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La estrella del sur

Resumen del libro:

La estrella del sur, de Julio Verne, es una fascinante obra de aventuras que entrelaza temas de amor, ambición y ciencia en el exótico y salvaje entorno de las minas de diamantes en Sudáfrica. La historia sigue a Cipriano Meré, un ingeniero francés que ha dejado su país para buscar fortuna en Griqualandia Occidental, un territorio conocido como los “Campos de Diamantes”. Cipriano, con la aspiración de casarse con Alicia Watkins, la hija de un acaudalado terrateniente local, se encuentra en una lucha tanto material como emocional. Mientras él intenta ganar su lugar en esta dura tierra de pioneros y exploradores, debe enfrentarse a los deseos del padre de Alicia, quien prefiere un esposo rico y establecido para su hija.

Guiado por la devoción y los consejos de Alicia, Cipriano abandona su intento de encontrar diamantes a través de la minería convencional y decide apostar por un método científico y arriesgado: la síntesis de un diamante artificial. Así nace “La estrella del sur”, un extraordinario diamante que despierta no solo el entusiasmo, sino también la envidia y la codicia de los personajes que rodean al ingeniero. Este giro al experimento científico da lugar a una serie de eventos que sumergen a Cipriano en una vertiginosa secuencia de intrigas, peligros y pruebas. Los conflictos no se limitan a lo emocional, sino que abarcan rivalidades de clase y codicias personales en una región donde la ambición puede costar la vida.

Julio Verne, conocido como el padre de la ciencia ficción moderna, sorprende aquí con una historia que mezcla el realismo de la vida en las colonias mineras con la imaginación científica que caracteriza su obra. La estrella del sur, aunque menos famosa que otras de sus novelas, explora de manera inteligente las posibilidades y los riesgos de la ciencia aplicada a la ambición humana. Verne aborda temas de gran vigencia: el poder de la ciencia, la lucha por el amor y la riqueza, y los dilemas éticos que surgen cuando el ser humano intenta dominar la naturaleza a cualquier precio. Este libro representa uno de los primeros intentos del autor de fusionar el romance con la ciencia en una aventura situada en tierras desconocidas y exóticas para el lector europeo de la época.

A través de su estilo dinámico y sus detalladas descripciones, Verne nos sumerge en un universo donde el paisaje africano cobra vida y los personajes, complejos y ambiciosos, deben lidiar con sus propias pasiones. La estrella del sur es, sin duda, una novela donde la aventura y la reflexión sobre la ciencia se entrelazan de manera magistral, haciendo de esta una obra indispensable para aquellos interesados en los primeros pasos de la ciencia ficción y en el inigualable talento narrativo de Julio Verne.

I. ¡Ah, cuán terribles son esos franceses!

—Os escucho, señor.

—Caballero, tengo el honor de solicitar la mano de miss Watkins, vuestra hija.

—¿De Alice?…

—De Alice, señor. Mi demanda parece, sorprenderos. Dispensadme pues si no acierto a explicarme en qué puede pareceros extraordinaria. Como sabéis, me llamo Méré. Bien, actualmente, cuento veintiséis años y soy ingeniero de minas, salido con el número dos de la Escuela Politécnica. Mi familia es sumamente honrada, si bien carece de fortuna. El cónsul de Francia en el Cabo podrá confirmar cuanto os digo, si así lo deseáis, lo mismo que mi amigo Barthés, el valiente cazador que ya conocéis, como todos en Griqualandia. Estoy aquí con una misión científica por cuenta de la Academia de Ciencias y del Gobierno francés. En este último año he conseguido el premio Houdart, en el Instituto, por mis trabajos sobre la formación química de las rocas volcánicas de la Auvernia. Mi memoria acerca de la cuenca diamantífera del Vaal, que casi he concluido, no puede menos de ser bien acogida por el mundo ilustrado. Al dar término a mi misión, seré nombrado profesor adjunto de la Escuela de Minas de París, y he ordenado que alquilasen para mí un piso en la calle de la Universidad, 104, piso tercero. Mi sueldo se elevará a comienzos de enero próximo a cuatro mil ochocientos francos. No es una riqueza, bien yo lo sé; pero con el producto de otros trabajos personales, con visitas periciales, con premios académicos y colaboración en revistas científicas, este sueldo casi ha de doblarse. Agregaré que siendo mis gustos bastante modestos, no se necesita más para ser feliz. Caballero, os lo repito: tengo el honor de pediros la mano de vuestra hija.

Fácil era ver con sólo considerar este breve discurso, que Cyprien tenía la costumbre, ante todo, de marchar directamente hacia su objeto y de hablar con entera franqueza.

Su fisonomía no desmentía la impresión que causaba su lenguaje; era la de un joven ocupado habitualmente en las altas concepciones científicas, que no da a las vanidades mundanas más tiempo que el estrictamente necesario.

Sus cabellos castaños, bien cortados, la sencillez de su traje de viaje, de cutis gris, el sombrero de paja de diez sueldos, que había colocado al entrar sobre una silla, a pesar que su interlocutor permanecía imperturbablemente cubierto, con esa poca aprensión habitual a los tipos de la raza anglosajona, todo en Cyprien Méré denotaba un espíritu serio, como su mirada límpida revelaba un corazón puro y una conciencia recta.

Es menester agregar también, que este joven francés hablaba el idioma inglés con perfección, como si hubiese vivido largo tiempo en los condados más británicos del Reino Unido.

Mister Watkins le escuchaba fumando una larga pipa, sentado en un sillón de madera, la pierna izquierda extendida sobre un taburete de paja, el codo en el extremo de una mesa rústica, frente a un frasco de ginebra y de un vaso lleno de este licor alcohólico.

Este personaje aparecía vestido con pantalón blanco, una chaqueta de gruesa tela azul, una camisa de franela amarilla, sin chaleco ni corbata. Bajo el gran sombrero de fieltro, que parecía atornillado sobre su cabeza gris, se redondeaba un rostro rojo y abotagado, que se hubiera podido creer inyectado con jalea de grosella. Esta cara poco atractiva, sembrada a intervalos de una barba seca, color de grama, estaba perforada por dos ojillos grises que no respiraban seguramente paciencia ni bondad.

Fuerza es decir, en descargo de mister Watkins, quien sufría terriblemente de la gota, lo que le obligaba a tener su pie izquierdo envuelto en trapos; y la gota, lo mismo en el África meridional que en los demás países, no se ha hecho para dulcificar el carácter de aquéllos cuyas articulaciones muerde.

La escena pasaba en la planta baja de la granja de mister Watkins, situada hacia el 29 grado de latitud Sur y los 22 grados de longitud Este del meridiano de París, en la frontera occidental del Estado libre de Orange, al Norte de la colonia británica del Cabo, en el centro del África austral o anglo-holandesa. En este país, del que la orilla derecha del río Orange forma el límite hacia los confines meridionales del gran desierto de Kalahari, que lleva en las antiguas cartas el nombre de país de los Griquas, es llamado con justicia desde hace unos dos lustros, el Diamondsfield, o sea, campo de diamantes.

La habitación donde se celebraba esta entrevista diplomática, era también notable por el lujo extemporáneo de algunas piezas de su moblaje, cuanto por la pobreza de otros detalles en el interior. Por ejemplo, el suelo era simplemente de tierra batida, pero en cambio, estaba cubierto a trozos con espesas alfombras y pieles preciosas. En aquellas paredes, que jamás habían sido empapeladas, había colgadas una magnífica péndola de cobre cincelado, armas de precio de diversas fabricaciones, láminas inglesas encuadradas en magníficos bordados. Un sofá de terciopelo aparecía junto a una mesa de madera blanca, buena a lo sumo, para las necesidades de una cocina.

Sillones venidos en línea recta de Europa, tendían en vano sus brazos a mister Watkins, que prefería un viejo sitial, labrado en otro tiempo por sus propias manos. Finalmente, la acumulación de objetos de valor, y sobre todo la mezcla de pieles de panteras, leopardos, jirafas, gato-tigres, que estaban arrojadas sobre todos los muebles, daban a esta sala un aspecto de bárbara opulencia.

La forma del techo evidenciaba que aquella casa no tenía unos pisos superiores, componiéndose sólo de la planta baja. Como todas las del país, estaba construida, parte de tablas y parte de tierra arcillosa, y cubierta por hojas de zinc acanaladas, sentadas sobre su ligera armadura.

Se advertía además que la habitación acababa apenas de terminarse. En efecto, bastaba asomarse a una de las ventanas para percibir a derecha e izquierda cinco o seis construcciones abandonadas, todas del mismo orden, pero de edad diferente y en un estado de decrepitud cada vez más avanzado.

Eran otras tantas casas que mister Watkins había construido sucesivamente, habitadas o abandonadas según el estado de su fortuna, y que marcaban, por decirlo así, los escalones. La más lejana estaba hecha solo con terrones de césped, y no merecía sino el nombre de choza. La siguiente estaba hecha con arcilla. La tercera, con arcilla y planchas; la cuarta, con arcilla y zinc. He aquí la escala ascendente que el incremento de la industria de mister Watkins le había permitido subir.

Todos estos edificios, más o menos arruinados, se levantaban sobre un montículo situado cerca de la confluencia del Vaal y del Modder, los dos principales tributarios del Orange en esta región del África austral. Y hasta donde alcanzaba la vista, en todo el contorno, es decir hacia el Sudoeste y el Norte sólo se veía la llanura triste y desnuda.

El Veld, como dicen en el país, lo forma un suelo rojizo; seco, árido, polvoriento, apenas sembrado de trecho en trecho de una hierba escasa y de algunos ramilletes de arbustos espinosos. La absoluta falta de árboles es el rasgo característico de este triste cantón. Desde luego, teniendo en cuenta el que tampoco existe hulla, así como las comunicaciones con el mar son pocas y difíciles, no se extrañará entonces que falte el combustible y que haya precisión de quemar el estiércol de los ganados para los usos domésticos.

Sobre este fondo monótono, de casi lamentable aspecto, se establece la corriente de los dos ríos, tan anchos, tan poco encajonados, que apenas se comprende cómo no esparcen sus aguas a través de toda la llanura.

Tan sólo hacia el Oriente el horizonte está cortado por los lejanos picos de dos montañas, el Peatberg y el Paardeberg, al pie de las cuales una vista privilegiada puede llegar a distinguir el humo, el polvo, pequeños puntos blancos, que son casas o tiendas, y alrededor de ellas un hormigueo continuo de seres animales de varias clases.

Allí, en el Veld, es donde hallan los placeres de diamantes en explotación, el Du Toit’s Pan, el New Rush, el más rico tal vez de todos ellos, y el Vandergaart Kopje. Estas diversas minas a cielo abierto y casi a flor de tierra, que están comprendidas bajo el nombre general de dry-diggins, o minas en seco, han producido desde 1870 unos cuatrocientos millones de diamantes y piedras finas. Se encuentran reunidas en una circunferencia cuyo radio mide aproximadamente dos o tres mil kilómetros. Se las veía muy distintamente con el anteojo desde las ventanas de la granja Watkins, que no estaba separada de ellas más de cuatro millas inglesas.

La palabra granja es un término impropio si se aplica a un establecimiento de este género, porque era imposible percibir en los alrededores ninguna clase de cultivo. Como todos los pretendidos granjeros de esta región del Sur de África, mister Watkins era más bien un pastor, propietario de rebaños de bueyes, cabras y carneros, que el verdadero gerente de una explotación agrícola.

Entre tanto mister Watkins no había aún respondido a la demanda tan política y a la vez tan claramente formulada por Cyprien Méré.

“La estrella del sur” de Julio Verne

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