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La estrella de Pandora

Resumen del libro:

Cuando el astrónomo Dudley Bose observa cómo se desvanece una estrella a más de mil años luz de distancia, la Federación se muestra ansiosa por descubrir lo que ha ocurrido en realidad. Dado que los agujeros de gusano convencionales no pueden cubrir semejante distancia, se ven obligados a construir la primera nave estelar más rápida que la luz. Capitaneada por Wilson Kime, un antiguo astronauta de la nasa un tanto impaciente por revivir sus viejos días de gloria, la Segunda Oportunidad parte en su histórico viaje de descubrimiento.Pero allí fuera hay alguien o algo que debía de tener muy buenas razones para sellar un sistema estelar entero y si la Segunda Oportunidad se las arregla para encontrar una forma de entrar, ¿qué podría dejar salir?

Prólogo

Marte dominaba por completo el espacio en el exterior del Ulises; aquella medialuna hinchada de planeta de color rojo sucio que nunca consiguió llegar a ser mundo. Pequeño, gélido, estéril, sin aire, no era más que la versión, más fría, del infierno del sistema solar. Y, sin embargo, su resplandeciente presencia en el cielo había dominado gran parte de la historia de la humanidad, primero como un dios que inspiró a generaciones de guerreros, luego como objetivo para infinidad de soñadores.

Y en esos momentos, para el capitán piloto de la NASA Wilson Kime, se convertía en tierra firme. Doscientos kilómetros más allá del parabrisas estrecho y curvado del vehículo de aterrizaje comenzó a distinguir la brecha oscura que era el valle Marineris. De niño había entrado en las tecnofantasías del grupo Aries Underground, hechizado al pensar que un día, en un futuro no especificado, una corriente de agua encabritada volvería a precipitarse por aquella inmensa hondonada cuando el ingenio humano liberara el hielo congelado que permanecía atrapado bajo aquel paisaje oxidado. Y ese mismo día, Wilson iba a caminar por esos cráteres polvorientos que había estudiado en mil fotos de satélite, sostendría la legendaria arena fina y roja en sus manos enguantadas y observaría los hilillos que se deslizarían entre sus dedos en aquella gravedad baja. Aquel era un día glorioso que iba a pasar a la historia.

Wilson comenzó a respirar hondo de forma automática, un ejercicio de inspiraciones regenerativas para calmar los latidos de su corazón antes de que la realidad de lo que estaba a punto de pasar afectara a su metabolismo. No pensaba darles a esos puñeteros médicos de despacho de Houston la oportunidad de cuestionar su estado físico y que le impidieran pilotar el vehículo de aterrizaje. Se había pasado ocho años en las Fuerzas Aéreas de EE.UU., incluyendo dos períodos de servicio en la base de Japón durante la Operación Llevar la Paz, seguidos por otros nueve años en la NASA. Toda esa concentración y anticipación; los sacrificios, su primera mujer y un crío de los que se había alejado por completo; los eternos entrenamientos en Houston con RV, las conferencias de prensa, aquellas visitas absurdas a las fábricas concertadas por los RR.PP.; lo había soportado todo porque el final estaba allí, en el más sagrado de los lugares.

Marte. ¡Por fin!

—Iniciando alcance KRV, cruce de datos en tiempo real —le dijo al piloto automático del vehículo de aterrizaje. Los dibujos geométricos de las hebras coloreadas de luz apresadas en el interior del parabrisas comenzaron a cambiar. El piloto mantuvo un ojo clavado en el reloj: ocho minutos—. Purgando sistema BGA y túnel vincular del vehículo. —Con la mano izquierda le dio un papirotazo a los interruptores de la consola y observó los diminutos LED que se encendían para confirmar el ciclo de cambio. La NASA jamás confiaría algunas acciones a programas activados por la voz—. Conectando válvula no propulsora BGA. Aguardando confirmación de secuencia de separación de nave principal.

—Afirmativo, Águila II —le dijo la voz de Nancy Kressmire por los auriculares —. El análisis telemétrico os muestra en modo operativo. Sistemas de energía de la nave principal listos para desconexión.

—Recibido —le dijo el piloto a la capitana del Ulises. Unas telarañas de color turquesa y esmeralda parpadearon con elegancia en el interior del parabrisas para informar del nivel de la potencia interna del vehículo de aterrizaje. Sus colores, fuertes y primarios, parecían un tanto extraños comparados con la palidez apagada del glacial paisaje marciano que se veía en el exterior—. Conectando todas las células de energía internas. Tengo siete luces verdes para separación umbilical. Replegando túnel de acceso intervehicular.

Unos alarmantes estruendos metálicos resonaron por la pequeña cabina cuando el túnel estanco de la nave espacial se hundió en el fuselaje. Hasta Wilson se estremeció al oír aquellos molestos sonidos y él conocía el trazado mecánico de la nave mejor que sus diseñadores.

—¿Señor? —preguntó. Según el manual de la NASA, una vez que la cámara estanca del vehículo de aterrizaje se desconectaba de la nave principal, técnicamente hablando ya eran un vehículo independiente y Wilson no era el oficial de mayor graduación.

—El Águila II es suyo, capitán —dijo el comandante Dylan Lewis—. Llévenos abajo cuando quiera.

Wilson era muy consciente de la cámara que tenía en la parte posterior de la cabina.

—Gracias, señor —dijo—. En siete minutos estaremos listos para completar la desconexión. —El piloto sintió la excitación de los cinco pasajeros que viajaban a su espalda. No los había más estirados que ellos, había tanta corrección en aquella cabina que se podía embotellar. Pero cuando llegaba el momento de la verdad, eran tan incapaces de controlarse como una panda de colegiales rumbo a su primera fiesta en la playa.

El piloto automático repasó lo que quedaba de la secuencia anterior al despegue, con Wilson ordenando y controlando la lista; el piloto respetó la tradición que hacía imprescindible el control humano y que se remontaba a la Mercurio Siete y su épica lucha para que los astronautas fueran algo más que carne en conserva. Y a los siete minutos exactos, los pernos de sujeción se retiraron. Wilson encendió los motores SCR, que alejaron con suavidad el Águila II del Ulises. Esa vez no pudo hacer nada para evitar que se le disparara el corazón.

La estrella de Pandora – Peter F. Hamilton

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