La dama pálida

Resumen del libro: "La dama pálida" de

“La dama pálida”, de Alejandro Dumas, es una joya dentro del subgénero de la literatura gótica y vampírica. En este relato, Dumas explora con maestría los oscuros y macabros rincones del alma humana, desplegando una atmósfera cargada de misterio y horror. La historia, ambientada en los Cárpatos, nos introduce en un mundo donde lo sobrenatural y lo real se entrelazan de manera perturbadora. Desde las primeras páginas, el lector se ve atrapado en un ambiente de pesadilla, con descripciones sombrías que dibujan paisajes desolados y figuras fantasmales que, aunque muertas en apariencia, mantienen una presencia inquietante a través de sus “terribles ojos”, como se describe en uno de los pasajes más memorables.

Dumas, conocido principalmente por sus grandes aventuras como “Los tres mosqueteros” y “El conde de Montecristo”, sorprende aquí con una narrativa mucho más oscura, pero no menos magistral. Su capacidad para conjugar la emoción y el suspense, envuelto en una prosa rica y evocadora, lo convierte en un autor versátil, capaz de transitar con éxito tanto en la épica heroica como en el horror gótico. La figura de la vampira que da título a la obra se convierte en un símbolo de la perdición y la sed de vida, ofreciendo una reflexión inquietante sobre la muerte y lo que queda después de ella.

La tensión en “La dama pálida” se construye de forma gradual, con cada nuevo detalle sumergiendo al lector más profundamente en una trama que mezcla lo sobrenatural con los dilemas existenciales. Como otras grandes obras vampíricas del siglo XIX, como “El vampiro” de Polidori o “Carmilla” de Le Fanu, este relato se sitúa en el cruce de la fantasía y el terror psicológico, con personajes que, pese a su naturaleza monstruosa, mantienen una humanidad trágica que los hace aún más terroríficos.

Es imposible no destacar el poder de las imágenes que Dumas presenta: la sangre goteando de los cabellos negros, la herida abierta que deja ver la esencia de la muerte y, sin embargo, la vida en los ojos de la protagonista. Estas imágenes, imbuidas de un simbolismo inquietante, refuerzan el tono gótico y nos recuerdan la habilidad del autor para penetrar en lo más profundo de los miedos humanos.

En resumen, “La dama pálida” es un ejemplo exquisito de la narrativa de terror decimonónica, en la que Dumas se permite explorar un registro más oscuro y perturbador. La obra mantiene su vigencia por la manera en que conecta el miedo con el deseo, la muerte con la inmortalidad, y nos muestra que, al final, lo más terrorífico no es lo que está muerto, sino aquello que se resiste a morir.

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Los montes Cárpatos

—Soy Polaca; nací en Sandomir, es decir, en un país donde las leyendas llegan a ser artículos de fe, donde creemos en nuestras tradiciones de familia tanto, o más quizá, que en el Evangelio. Ninguno de nuestros castillos deja de tener su espectro, ni existe una sola cabaña sin su espíritu familiar. Tanto en la mansión del rico como en la morada del pobre, en el castillo como en la choza, se reconoce lo mismo el principio amigo, que el principio enemigo. A veces entran en lucha y combaten. Entonces suenan en las galerías misteriosos rumores, rugidos espantosos en las viejas torres, terremotos terribles que estremecen las paredes, que obligan tanto a aldeanos como a caballeros a huir lo mismo de la cabaña que del castillo corriendo a la iglesia en busca de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos preservativos contra los demonios que nos atormentan.

Pero otros principios combaten allí siempre cara a cara, principios más terribles, más encarnizados, más implacables aún la tiranía y la libertad.

El año 1825 presenció entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales diríase que se vierte toda la sangre de un pueblo, como se vierte a menudo toda la sangre de una familia.

Mi padre y mis dos hermanos habían alzado pendón contra el nuevo Zar, yendo a agruparse bajo la bandera de la independencia polaca, vencida siempre, pero siempre erguida.

Supe un día que mi hermano más joven había sucumbido, otro día me anunciaron que mi hermano mayor había sido herido de muerte, y por fin, después de un día entero, durante el cual había estado oyendo el aterrador rugido del cañón que incesantemente se aproximaba, vi llegar a mi padre con un centenar de jinetes, restos de los tres mil hombres que capitaneara.

Venía a encerrarse en nuestro castillo con intención de enterrarse bajo sus ruinas.

Mi padre que nada temía por él, temblaba por mí. En efecto, para mi padre no se trataba más que de la muerte, pues que estaba bien seguro de no caer vivo en manos de sus enemigos; pero para mí se trataba de la esclavitud, del deshonor, de la vergüenza.

De los cien hombres que le quedaban, eligió mi padre diez, llamó al intendente, le entregó todo el oro y joyas que poseíamos y recordando que, cuando la segunda partición de Polonia, mi madre, casi niña, había encontrado un refugio impenetrable en el monasterio de Sahastrú, situado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó conducirme a ese monasterio que, hospitalario para la madre, no sería sin duda menos hospitalario para la hija.

No obstante el gran amor que me profesaba mi padre, la despedida no fue larga. Según toda probabilidad, los rusos debían avistar el castillo al siguiente día, y por lo tanto, no había tiempo que perder.

Me puse precipitadamente un traje de amazona con el cual tenía por costumbre acompañar a mis hermanos en sus cacerías. Se me ensilló el caballo más seguro de la cuadra, mi padre colocó en el arzón sus propias pistolas, obra maestra de Toula, me abrazó y dio la orden de partida.

Durante la noche y la jornada del siguiente día hicimos veinte leguas siguiendo las orillas de una de esas rías sin nombre que van a arrojarse en brazos del Vístula. Esta primera etapa nos había puesto fuera del alcance de los rusos.

A los últimos rayos del sol habíamos visto brillar las nevadas cumbres de los montes Cárpatos.

Al terminarse la jornada del siguiente día alcanzamos su base; y por fin, al amanecer del tercer día, empezamos a penetrar en uno de sus desfiladeros.

Nuestros montes Cárpatos no se parecen por cierto a las civilizadas montañas de vuestro Occidente. Cuanto la naturaleza tiene de extraño y grandioso se presenta allí a las miradas en su más completa majestad. Sus tempestuosas cimas se pierden en las nubes, cubiertas de eternas nieves; sus inmensos bosques de abetos se inclinan sobre el pulido espejo de lagos parecidos a mares; lagos cuya límpida superficie nunca surcó la menor navecilla, cuyo cristal, profundo como el azul del cielo, jamás empañó la red del pescador; allí apenas resuena de vez en cuando la voz humana, entonando algún canto moldavo al cual responden los gritos de los animales salvajes. Canto y gritos van entonces a despertar algún eco solitario, asombrado de que un rumor cualquiera le haya dado a conocer su propia existencia.

Durante millas enteras, se viaja bajo sombrías bóvedas de bosques cortados por las inesperadas maravillas que la soledad ofrece a cada paso y que asombran y admiran. Allí el peligro se halla en todas partes, y se compone de mil peligros diferentes, pero ni tiempo se tiene para sentir miedo, tanta es la sublimidad de que se revisten. Aquí cascadas improvisadas por el derretimiento de los hielos que, saltando de roca en roca, invaden repentinamente el estrecho sendero que seguís, sendero abierto por la bestia salvaje y el cazador que la persigue; más allá árboles minados por el tiempo que desprendiéndose del suelo caen con terrible estruendo parecido a un terremoto; otras veces soplan huracanes que os envuelven de nubes por en medio de las cuales se ve brillar, alargarse y torcerse el rayo, parecido a una serpiente de fuego.

Siguen a los elevados picos, a los bosques vírgenes, a las montañas gigantes, a las selvas sin límites, llanuras sin fin, verdadero mar con sus olas y tempestades, sábanas áridas y abolladas donde la vista se pierde en un horizonte sin límites; entonces no es ya terror lo que se tiene, sino honda tristeza, vasta y profunda melancolía de que nada puede distraeros, porque el aspecto del país, hasta donde alcanza la mirada, es siempre el mismo. Subís y bajáis veinte veces cuestas parecidas, buscando en vano un camino trillado; al verse así perdido el viajero en su propio aislamiento y en medio de los desiertos, se cree solo en la naturaleza, y su melancolía se trueca en desolación. En efecto, la marcha parece haber llegado a ser una cosa inútil y que a nada puede conduciros; no encontráis aldea, ni castillo, ni choza, ningún vestigio de habitación humana. Sólo algunas veces, como una tristeza más en aquel yermo paisaje, un pequeño lago sin cañaverales, sin matorrales, dormido en el fondo de un barranco, como otro Mar muerto, corta el camino con sus verduzcas aguas, por encima de las cuales se elevan al acercaros, algunos pájaros acuáticos con discordes y prolongados gritos. Después dais un rodeo, subís la colina que se os presenta, bajáis a otro valle, de nuevo subís otra colina, y esto dura hasta que se ha atravesado la cadena montañosa, que va siempre menguando.

Pero, pasada esta cordillera, si volvéis hacia el mediodía, entonces recobra el paisaje su grandiosidad, entonces veis otra cordillera de montes más elevados, de forma más pintoresca, de aspecto más rico; esa nueva cordillera ostenta sus penachos de bosques, sus serpenteadores arroyos; con la sombra y el agua renace la vida en el paisaje; se oye la campana de una ermita; se ve serpentear una caravana en la falda de una montaña. En fin, a los últimos rayos del sol, se distinguen, como una bandada de blancos pájaros acurrucados, las casas de algunas aldeas que parecen haberse agrupado como para preservarse de cualquier ataque nocturno; porque, con la vida ha vuelto el peligro, y no son ya, como en los primeros montes que se han atravesado, bandadas de osos y de lobos las que deben temerse, sino hordas dé bandidos moldavos las que deben combatirse.

“La dama pálida” de Alejandro Dumas

Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.

Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.