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La dama de Monsoreau

Resumen del libro:

Alejandro Dumas, célebre escritor francés del siglo XIX, es conocido por su habilidad para tejer tramas históricas llenas de intriga, romance y aventura. Sus obras, impregnadas de un profundo conocimiento de la historia y la sociedad de su época, han dejado una marca perdurable en la literatura universal.

“La dama de Monsoreau”, segunda entrega de la trilogía sobre las guerras de religión, transporta al lector a la Francia del siglo XVI, una época tumultuosa marcada por conflictos políticos y enfrentamientos entre la nobleza cortesana. La trama se inicia en una noche de febrero de 1578, cuando Louis de Clermont, señor de Bussy, es emboscado en París por los favoritos del rey Enrique III. Herido, encuentra refugio en la casa de Diana de Meridor, retenida por el señor de Monsoreau. En su delirio, Bussy se enamora perdidamente de Diana, desencadenando así una apasionante historia de amor en medio de un contexto histórico convulso.

La narrativa de Dumas es magistral en la creación de personajes complejos y vívidos, cuyas acciones están entrelazadas con los acontecimientos políticos de la época. A través de las páginas de “La dama de Monsoreau”, el lector es transportado a un mundo de intrigas palaciegas, traiciones y luchas de poder, donde los personajes se enfrentan a desafíos tanto personales como políticos.

El romance entre Bussy y Diana se convierte en el eje central de la trama, pero está rodeado por un elenco de personajes secundarios igualmente fascinantes, cada uno con sus propias motivaciones y ambiciones. La prosa de Dumas, ágil y envolvente, mantiene al lector en vilo a lo largo de la historia, mientras los eventos se suceden con un ritmo frenético.

A medida que la trama avanza, Dumas despliega con maestría los conflictos internos y externos que enfrentan los protagonistas, ofreciendo un retrato vívido y detallado de la sociedad francesa del siglo XVI. A través de sus descripciones evocadoras y diálogos llenos de tensión, el autor recrea magistralmente el ambiente tenso y peligroso de la corte de Enrique III.

En resumen, “La dama de Monsoreau” es una obra magistral que combina hábilmente romance, aventura e intriga política en el marco de las guerras de religión en Francia. Con su prosa cautivadora y personajes inolvidables, Alejandro Dumas nos sumerge en un viaje inolvidable a una época fascinante de la historia europea.

Capítulo I

La boda de Saint-Luc

El domingo de carnaval del año 1578, después de la fiesta popular, y mientras se apagaban en las calles los rumores de la alegre jornada, comenzaba una espléndida fiesta en el magnífico palacio que acababa de ser construido, al otro lado del río y casi en frente del Louvre, por esa ilustre familia de Montmorency, que, aliada a la realeza de Francia, caminaba al lado de las familias de los príncipes. Esta fiesta particular, que sucedía a la fiesta pública, tenía como objetivo celebrar los esponsales de Francisco de Epinay de Saint-Luc, gran amigo del rey Enrique III y uno de sus favoritos más íntimos, con Juana de Cossé-Brissac, hija del mariscal de Francia del mismo nombre.

El banquete había tenido lugar en el Louvre y el rey, que había consentido el matrimonio muy a su pesar, había aparecido en el festín con un rostro severo que no era nada apropiado a las circunstancias.

Su atuendo, además, parecía en armonía con su cara; se trataba de ese traje marrón oscuro con el que Clouet nos lo ha mostrado asistiendo a las bodas de Joyeuse; y esa especie de espectro de rey, serio hasta la majestuosidad, había dejado helado de espanto a todo el mundo y sobre todo a la joven novia, a quien miraba muy atravesadamente cada vez que la miraba.

Sin embargo, esta actitud sombría del rey, en medio de la alegría de esta fiesta, no parecía extrañar a nadie; pues la causa era uno de esos secretos de la corte que todo el mundo bordea con precaución, como esos arrecifes a flor de agua con los cuales uno está seguro de lastimarse al toparse con ellos.

Apenas terminada la comida, el rey se levantó bruscamente, y por fuerza, todo el mundo se vio obligado a seguir el ejemplo del rey, incluso aquellos que, por lo bajo, confesaban su deseo de seguir sentados a la mesa.

Entonces Saint-Luc había echado una larga mirada a su mujer, como para absorber el valor de los ojos de su esposa, y acercándose al rey:

—Sire —le dijo—, ¿Vuestra Majestad me concederá el honor de aceptar los violines que deseo ofreceros esta noche en el palacio de Montmorency?

Entonces, Enrique III se había dado la vuelta con una mezcla de cólera y de malestar, y como Saint-Luc, inclinado ante él, se lo estaba implorando con una voz de lo más dulce y con una expresión de lo más atractiva:

—Sí, señor —había respondido—, iremos, aunque ciertamente vos no merecéis esta prueba de amistad por nuestra parte.

Entonces, la señorita de Brissac, convertida ya en la señora de Saint-Luc, se lo había agradecido humildemente al rey. Pero Enrique le había dado la espalda sin responder a sus agradecimientos.

—¿Qué tiene, pues, el rey contra vos, señor de Saint-Luc? —había preguntado entonces la joven desposada a su marido.

—Mi hermosa amiga —respondió Saint-Luc—, ya os contaré eso más tarde, cuando esta enorme cólera se haya disipado.

—¿Y se disipará? —preguntó Juana.

—Tendrá que ser así —respondió el joven.

La señorita de Brisac, no era todavía lo suficientemente señora de Saint-Luc como para insistir; hundió su curiosidad en el fondo de su corazón, prometiéndose, para dictar sus condiciones, encontrar un momento en el que Saint-Luc se viera totalmente obligado a aceptarlas.

Esperaban, pues, a Enrique III en el palacio de Montmorency en el momento en el que se abre la historia que vamos a contar a nuestros lectores.

Ahora bien, ya eran las once y el rey aún no había llegado. Saint-Luc había convidado a este baile a todos sus amigos y a todos los amigos del rey; había incluido en las invitaciones a los príncipes y a los favoritos de los príncipes, y particularmente al duque de Alençon, convertido ya en duque de Anjou al advenimiento de Enrique III al trono; pero el señor duque de Anjou, que no había estado en el festín del Louvre, parecía que tampoco se encontraría en la fiesta del palacete de Montmorency.

En cuanto al rey y a la reina de Navarra, habían huido al Béarn y hacían una oposición abierta, guerreando al frente de los hugonotes.

El señor duque de Anjou, según su costumbre, también hacía oposición, pero una oposición sorda y tenebrosa, en la que ponía gran cuidado de mantenerse en la retaguardia.

No hay que decir que sus gentilhombres y los del rey vivían en un mal entendimiento que conducía, al menos dos o tres veces al mes, a una serie de encuentros en los que no era raro que algún combatiente cayese muerto en el acto, o al menos gravemente herido.

En cuanto a Catalina, había conseguido colmar su deseo: su hijo bienamado había llegado a ese trono que ella ambicionaba para él, o más bien para ella; y reinaba en su nombre, a la vez que simulaba despegarse de las cosas de este mundo, y de no tener más preocupación que la de su salvación.

Saint-Luc, inquieto porque no veía llegar a ninguna persona de la realeza, intentaba tranquilizar a su suegro, muy preocupado por esa amenazante ausencia. Convencido como todo el mundo de la amistad que el rey Enrique profesaba a Saint-Luc, había creído que se aliaba con una gracia regia, y he ahí que su hija, por el contrario, se desposaba con algo así como una caída en desgracia regia. Saint-Luc se tomaba todo el trabajo del mundo para inspirarle una seguridad que él mismo no tenía, y sus amigos Maugiron, Schomberg y Quélus, vestidos con sus más magníficas galas, rígidos en sus espléndidos jubones, y cuyas enormes gorgueras parecían bandejas llevando sus cabezas, aumentaban más sus zozobras con sus irónicas quejas.

—¡Eh!, ¡Dios mío!, mi pobre amigo —decía Jacques de Lévis, conde de Quélus—, creo que esta vez estás perdido. El rey te odia porque te has burlado de sus advertencias, y el señor duque de Anjou porque te has burlado de él ante sus narices.

—No, no —respondió Saint-Luc—, te equivocas Quélus, el rey no viene porque ha ido a hacer una peregrinación a los Mínimos del bosque de Vincennes, y el duque de Anjou está ausente porque está enamorado de alguna mujer a quien he olvidado invitar.

—¡Vamos, hombre! —dijo Maugiron—, ¿has visto la cara que ponía el rey en el banquete? ¿Es la fisonomía paternal de un hombre que va a tomar el bordón de peregrino? Y en cuanto al duque de Anjou, su ausencia personal, motivada por la causa que dices, ¿impediría que viniesen sus angevinos? ¿Ves aquí al menos a uno de ellos? Mira, eclipse total, ni siquiera ese fanfarrón de Bussy.

—¡Hum!, señores —decía el duque de Brissac, meneando la cabeza de una manera desesperada—, esto me parece una caída en desgracia en toda la regla. ¡Dios mío!, ¿en qué ha podido nuestra casa, siempre entregada a la monarquía, en qué ha podido disgustar a Su Majestad?

Y el viejo cortesano levantaba dolorosamente los brazos al cielo.

Los jóvenes miraban a Saint-Luc con grandes risotadas que, lejos de tranquilizar al mariscal, le desesperaban aún más.

La joven desposada, pensativa y recogida en sí misma, se preguntaba, como su padre, en qué había podido disgustar Saint-Luc al rey.

Saint-Luc, él, lo sabía, y como consecuencia de ello, era el más intranquilo de todos.

De repente, en una de las dos puertas por las que se entraba en la sala, anunciaron al rey.

—¡Ah! —exclamó radiante el mariscal—, ahora ya no temo nada, y si oigo que anuncian al duque de Anjou, mi satisfacción será completa.

—Y yo —murmuró Saint-Luc—, aún tengo más miedo del rey presente que del rey ausente, pues solamente viene para hacerme alguna jugarreta, lo mismo que para hacerme alguna jugarreta no viene el duque de Anjou.

Pero a pesar de estas tristes reflexiones, no por ello dejó de correr hacia el rey, que finalmente se había quitado su sombrío ropaje marrón y que avanzaba todo resplandeciente de satén, plumas y pedrería.

“La Dama de Monsoreau” de Alejandro Dumas

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