

—Por supuesto que sí —dijo.

Siguió ocupada con los rosales.

—¿Cuándo llegará? —me preguntó.

—Mañana —le respondí.

—Bien —dijo—. Guardaré los objetos de plata bajo llave.

Me eché a reír. Sin embargo, Nunu se mantuvo seria. Más tarde, se sentó a mi lado, en el banco de piedra, y leyó el telegrama. «Llegaremos en automóvil», anunciaba Lajos. Por el plural concluimos que también traería a los niños. «Seremos cinco», añadía el mensaje. Nunu empezó a pensar en el pollo, la leche, la nata. «¿Quiénes serán los otros dos?», nos preguntamos. «Nos quedaremos hasta la noche», explicaba también, y proseguía con una lluvia de palabras inútiles y rocambolescas, palabras que Lajos era incapaz de ahorrarse, aunque fuera en un telegrama.

—Son cinco personas —dijo Nunu—. Llegarán por la mañana y se quedarán hasta la noche. —Los viejos y exangües labios se movieron sin pronunciar palabra: estaba calculando, sumando; echaba la cuenta de los gastos del almuerzo y de la cena.

A continuación dijo:

—Sabía que regresaría. ¡Ya no se atreve a venir solo! Trae a sus ayudantes, a los niños y a unas personas desconocidas. Sin embargo, aquí ya no queda nada.

Estábamos sentadas en el jardín, mirándonos. Nunu cree saberlo todo sobre mí. Quizá conozca la verdad, la simple verdad, última y definitiva, esa verdad que tratamos de ocultar de mil maneras distintas. La omnisciencia de Nunu siempre ha tenido unos tintes de orgullo herido. Pero ella siempre ha sido muy buena conmigo, bien que a su manera seca y lúcida. Y yo siempre he terminado rindiéndome ante ella. En medio de la bruma, invisible y húmeda, que había cubierto mi vida durante aquellos últimos años, Nunu había sido como una lamparilla, como una luz tenue y suave, cuya claridad me guiaba.

Sabía que en ese momento ella no podía pensar en nada tan peligroso, en nada tan temible como lo que yo imaginaba, puesto que el telegrama sólo le había recordado los objetos de plata que tenía que guardar bajo llave a la llegada de Lajos. «Qué exagerada», pensé, interpretando sus palabras como una broma. Al mismo tiempo sabía que, en el último momento, Nunu guardaría de verdad los objetos de plata, y también sabía que más adelante, cuando ya no se tratase de ningún objeto de plata, cuando ya se tratase de todo lo que no se puede guardar, Nunu estaría cerca de mí, a mi lado, con sus llaves, vestida de negro, con sus arrugas, callada, parpadeando con cautela. Igualmente sabía que ya nadie, ningún ser humano, podría salvarme. Ni siquiera Nunu. Sin embargo, saber todo eso no me servía de nada.

De repente, me puse contenta, como alguien que se halla fuera de todo peligro, y me acuerdo de que bromeé con ella. Estábamos sentadas en el jardín escuchando el zumbido de los abejorros borrachos por los perfumes del otoño, conversando largamente sobre Lajos, sobre los niños, sobre Vilma, mi hermana muerta. Estábamos sentadas delante de la casa, debajo de la ventana tras la cual había muerto mi madre, veinticinco años atrás. Estábamos sentadas enfrente de los tilos, enfrente del panal de mi padre, cuyas colmenas estaban ya vacías. A Nunu nunca le había gustado entretenerse con la apicultura, y un día vendimos las dieciocho familias de abejas. Era septiembre, y los días desprendían todavía un calor suave. Estábamos sentadas en medio de una seguridad bien familiar, la seguridad de un naufragio, y de una felicidad sin deseos. «¡Qué va! —pensé—. ¿Qué más puede llevarse Lajos de aquí? ¿Los objetos de plata? ¡Qué acusación más ridícula! ¿Qué valor pueden tener unas cuantas cucharas abolladas de plata?». Calculé que Lajos habría pasado ya de los cincuenta. De hecho, aquel verano había cumplido cincuenta y tres años. Unas cuantas cucharas de plata ya no le servirían para mucho… Y si le servían para algo, pues que se las llevara. Supuse que Nunu habría pensado lo mismo. Soltó un suspiro, se puso de pie, entró en la casa y desde el porche me dijo:

—No te quedes mucho tiempo con él a solas. Invita a almorzar a Laci, al tío Endre, a Tibor, como otros domingos que pasáis juntos, en grata compañía. Lajos siempre le tuvo miedo a Endre. Creo que le debe todavía algún dinero —y, echándose a reír, añadió—: pero ¿a quién no le debe algo?

—Lo han olvidado todos —dije, y también me reí.

Ya lo estaba defendiendo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Él ha sido la única persona en toda mi vida a quien he amado.

La herencia de Eszter – Sándor Márai

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