Resumen del libro:
La historia de un líder carismático y su camino hacia las arcas de la Historia. En 1861 estalló en Estados Unidos la Guerra de Secesión, que enfrentó a los estados del Sur, confederados, con los del Norte, unionistas. Tres años después, tras quemar Atlanta, el general unionista Sherman inició la marcha hacia el mar. Un ejército de 60.000 soldados, seguidos por una multitud de esclavos negros liberados, atravesó el estado de Georgia hasta las Carolinas. Esclavistas, sirvientes, prisioneros y advenedizos se sumaron a la travesía; todo un mundo flotante caminando hacia el futuro, hacia la libertad.
I
A las cinco de la mañana, golpes en la puerta y griterío, su marido, John, fusil en mano tras levantarse de un brinco de la cama, y al mismo tiempo el eco de los pasos de Roscoe que, sobresaltado, corría descalzo desde la parte de atrás de la casa: Mattie se apresuró a ponerse la bata, predispuesto el ánimo a la alarma de la guerra pero con el corazón en un puño porque al final había llegado, y bajó desalada por la escalera para ver a través de la puerta abierta, a la luz de la farola, los dos caballos frente a la escalinata del atrio, los ijares vaheantes, las cabezas en alto, los ojos desorbitados, y el cochero, un negro joven de hombros caídos, exhibiendo una paciencia imperturbable aun en tales circunstancias, y la mujer que estaba de pie en el carruaje, no otra que su tía Letitia Pettibone de McDonough, su anciano rostro transido por la angustia, el pelo desgreñado, una mujer por lo común tan atildada, una matrona que era prácticamente dueña y señora de la vida social de Atlanta, ahora de pie en el coche como una parca del destino, en lo que en efecto se iba a convertir. El carruaje estaba lleno a rebosar de maletas y hatillos, y mientras ella permanecía allí de pie, parte de la plata cayó al suelo, cuchillos, tenedores, un candelabro, reflejándose en el estrépito los exiguos destellos de la antorcha que sostenía Roscoe. Al echar a correr escalinata abajo, ciñéndose aún la bata, Mattie pensó tontamente, como consideró más tarde, sólo en la vergüenza que aquello representaba para esa mujer, por quien sentía más respeto que afecto, y recogió y estrechó contra sí la pesada plata, como si la tarea no correspondiese a Roscoe, ni a su marido, John Jameson.
Letitia rehusó bajar del carruaje; no había tiempo, dijo. Era una mujer muy asustada, indiferente al estado de los caballos, como vio John, que enseguida dio orden de que trajeran cubos, mientras la mujer gritaba: Marchaos, marchaos, coged lo que podáis y salid de aquí, y pareció montar en cólera al ver que ellos se limitaban a escuchar, al mismo tiempo que, con el alba, unos cuantos peones aparecían por un lado de la casa, como si cobraran vida con la primera luz del día. ¡Y yo lo conozco!, anunció ella a gritos. Ha cenado en mi casa. Ha vivido entre nosotros. Está quemando los lugares adónde fue a comer, está incendiando la ciudad en cuyos clubes brindó. ¡Ah, sí, un hombre bien educado, o eso pensábamos, aunque a mí nunca me impresionó! No, nunca me impresionó; era demasiado embarullador, falto de conversación, y desaliñado en el vestir, descuidado en el arreglo personal, y aun así, lo consideraba bastante civilizado por su escaso talento para disimular o fingir lo que no sentía. Y qué amarga hiel me sube a la garganta por haber creído que era un hombre de su casa, que sin duda quería a su mujer y sus hijos, y ahora resulta que no es más que un salvaje sin un ápice de compasión en ese corazón frío.
Tanto despotricaba que no era fácil obtener información de sus palabras. John, sin intentarlo siquiera, empezó a dar órdenes y volvió corriendo a la casa. Fue ella, Mattie, quien escuchó. La histeria de su tía, expresada paradójicamente en términos de tertulia de salón, reclamó su atención de manera perentoria. Por un momento se olvidó incluso de sus hijos, en el piso de arriba.
Ya vienen, Mattie, ya marchan hacia aquí. Es un ejército de perros salvajes bajo el mando de ese apóstata, ese canalla repugnante, ese demonio que primero se beberá tu té y saludará con una reverencia y luego te lo arrebatará todo.
Y a continuación, una vez transmitido el mensaje, su tía volvió a desplomarse en el asiento y dio orden de partir. Mattie no consiguió enterarse de adónde se dirigía Letitia Pettibone. Como tampoco supo, de hecho, cuánto tiempo faltaba para que aquel azote llegara a su puerta. No es que dudase de la palabra de esa mujer. Miró el cielo, que se iluminaba lentamente, camino ya del comienzo gris del día. Sólo oyó el canto del gallo y luego, cuando se volvió, de pronto enfadada, los cuchicheos de los esclavos reunidos en la esquina de la casa. Y después, cuando el tiro se alejó, arrastrando el carruaje por el camino de gravilla, Mattie se dio media vuelta y, recogiéndose el dobladillo de la bata, subió por los peldaños, donde vio a aquella niña insufrible, Pearl, tan insolente como siempre, de pie, con los brazos cruzados, apoyada contra la columna, como si la plantación fuera suya.
A John Jameson no lo cogieron desprevenido. Ya en septiembre, cuando llegó la noticia de que Hood se había retirado y los ejércitos de la Unión habían tomado Atlanta, sentó a Mattie y le explicó qué debía hacerse. Enrollaron las alfombras, descolgaron los cuadros de las paredes, y en cuanto a lo demás, las sillas de tapicería bordada —todo lo que ella valoraba, le dijo—, las telas inglesas, la porcelana, hasta la Biblia de la familia, tenían que embalarlo todo y llevarlo en carro a Milledgeville y allí meterlo en un tren con rumbo a Savannah, donde el representante algodonero de John estaba dispuesto a guardarlo en su almacén. Mi piano no, había dicho ella, eso se quedará aquí. Se pudriría con la humedad de aquel lugar. Como quieras, había dicho John, puesto que de todos modos carecía de sensibilidad para la música.
Mattie quedó consternada al ver su casa tan vacía. Por las ventanas desnudas penetraba el sol, iluminando el suelo como si su vida diera marcha atrás y volviera a ser una joven novia en la mansión recién construida y sin muebles, con un marido que le doblaba la edad y la intimidaba un poco. Se preguntaba cómo sabía él que la guerra los afectaría directamente. De hecho, no lo sabía, pero, como hombre de éxito que era, creía tener razones para suponerse más listo que la mayoría de la gente. Tenía mucha presencia, con su pecho ancho y su gran cabeza cubierta de una mata de pelo cano y despeinado. No me discutas, Mattie. Perdieron a veinte o treinta mil hombres al tomar esa ciudad. Va a armarse la de Dios es Cristo. Si fueras general con un loco por Presidente, ¿te quedarías de brazos cruzados? ¿Adónde, pues? ¿A Augusta? ¿A Macon? ¿Y por dónde pasará, si no por estos montes? Y no esperes que eso que se hace llamar ejército rebelde haga algo. Pero si me equivoco, y Dios lo quiera, ¿qué pierdo? Dime.
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