La dama de blanco

La dama de blanco

Resumen del libro: "La dama de blanco" de

Walter Hartright se traslada a Limmeridge para dar clases de dibujo a Laura, sobrina y heredera del barón Frederick Fairlie. Sin que ninguno de los dos pueda evitarlo, surge entre ellos un profundo amor, enturbiado por el compromiso de la muchacha con sir Percival Glyde, que solo busca arrebatarle su fortuna. La aparición de una misteriosa mujer, sin embargo, cambiará de forma inevitable el curso de los acontecimientos.

La dama de blanco, inspirada en un hecho real y publicada originalmente por entregas en una revista dirigida por Charles Dickens, ha constituido un éxito ininterrumpido de ventas en todas las lenguas. Todo ello se debe a una trama argumental magníficamente desarrollada, que envuelve al lector en una atmósfera de misterio e intriga; al increíble ritmo narrativo que va imponiendo el autor conforme avanza la historia, y sobre todo a la profundidad psicológica de los personajes y a la gran capacidad descriptiva de ambientes y situaciones. Así, la introducción del estudioso y crítico Matthew Sweet da cuenta de la relevancia literaria de La dama de blanco, cuidadosamente traducida en esta edición por Maruja Gómez Segalés.

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RELATO DE WALTER HARTRIGHT

DE CLEMENT’S INN, LONDRES

I

Era el último día de Julio. El largo y caliente verano llegaba a su término, y nosotros, los fatigados peregrinos de las empedradas calles de Londres, pensábamos en los campos de cereales sombreados por las nubes o en las brisas de otoño a orillas del mar.

En lo que a mí se refiere, el agonizante verano me estaba quitando la salud, el buen humor y, si he de decir la verdad, también dinero. Durante el último año no administré mis ingresos tan cuidadosamente como otras veces, y esa imprevisión me obligaba ahora a pasar el otoño de la manera más económica entre la casa de campo que poseía mi madre en Hampstead y mi apartamento en la ciudad.

Aquella tarde, recuerdo, estaba el ambiente cargado y melancólico; la atmósfera londinense resultaba más asfixiante que nunca, y apenas se oía el lejano murmullo del tráfico callejero; el pequeño latido de la vida en mi interior y el gran corazón de la ciudad que me rodeaba parecían decaer al unísono, lánguidamente, con el sol en su declinar. Levanté la cabeza del libro que intentaba leer y que más bien me hacía soñar y dejé mis habitaciones, saliendo al encuentro del fresco aire de la noche, paseando por los alrededores. Era una de las dos tardes semanales que solía pasar con mi madre y mi hermana, así que dirigí mis pasos hacia el Norte, camino de Hampstead.

Los acontecimientos que he de referir me obligan a explicar ahora que mi padre había muerto hacía ya algunos años y que mi hermana Sarah y yo éramos los únicos supervivientes de una familia de cinco hijos. Mi padre también había sido profesor de dibujo. Sus esfuerzos le habían proporcionado éxitos en su profesión y su ansiedad, que movía su amor por nosotros, para asegurar el porvenir de los que dependíamos de su trabajo, le llevaron, desde su matrimonio, a dedicar al pago de un seguro de vida una parte de sus ingresos más sustancial de lo que la mayor parte de los hombres destinarían a este propósito. Gracias a su admirable prudencia y abnegación, después de su muerte mi madre y mi hermana pudieron mantener la misma situación holgada con la misma independencia que tuvieron mientras él vivió. Yo heredé sus relaciones, y tenía sobrados motivos para sentirme lleno de gratitud ante la perspectiva que me aguardaba en mi inicio en la vida.

Cuando llegué ante la verja de la casa de mi madre, el sereno crepúsculo centelleaba todavía en los bordes más altos de los brezos, y a mis pies veía Londres sumergido en un negro golfo, en la oscuridad de la noche sombría. Apenas toqué la campanilla me abrió ya bruscamente la puerta mi ilustre amigo italiano el profesor Pesca, que acudió en lugar de la sirvienta y se adelantó alegremente para recibirme.

Tanto por su personalidad como, debo añadir, por mi propia conveniencia, el profesor merece el honor de una presentación formal. Las circunstancias han hecho que tenga que ser éste el punto de partida de la extraña historia de familia que tengo el propósito de revelar en estas páginas.

Conocía a mi amigo italiano por haberle encontrado en algunas casas aristocráticas, en las que él enseñaba su idioma y yo el dibujo. Todo cuanto yo sabía entonces de su pasado era que había ocupado un cargo importante en la Universidad de Padua; que había tenido que abandonar Italia por cuestiones políticas (la naturaleza de las cuales jamás dejó entrever a nadie), y que hacía muchos años que estaba establecido en Londres como profesor de idiomas.

Sin ser lo que se dice un enano —pues estaba perfectamente proporcionado de pies a cabeza—. Pesca era, en mi opinión, el hombre más pequeño que había visto, aparte de los que se exhiben en barracas. Si su físico resultaba llamativo, se distinguía aún más de sus congéneres por la inofensiva excentricidad de su carácter. Lo que parecía obsesionarle era la idea de mostrar su agradecimiento a la nación que le había ofrecido asilo y medios para ganarse la vida, por lo que hacía cuanto le era posible por convertirse en un perfecto inglés. No se contentaba con expresar su entusiasmo por las costumbres del país cargando siempre con paraguas, sombrero blanco y unas inevitables polainas sino que aspiraba a ser un inglés tanto en sus gustos y costumbres como en su indumentaria. Encontrando que nuestro pueblo se distinguía por su afición a los deportes, el hombrecillo, ingenuamente, era un apasionado de todos nuestros entretenimientos y juegos y se unía a ellos siempre que encontraba ocasión, con el firme convencimiento de que podía adoptar nuestras diversiones nacionales mediante un esfuerzo de voluntad, tal como había adoptado las polainas y el sombrero blanco.

Le había visto arriesgar ciegamente sus piernas en una caza de zorros y en un campo de cricket, y poco después, pude ver el peligro que corrió su vida en la playa de Brighton.

Nos encontramos allí casualmente y nos bañamos juntos. Si nos hubiéramos dedicado a alguna práctica específica de mi nación, me hubiera visto obligado a preocuparme, por supuesto, del profesor Pesca; pero como los extranjeros, por lo general, pueden cuidarse de sí mismos en el agua tan bien como nosotros, no se me ocurrió que se podía incluir el arte natatorio en la lista de pruebas de valor que él se creía capaz de superar improvisadamente. Inmediatamente después de haber dejado ambos la orilla, me detuve, descubriendo que mi amigo no había llegado hasta mí y me volví para buscarle. Con pasmo y horror advertí entre la orilla y yo la presencia de dos bracitos blancos que durante unos instantes bregaron por encima de las aguas hasta desaparecer de la vista. Cuando me sumergí en su busca, el pobrecillo estaba tendido en el fondo embutido en la oquedad de una roca, y mucho más diminuto de lo que me había parecido hasta entonces. Durante los pocos minutos que transcurrieron mientras le saqué, el aire libre lo revivió, y pudo subir los escalones de la máquina con mi ayuda. Con la parcial recuperación de su vitalidad, recobró también su maravilloso delirio de grandeza al respecto de la natación tan pronto como sus dientes dejaron de castañetear y pudo pronunciar alguna palabra; me dijo sonriendo y como sin darle ninguna importancia que «había sufrido un calambre».

Cuando se reunió de nuevo conmigo en la playa repuesto ya por completo, dejó por un momento su artificiosa reserva británica y brotó su cálida naturaleza meridional, apabullándome con sus impetuosas muestras de afecto —exclamaba apasionadamente con la clásica exageración italiana, que en lo sucesivo su vida estaría a mi disposición— y afirmando que jamás volvería a ser feliz hasta encontrar la oportunidad de probar su gratitud rindiéndome un servicio tal que yo debiese recordar hasta el fin de mis días.

Hice cuanto pude para detener aquel torrente de lágrimas y manifestaciones de afecto, insistiendo en tratar aquel episodio humorísticamente; al final, como imaginaba, el sentimiento de obligación que sentía Pesca hacia mí fue atenuándose. ¡Poco pensaba yo entonces, —como tampoco lo pensé cuando acabaron nuestras alegres vacaciones— que la oportunidad de brindarme un servicio que tan ardientemente ansiaba mi agradecido amigo iba a llegar muy pronto, que él la aceptaría al momento y que con ello alteraría el curso de mi vida, cambiándome de tal modo que casi no era capaz de reconocerme a mí mismo tal como había sido en el pasado!

Y así sucedió; si yo no hubiese arrancado al profesor de su lecho de rocas en el fondo del mar, en ningún caso hubiera tenido relación con la historia que se relatará en estas páginas, ni jamás, probablemente, hubiera oído pronunciar el nombre de la mujer que ha vivido constantemente en mi imaginación, que se ha adueñado de toda mi persona y que con su influencia dirige hoy mi vida.

La dama de blanco – Wilkie Collins

Wilkie Collins. Escritor y dramaturgo británico, es uno de los autores cuya obra es todo un precedente para el género policiaco, dotada además de atributos rayanos en lo fantástico.

Criado en Italia, Collins se dedicó a la literatura en Londres a partir de 1848, aunque también dedicó gran parte de su tiempo a labrarse una carrera como pintor. Su primera novela publicada fue Antonina o la caída de Roma en 1850.

Colaborador de escritores como Charles Dickens, una de las peculiaridades de la obra de Collins es la producida por el láudano que consumía para tratar el dolor de su artritis reumatoide. Esta droga, un opiáceo, le producía tanto paranoia como alucinaciones, algo que queda reflejado en gran parte de sus cuentos y novelas.

De entre su extensa obra habría que destacar obras como La dama de blanco (1860) y La piedra lunar (1868), fundamentales para el desarrollo posterior del género policiaco, que fueron publicadas por entregas.