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La guerra interminable

Libro La guerra interminable, de Joe Haldeman

Resumen del libro:

“La guerra interminable” (The Forever War en inglés) es una novela de ciencia ficción escrita por Joe Haldeman y publicada en 1974. La historia sigue a William Mandella, un joven recluta enviado a la guerra contra una raza alienígena conocida como los Tauranos.

El libro está ambientado en un futuro distante en el que la humanidad está involucrada en un conflicto intergaláctico que dura siglos. Debido a la naturaleza relativista del viaje espacial, las batallas se desarrollan a lo largo de grandes distancias y en escalas de tiempo mucho más rápidas que las experimentadas en la Tierra.

A medida que Mandella y sus compañeros soldados participan en estas campañas militares, la naturaleza de la guerra cambia drásticamente. El tiempo fluye más rápido para ellos en el espacio, lo que significa que regresan a la Tierra después de cada misión encontrándose con un mundo cambiado y desconocido. Esto les obliga a enfrentar las consecuencias devastadoras del tiempo y la evolución social mientras luchan contra un enemigo aparentemente invulnerable.

Además del horror de la guerra, Haldeman explora temas como la alienación, la burocracia militar, la discriminación y la relación entre la humanidad y la tecnología avanzada. La novela destaca la disonancia entre la vida militar y la vida civil, y cómo la experiencia de la guerra transforma profundamente a los soldados.

“La guerra interminable” es ampliamente considerada como una de las mejores obras de ciencia ficción bélica y ha ganado varios premios, incluido el premio Hugo en 1976. La obra no solo cautiva con su descripción de la guerra y la tecnología, sino que también invita a la reflexión sobre temas universales como la humanidad, la identidad y el significado de la vida.

Soldado Mandella

1

—Esta noche les mostraremos ocho maneras silenciosas de matar a un hombre.

Quien hablaba era un sargento que parecía llevarme apenas cinco años. Si alguna vez mató a algún hombre en combate, en silencio o como fuera, habría sido en su niñez.

Por mi parte conocía ya ochenta maneras de matar a un hombre, aunque casi todas eran bastante ruidosas. Adopté una postura erguida, puse cara de cortés atención y dormité con los ojos abiertos. Casi todos hacían lo mismo; ya sabíamos que nunca se aprendía nada importante en esas clases vespertinas.

Me despertó el proyector, que pasaba una película breve donde se veían las «ocho maneras silenciosas». A algunos de los actores les habrían lavado el cerebro, pues los mataban de veras. Al acabar la proyección una de las muchachas sentadas en la primera fila levantó la mano. El sargento le hizo un gesto y ella se puso en pie. No era fea, aunque sí algo cargada de hombros y gruesa de cuello, defecto que cualquiera adquiere tras pasar un par de meses cargando un bulto pesado.

—Señor…

Había que llamar «señor» a los sargentos hasta graduarse.

—Señor, casi todos estos métodos parecen un poco… poco tontos.

—¿Por ejemplo?

—Pues… matar a un hombre dándole un golpe en los riñones con una herramienta para cavar trincheras. ¿Cuándo en la vida real nos vamos a encontrar sólo con una herramienta, sin pistola ni puñal? ¿Por qué no liquidarlo de un golpe en la cabeza, simplemente?

—¿Y si tiene el casco puesto? —objetó el sargento.

—Además, ¡quizá los taurinos ni siquiera tienen riñones!

Estábamos en 1997 y nadie había visto a un taurino; ni siquiera habíamos encontrado trozos mayores de taurino que algún cromosoma chamuscado.

—Tal vez no los tengan —respondió el sargento, encogiéndose de hombros—, pero su química fisiológica es similar a la nuestra, y eso nos permite suponer que son seres igualmente complejos. Forzosamente tienen debilidades y puntos vulnerables; a ustedes les toca descubrirlos. Eso es lo importante.

En seguida agregó, agitando un dedo hacia la pantalla:

—Esos ocho convictos murieron para que ustedes aprendieran a matar a los taurinos, ya sea con una pistola de rayos láser o con una lima.

La muchacha se sentó, no muy convencida, al parecer.

—¿Alguna otra pregunta?

Nadie levantó la mano.

—Bien. ¡Aten… ción!

Nos levantamos a tropezones bajo su expectante mirada.

—¡Jódase, señor! —saludó el coro habitual, ya cansado.

—¡Más alto!

—¡Jódase, señor!

Decididamente, era, de todos, el lema moral menos inspirado del ejército.

—Así está mejor. No olviden, mañana hay maniobras antes del alba. Comida a las 0330, primera formación a las 0400. Quien esté en cama después de las 0340 se ganará un azote. Rompan filas.

Subí la cremallera de mi mono y atravesando la nieve fui hasta el salón, en busca de una taza de soja y un cigarrillo de marihuana. Me bastaban cinco o seis horas de sueño, y ése era el único momento del día en que podía estar solo. Miré un rato el notifax; habían volado otra nave en la zona de Aldebarán. De eso hacía cuatro años; estaban preparando una flota para tomar represalias, pero tardarían otros cuatro años en llegar allá. Por entonces los taurinos ya se habrían apoderado de todos los planetas portales. En los alojamientos ya estaban todos acostados y se habían apagado las luces principales. Toda la compañía se sentía exhausta después de las dos semanas de intenso entrenamiento lunar. Arrojé las ropas dentro del casillero y me fijé en la lista; me correspondía la litera 31. ¡Maldita sea! Justo bajo el calentador. Me deslicé por entre las cortinas tan silenciosamente como pude, para no despertar a quien dormía junto a mí. No pude ver quién era, pero me daba igual. Mientras me cubría con la manta oí un bostezo.

—Llegaste tarde, Mandella.

Era Rogers.

—Lamento haberte despertado —susurré.

—No importa.

Se enroscó a mí, pegándoseme como una cuchara. Era cálida y bastante suave. Le acaricié la cadera en lo que creía era un gesto fraternal.

—Buenas noches, Rogers.

—Buenas noches, semental —respondió ella, devolviéndome insinuante la caricia.

¿Por qué será que a uno siempre le tocan las mujeres cansadas cuando está fresco y las frescas cuando está cansado? Me rendí a lo inevitable.

La guerra interminable: Joe Haldeman

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