Resumen del libro:
Esta singular novela de Frances Hodgson Burnett, una de las favoritas de Nancy Mirford, empieza como La Cenicienta y termina como Rebeca. Emily Fox-Seton, que se gana la vida haciendo encargos para las damas de la alta sociedad y vive –a sus treinta y cuatro años– en una pensión de tercera categoría, cautiva contra todo pronóstico a uno de los mejores partidos de toda Inglaterra, el marqués de Walderhurst. El marqués no es un hombre romántico: «No tengo disposición al matrimonio –le dice– pero tengo que casarme, y usted me gusta más que cualquier mujer que haya conocido». Una vez instalados en la gran mansión de Palstrey Manor, Emily tendrá ocasión de conocer la otra cara del final feliz: no contaba con que se ha interpuesto en los planes de unos siniestros parientes de su marido venidos de la India, que esperaban heredar.
Capítulo I
Cuando el autobús de dos peniques se detuvo, la señorita Fox-Seton, que estaba acostumbrada a subir y bajar de los autobuses de dos peniques y a abrirse paso por las embarradas calles de Londres, recogió su elegante falda a medida con pulcritud y decoro y se bajó. Una mujer cuya falda a medida tiene que durar dos o tres años aprende pronto a resguardarla de las salpicaduras y se esfuerza en que conserve la frescura de sus pliegues. En su largo y cansado paseo aquella mañana lluviosa, Emily Fox-Seton había sido muy cuidadosa y regresaba a Mortimer Street tan impecable como se había marchado. Había reflexionado mucho sobre su atuendo, y en particular sobre aquel tan fiel que ya llevaba luciendo doce meses. Las faldas habían experimentado otro de sus espantosos cambios. Al pasar por Regent Street y Bond Street, se había parado delante de los escaparates de una de esas tiendas donde puede leerse «Sastrería de señoras y confección de hábitos» y había observado los maniquíes de tersa vestimenta y delgadez sobrenatural, y en sus grandes y bonitos ojos color avellana había aparecido una mirada de angustia. Se había esforzado entonces en descubrir dónde había que colocar las costuras y, en caso de que hicieran falta, cómo ocultar los fruncidos. O tal vez hubiera que prescindir por completo de costuras y aceptar sin más un estilo sin concesiones que vedara a las mujeres honradas pero de escasos medios toda posibilidad de hacerle unos arreglos a la falda de la pasada temporada.
«Como es un marrón bastante corriente –se había dicho entre murmullos–, podría comprar un metro de tela de color parecido y, para que no se note, unir la nesga cerca de las tablas por la parte de atrás.» Le habían brillado los ojos al hallar tan feliz solución. Era una mujer sencilla y normal, y poco bastaba para que se iluminase su visión de la vida y se esbozase su infantil y agradable sonrisa. Un gesto amable de cualquiera, una pequeña satisfacción o un breve consuelo, y resplandecía con cordial fruición.
Al bajar del autobús y recoger su falda marrón oscuro dispuesta a cruzar con brío el lodo de Mortimer Street hasta la casa donde vivía, tenía un aspecto radiante. No sólo era de niña su sonrisa, también lo era su semblante para su edad y tamaño. Había cumplido los treinta y cuatro y era de complexión fuerte: ancha de hombros, larga y esbelta cintura, y generosas caderas. Era grande pero no torpe, y, habiendo resuelto gracias a una energía y diligencia milagrosas el dilema de conseguir un buen conjunto al año, lo lucía tan bien, y arreglaba con tanta habilidad los que se habían pasado de moda, que siempre conseguía vestir con elegancia. Sus mejillas eran redondeadas, frescas y bonitas, y sus ojos, bonitos también y de mirada franca. Tenía una abundante melena castaña y lacia y la nariz recta y pequeña. Era distinguida y llamaba la atención, y el generoso y cordial interés que manifestaba por todo el mundo y el placer que extraía de todas las cosas de las que se puede extraer algún placer daban a sus ojos una mirada tan lozana que más parecía una muchacha demasiado crecida que una mujer madura cuya vida consistía en una batalla continua contra la más exigua de las fortunas exiguas.
Era de buena cuna y, dentro de los límites impuestos a las mujeres en sus mismas circunstancias, había recibido una buena educación. Tenía pocos parientes y ninguno con intención de echarse a las espaldas la carga de su escasez. Eran de excelente familia, pero bastante tenían con mantener a sus hijos en el ejército y la marina, y con encontrar marido para sus hijas. Cuando falleció su madre y con ella desapareció su pequeña asignación, ninguno quiso ocuparse de aquella niña alta y huesuda, si bien le explicaron la situación con toda claridad. A los dieciocho encontró trabajo de maestra en una pequeña escuela y al año siguiente de institutriz. Más tarde fue dama de lectura de una desagradable anciana de Northumberland que vivía en el campo y tenía unos parientes que la rondaban como buitres en espera de su muerte. Su casa era lo bastante lúgubre y horripilante para arrastrar a la locura de la melancolía a cualquier muchacha que no tuviera el más sano y pragmático de los temperamentos. Emily Fox-Seton, sin embargo, la soportó con infalible buen ánimo hasta que, transcurrido un tiempo, alumbró en el pecho de su señora un rayo de sentimiento. Cuando la señora Maytham murió por fin y ella se vio obligada a salir al mundo, Emily descubrió que le había legado unos cientos de libras y una carta en la que figuraban, concisamente expresados y en letra débil y abigarrada, ciertos consejos prácticos:
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