La estrella más hermosa

Resumen del libro: "La estrella más hermosa" de

Yukio Mishima, uno de los escritores más fascinantes y controvertidos del siglo XX, dejó un legado literario marcado por su estilo único, su exploración de las emociones humanas y su particular visión de la tradición japonesa enfrentada a la modernidad. Nacido en 1925, Mishima destacó no solo como novelista, sino también como dramaturgo, poeta y ensayista, dejando obras inolvidables como El pabellón de oro o la tetralogía El mar de la fertilidad. Con una vida tan apasionante como trágica, su suicidio ritual en 1970 sigue alimentando el mito en torno a su figura.

En La estrella más hermosa, escrita en 1962, Mishima se adentra en el género de la comedia negra para crear una sátira brillante y desconcertante. La novela sigue la vida de la familia Osugi, cuyos integrantes descubren que, más allá de las peculiaridades que los hacen parecer irreconciliables, comparten un origen extraterrestre. Cada miembro proviene de un planeta distinto: el padre es de Marte, la madre de Júpiter, el hijo de Mercurio y la hija de Venus. Este hallazgo, lejos de fracturar aún más sus ya tensas relaciones, los une en una peculiar misión: encontrar a otros como ellos y salvar a la humanidad de su destino apocalíptico bajo la amenaza de la bomba atómica.

Mishima utiliza este insólito punto de partida para explorar temas profundamente humanos con un toque absurdo y extravagante. Las dinámicas familiares, marcadas por el desencuentro y la incomprensión, se entrelazan con reflexiones sobre la identidad, la soledad y el deseo de trascender lo cotidiano. El autor se burla de los ideales de progreso y del temor colectivo hacia la destrucción, utilizando una narración que mezcla humor oscuro y una visión melancólica de la condición humana.

La estrella más hermosa no solo destaca por su originalidad temática, sino también por el virtuosismo estilístico de Mishima, quien crea una obra ligera en apariencia pero cargada de capas interpretativas. La mezcla de lo mundano con lo fantástico y lo ridículo con lo solemne resulta en una novela que no deja indiferente al lector, haciendo reír y, al mismo tiempo, reflexionar sobre la fragilidad de la humanidad. Es una obra que confirma la versatilidad del autor y su capacidad para sorprender, incluso en los registros más inesperados.

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1

En mitad de una noche despejada de noviembre, un Volkswagen modelo 1951 empezó a ronronear en el garaje de una casa de la ciudad de Hanno, en la prefectura de Saitama. Mientras el motor se calentaba, los pasajeros, sentados ya en el interior del vehículo, dispusieron de unos minutos durante los cuales miraron inquietos a su alrededor.

No hacía mucho que habían añadido a la vieja casa ese garaje levantado casi de cualquier manera, para guardar en su interior un coche de segunda mano. La puerta pintada de azul se abría como un paréntesis y rompía la continuidad de la valla medio podrida de bambú. Era la señal inequívoca de que la casa empezaba a afrontar una nueva etapa de cambios tras un largo periodo de quietud.

Sin embargo, nadie habría podido explicar en detalle qué clase de cambios eran aquellos a los que se enfrentaba. Era de suponer que no guardaban relación alguna con el negocio de madera de la familia, el más próspero de la ciudad de Hanno, una herencia gracias a la cual disfrutaban de una considerable fortuna. Corría el rumor de que Akiko, la bella y silenciosa hija de la familia que apenas se relacionaba con nadie, salía de casa de vez en cuando cargada con un montón de paquetes y caminaba hasta la oficina de correos frente a la estación de tren, a pesar de que a solo dos o tres manzanas de su propio domicilio había otra más antigua en un edificio que aún conservaba las paredes de adobe. Entre todos aquellos paquetes había algunos dirigidos a residentes en el extranjero.

El automóvil avanzó por las calles llanas y amplias de la ciudad a medianoche. Al volante iba Kazuo, el hermano mayor de Akiko, con ella a su lado. El asiento trasero lo ocupaba el matrimonio Ōsugi, sus padres.

—Me alegro de haber salido tan temprano —dijo Jūichirō Ōsugi—. A veces el tiempo se desajusta y en previsión es mejor llegar lo antes posible.

—Tienes razón —respondió Iyoko, su mujer—. Si nos retrasamos nuestros amigos no se lo tomarán bien, estoy segura.

Los cuatro pares de ojos de la familia miraban fijamente a través del parabrisas tras el cual se desplegaban hileras de casas con las luces apagadas. Tenían todos los mismos ojos glaucos, una peculiaridad de su estirpe.

En la calle no se veía un alma. El coche giró a la derecha nada más pasar la Cámara de Comercio. Enseguida lo hizo a la izquierda, tan pronto como tuvo delante la tenue luz de la comisaría de policía. No tardó en salir junto al nuevo centro cívico donde también estaba la estación de autobuses. El edificio pintado de un blanco inmaculado, de planta rectangular y diseño moderno parecía flotar a los pies del monte Rakan, justo a sus espaldas, que emergía en la oscuridad como una masa tenebrosa. El destino familiar era, precisamente, ese monte. Se proponían subir hasta la cima.

El monte tenía una altura de 195 metros. En el periodo Kōji, entre 1555 y 1558, durante el reinado del emperador Go-Nara, el venerable monje Onoja, primer abad del templo Nōninji, fundó allí su centro de oración y le dio el nombre de Atago. Más tarde, en el quinto año de la era Genroku[1], Keishōin, madre de Tsuneyoshi, quinto sogún de la dinastía Tokugawa, donó al templo dieciséis rakan o estatuas de santos budistas que fueron allí instaladas, momento a partir del cual el lugar comenzó a ser conocido por la gente como Rakan.

Kazuo aparcó bajo los grandes ventanales del centro cívico. Desde el otro lado de los oscuros cristales, la luz de las farolas iluminaba tenuemente la altura casi absurda del techo interior del edificio, así como incontables sillas ordenadas en filas semicirculares enfrentadas a un escenario vacío como todo lo demás. El vacío reflejando vacío, un tenso equilibrio que resultaba inapreciable durante el día cuando estaba lleno de gente.

Después de echar un vistazo a su alrededor, Kazuo abrió el maletero del coche. Sacó una mochila bien provista de comida y una manta para protegerse del frío y se lo colgó todo a la espalda. Los demás iniciaron el ascenso cargados de cámaras y prismáticos.

Akiko saltó del asiento del copiloto con un gesto grácil. Para abrigarse había elegido un pantalón gris, un jersey grueso de esquiar y una bufanda larga enrollada al cuello. La etérea belleza de su rostro resplandecía aun en plena noche y el pañuelo con el que cubría su cabello enmarcaba sus rasgos delicados. El aire frío de la madrugada le insufló vitalidad y con su linterna plateada alumbró aquí y allá para comprobar su alcance, aunque en sus manos pareciera como si se tratara más bien de un arma mortífera.

Jūichirō salió tras ella. Se puso una cazadora encima del jersey e Iyoko, vestida con quimono, se cubrió con un sobretodo de corte tradicional y con una bufanda. Tras graduarse en la Facultad de Letras, Jūichirō había ejercido como profesor durante un breve periodo, casi como si fuera un pasatiempo, si bien nunca llegó a inclinarse del todo por una profesión puramente intelectual. No obstante, su cara alargada, sus gafas, producían la impresión de inteligencia. Con su nariz prominente desprovista de carne olfateaba de inmediato el distintivo aroma de la soledad y la desolación de quienes lo rodeaban, el mismo olor con el que él había crecido. Comparadas con sus facciones, las de Iyoko, por el contrario, resultaban mucho más cálidas, corrientes, la misma expresión carente de toda perspicacia y con un marcado aire de credulidad que había heredado su hijo.

La excursión dio comienzo por un acceso al monte fácilmente distinguible a pesar de la oscuridad y lo hicieron en completo silencio. Ascendieron poco a poco flanqueados por los cedros vagamente iluminados por la luz de las linternas que se enredaba entre sus pies. A partir de ese punto donde se encontraban ya no había más farolas.

En la parte baja apenas soplaba el viento, si bien a medida que ascendían los árboles susurraban cada vez más alto. Entre los huecos que se abrían en medio de los árboles, allí donde el cielo nocturno quedaba al descubierto, se revelaba una profundidad como el abismo de un pozo y las estrellas brillaban cada vez con mayor intensidad. Kazuo, a la cabeza del grupo, alumbraba el sendero con la linterna y justo en el extremo donde alcanzaba la luz descubrió a un costado unas lápidas. Era un camino ancho con una suave pendiente. Dieron un amplio rodeo alrededor de las lápidas para salir enseguida a un espacio abierto en mitad del monte. Las luces iluminaron unos bancos vacíos a esas horas de la noche y restos de basura esparcidos por el suelo.

No se oía ningún canto de pájaro. Después de dejar atrás el claro, el sendero volvía a estrecharse para hacerse más agreste y empinado. A pesar de los travesaños de madera colocados transversalmente en el suelo para facilitar la ascensión, las piedras y las raíces de los árboles brotaban por todas partes. La luz artificial, por su parte, tenía el efecto de exagerar las irregularidades del terreno, deformaba las rocas, proyectaba sus sombras sobre el camino. El viento arreciaba en las copas de los árboles, aumentaba su ulular.

Nada de aquello, sin embargo, les distrajo de su noble objetivo y ninguna de las dos mujeres parecía asustada.

De haber sido una noche de luna llena habrían disfrutado de mucha más claridad de la que había en ese momento aun sumergidos en mitad del bosque. La luna, de hecho, había hecho acto de presencia al ocaso, pero a medianoche se esfumó del firmamento llevándose consigo el resplandor lechoso de su cuarto creciente. Así las cosas, el ascenso continuó entre ánimos mutuos, pero lo cierto era que, de haber sido de día, hasta un niño habría trepado por allí sin ninguna dificultad.

Por fin salieron a una especie de pradera un tanto angosta en una de cuyas esquinas las linternas iluminaron cuatro o cinco escalones medio arruinados, los cuales daban la impresión de una cascada de piedra bajo la penumbra de los cedros.

—¡Por fin llegamos! —exclamó Jūichirō entre jadeos—. El mirador está muy cerca.

—Hemos tardado en subir veintisiete minutos desde el coche —constató Kazuo mientras se acercaba a la cara la esfera iluminada del reloj de pulsera.

El mirador era apenas un desmonte en el terreno rocoso de unos trescientos metros cuadrados. Al norte, un monolito de piedra protegido a su espalda por el bosque conmemoraba una visita imperial al lugar. El claro se abría hacia el sur y aparte de unas cuantas ramas de pino retorcidas y algunos setos, nada obstruía la vista del horizonte. Un poco más abajo, hacia el este, se extendían las luces de la ciudad de Hanno y más allá, tras unas manchas de verdor oscuras, brillaban las luces rojas y amarillas de la base militar Johnson.

—¿Qué hora es?

—Faltan siete minutos para las cuatro.

—Menos mal que hemos llegado antes. Quería estar aquí al menos con media hora de antelación respecto a la hora establecida.

En cuanto se secó el sudor de sus cuerpos provocado por el esfuerzo de la ascensión, sintieron el verdadero frío de la montaña en un amanecer del mes de noviembre. Kazuo extendió la vieja manta en el suelo y su madre y su hermana se esforzaron también para acomodar un lugar donde sentarse sin dejar de luchar en ningún momento contra el viento del norte. Iyoko sirvió de un termo un té rojo bien caliente en vasos de plástico y seguidamente sacó unos sándwiches envueltos en papel. Disponían de tiempo suficiente para disfrutar de la visión de las estrellas bajo el cielo despejado.

—No hay luna ni tampoco una sola nube —señaló Iyoko con la voz cargada de emoción.

“La estrella más hermosa” de Yukio Mishima

Yukio Mishima. Nacido como Kimitake Hiraoka en Tokio el 14 de enero de 1925, es una de las figuras más deslumbrantes y controvertidas de la literatura japonesa del siglo XX. Su obra, marcada por la fusión de la tradición japonesa y las tensiones de la modernidad, lo consagró como un estilista exquisito y un narrador profundo de los dilemas de su tiempo. Escritor prolífico, Mishima dejó un legado de cuarenta novelas, dieciocho obras de teatro, veinte libros de relatos y una vasta producción ensayística que sigue cautivando y desafiando a lectores de todo el mundo.

La narrativa de Mishima combina una belleza lírica inigualable con una exploración feroz de temas como la muerte, la sexualidad, la identidad y el nacionalismo. Obras como Confesiones de una máscara, El pabellón de oro y El marino que perdió la gracia del mar destacan por su capacidad para revelar los abismos más oscuros del alma humana, mientras que su tetralogía El mar de la fertilidad, culminada con La corrupción de un ángel, es un monumento literario que examina el ciclo de la vida, la espiritualidad y la decadencia.

Candidato al Premio Nobel de Literatura en 1968, honor que recayó en su mentor Yasunari Kawabata, Mishima no solo dejó una marca indeleble en las letras japonesas, sino que también se convirtió en un símbolo de las contradicciones culturales de Japón en la posguerra. Su rechazo a la occidentalización y su defensa de los valores tradicionales sintoístas lo llevaron a fundar el Tatenokai, una milicia privada dedicada a la restauración del espíritu japonés. Este fervor culminó en su dramática muerte por seppuku el 25 de noviembre de 1970, tras un fallido intento de incitar un golpe militar para reinstaurar el poder imperial.

Mishima fue mucho más que un escritor; fue un artista obsesionado con la belleza, un hombre que vivió entre la palabra y la espada, y un espíritu indomable que buscó darle un significado trascendental a cada acto de su vida. Hoy, su obra resuena como un canto trágico y sublime que nos invita a reflexionar sobre el choque entre tradición y modernidad, entre el deseo y la disciplina, entre la vida y la muerte.