Resumen del libro:
“La feria de las vanidades” es una novela escrita por William M. Thackeray y se considera una de las obras más destacadas del siglo XIX. La trama es una sátira que critica los excesos románticos y sentimentales de la sociedad de la época, reaccionando contra autores como Walter Scott, Bulwer Lytton y Charles Dickens.
El libro presenta una visión parcial de la vida, centrándose en un sector específico de la sociedad. Thackeray se propone mostrar a un grupo de personas que viven sin preocupaciones morales y están convencidas de su superioridad moral. Aunque algunos lo han acusado de cinismo, el autor afirma que su objetivo era representar este sector de la sociedad de manera realista.
Los personajes de la novela son vívidos y realistas, y sus acciones reflejan la naturaleza humana en todas las épocas. Uno de los personajes más destacados es Becky Sharp, una mujer astuta, inmoral y sin escrúpulos, pero a la vez inteligente y seductora. Aunque causa fascinación, su destino final es el fracaso y el castigo, demostrando que Thackeray no permite que los villanos triunfen.
En contraste con Charles Dickens, Thackeray muestra un realismo más consciente y profundo, donde los acontecimientos se desarrollan naturalmente a partir de los personajes y sus motivaciones, en lugar de ser impuestos por el autor como un juicio externo.
En resumen, “La feria de las vanidades” es una novela magistral que critica la sociedad de su época y presenta personajes inolvidables, siendo Becky Sharp uno de los más destacados, cuya caída es el resultado natural de sus acciones inmorales. La obra se destaca por su estilo, ejecución y su relevancia en relación con otras grandes novelas de la época.
Capítulo primero
El colegio de la alameda Chiswick
EN LA SEGUNDA década del siglo actual y en una deliciosa mañana del mes de junio, un espacioso coche familiar que, tirado por un tronco de gordos caballos enjaezados con arneses bruñidos y resplandecientes, avanzaba a una velocidad de cuatro millas por hora, se detuvo junto a la verja de hierro del colegio de señoritas situado en la alameda Chiswick y dirigido por la señorita Pinkerton. Guiaba el carruaje un cochero obeso, de aspecto imponente, ataviado con peluca y sombrero de tres picos. Un lacayo negro que junto al cochero ocupaba un asiento en el pescante, desrizó sus combadas piernas no bien hizo alto el carruaje frente a la dorada plancha de bronce donde campeaba el nombre de la señorita Pinkerton, descendió e hizo sonar la campana. Más de una veintena de encantadoras cabecitas hicieron su aparición en las diferentes ventanas del severo inmueble de ladrillo, más de una veintena de cabecitas curiosas, entre las cuales un observador perspicaz habría podido reconocer la naricita colorada de la bonachona Lucy Pinkerton en persona, que asomaba entre las macetas de geranios que adornaban las ventanas de su cuarto.
—El coche de los señores de Sedley, Barbara —dijo Lucy—. Sambo, el lacayo negro, acaba de hacer sonar la campana, y el cochero lleva un chaleco rojo, nuevo.
—¿Hizo usted los preparativos necesarios, señorita Lucy? ¿Está en regla todo lo referente a la marcha de la señorita Sedley? —preguntó la señorita Pinkerton, la mayestática dama, la Semíramis de Hammersmith, la amiga del doctor Johnson, la que se carteaba con la mismísima señora Chapone.
—A las cuatro se levantaron ya las niñas, y seguidamente se ocuparon en hacer los baúles, querida hermana —contestó Lucy—. Hemos preparado un ramo…
—Llámale, si te parece, bouquet, hermana: es más elegante.
—Como quieras… Hemos preparado un enorme bouquet. En el baúl de Amelia he colocado dos botellas de agua de alelíes, juntamente con la receta para hacerla; son para la señora Sedley.
—Confío, señorita Lucy, en que habrás hecho la cuenta de la señorita Sedley. ¡Ah!… ¿Es ésta? ¡Muy bien!… noventa y tres libras cuatro chelines… Hazme el favor de encerrarla en un sobre dirigido al señor John Sedley, juntamente con este billete que he escrito a su señora.
A los ojos de Lucy, un autógrafo de su olímpica hermana era objeto de veneración tan profunda como la carta de un soberano. Únicamente cuando alguna de las colegialas salía del establecimiento, o se casaba, y, por excepción, cuando, víctima de la escarlatina, murió la pobre señorita Birch, se dignaba la señorita Pinkerton dirigir una carta, escrita de su puño y letra, a los padres de aquéllas. Por cierto que, ya que del triste fallecimiento de la señorita Birch hemos hablado, añadiremos que, en opinión de Lucy, si algo pudo atenuar el justo dolor de la señora Birch, fue, a no dudar, la misiva piadosa y elocuente con que su hermana le anunció el triste suceso.
Pero volvamos al «billete» de la señorita Pinkerton, que estaba concebido en los siguientes términos:
Alameda Chiswick, 15 de junio de 18…
Señora: Después de seis años de permanencia en este centro, me cabe la honra y la dicha de devolver a sus padres a la señorita Amelia Sedley, adornada de cuanto es necesario para brillar en el círculo elegante y refinado donde habrá de desenvolverse en lo futuro. Todas las virtudes que caracterizan a las señoritas de la alta sociedad inglesa, todas las dotes que corresponden a su cuna y a su posición en el mundo, las posee en grado eminente la señorita Sedley, cuya laboriosidad y obediencia le han granjeado el afecto de sus maestros, y cuyo carácter dulce y encantador ha cautivado a todas sus compañeras, tanto a las de más edad, como a las más jovencitas.
En música, en baile, en ortografía, en toda clase de trabajos de aguja, llenará los deseos de sus amigos; algo deja que desear en geografía, y no estaría de más que durante los tres próximos años usase con perseverancia la tablilla-espaldar cuatro horas diarias, a fin de adquirir el porte y continente lleno de dignidad que tan necesario es a toda señorita elegante.
En lo referente a principios religiosos y morales, la señorita Sedley honrará al centro docente que tiene la gloria de contar con la presencia del Gran Lexicógrafo y se enorgullece de ser patrocinado por la admirable señora Chapone. Al abandonar el colegio, la señorita Amelia lleva consigo los corazones de todas sus compañeras y la consideración afectuosa de la directora, que suscribe la presente.
Señora, tiene el honor de reiterarse de usted, humilde servidora,
BÁRBARA PINKERTON
P. D. Acompaña a la señorita Sedley la señorita Sharp. Se suplica muy encarecidamente que la estancia de la señorita Sharp en la mansión de la plaza Russell no exceda de diez días. La distinguidísima familia con la cual se ha comprometido, desea utilizar sus servicios lo más pronto posible.
Cerrada la carta, procedió la señorita Pinkerton a estampar su nombre y el de Amelia Sedley en la guarda de un diccionario de Johnson, obra interesantísima que la directora del colegio regalaba invariablemente a sus discípulas el día que salían de él para no volver. La cubierta del libro en cuestión tenía impresas las «Líneas dedicadas a una señorita con ocasión de su salida del colegio dirigido por la señorita Pinkerton, por el doctor Samuel Johnson». Es lo cierto que la mayestática directora pronunciaba doscientas veces al día el nombre del Lexicógrafo, y que, a una visita que éste hizo a su establecimiento, debió aquélla su reputación y su fortuna.
Lucy, a quien su hermana mayor mandó que sacase un diccionario del armario, había traído dos, y no bien Barbara Pinkerton estampó la inscripción en el primero, Lucy, no sin cierta vacilación y con timidez visible, alargó el segundo.
—¿Para quién es éste, señorita Lucy? —preguntó con acento glacial la hermana mayor.
—Para Rebecca Sharp —respondió Lucy sonrojándose y con voz temblorosa—. Para Becky Sharp… que se va también…
—¡SEÑORITA LUCIA! —exclamó Barbara, apelando a su registro de voz más recio—. ¿Ha perdido usted el juicio? ¡Coloque el diccionario donde estaba, y nunca más vuelva a permitirse semejantes libertades!
—Son dos chelines y nueve peniques… y la pobrecilla Becky se sentirá muy desgraciada si haces con ella una excepción.
—Diga usted a la señorita Sedley que la estoy esperando —interrumpió Barbara.
La pobre Lucy, sin valor para decir una palabra más, salió corriendo, disgustada y nerviosa.
Era Amelia Sedley la hija de un comerciante de Londres, de posición más que desahogada, al paso que Rebecca Sharp, era la colegiala gravosa, por la cual la señorita Pinkerton había hecho demasiado, así al menos lo creía ella, y debía salir altamente agradecida del colegio, aunque no le fuera dispensado el alto honor de regalarle el diccionario.
Aunque las cartas de las directoras de colegios merecen la misma fe que los epitafios que leemos en los cementerios, de la misma manera que alguna vez abandona este mundo una persona merecedora de todas las alabanzas que el marmolista talla sobre sus huesos, una persona que es excelente cristiano, padre ejemplar, hijo modelo, esposa o marido fiel, que deja verdaderamente una familia desconsolada que llorará eternamente su pérdida, así también en los colegios o academias de uno y otro sexo sucede de vez en cuando que sale un alumno digno de las alabanzas que le prodiga su desinteresado director. Uno de estos casos verdaderamente excepcionales era Amelia Sedley, la cual no sólo merecía cuantas alabanzas prodigó Barbara Pinkerton en la carta dirigida a sus padres, sino que atesoraba mil otras cualidades hermosísimas que la pomposa Minerva no podía ver a causa de las diferencias de categoría y de edad que entre ella y su discípula mediaban.
…