Site icon ISLIADA: Portal de Literatura Contemporánea

La colonia perdida

Resumen del libro:

John Perry y Jane Sagan han encontrado la paz junto a su hija adoptiva Zoë en el planeta colonial Huckleberry. Es una buena vida, pero sienten que les falta… algo. Por eso, cuando se les propone liderar una nueva colonia, John y Jane no pueden resistir la tentación de explorar el universo una vez más. Pero cuando los colonos son abandonados en un planeta desconocido, Perry descubre que nada es lo que parece. Él y su nueva colonia son simples peones en la confrontación entre la Unión Colonial humana y la confederación alienígena denominada el Cónclave, que pretende acabar con la colonización humana. Mientras la partida se decide, Perry deberá luchar por mantener a sus colonos con vida ante las amenazas de ambos bandos en un planeta que esconde sus propios secretos, a la vez que intenta prevenir una guerra que no sólo amenaza con engullir su nuevo hogar, sino que también promete la destrucción de toda la Unión Colonial.

A Patrick y Teresa Nielsen Hayden, amigos y editores.
A Heather y Bob, hermanos.
A Athena, hija.
A Kristine, todo.

1

Permítanme que les hable de los mundos que he dejado atrás.

La Tierra ya la conocen: todo el mundo la conoce. Es la cuna de la humanidad, aunque a estas alturas muchos no la consideran nuestro planeta «hogar»: Fénix ocupa ese puesto desde que fue creada la Unión Colonial y se convirtió en la fuerza que guía la expansión y la protección de nuestra raza en el universo. Pero uno nunca olvida de dónde procede.

Ser de la Tierra en este universo es como ser un chico de pueblo que coge el autobús, va a la gran ciudad y se pasa toda la tarde mirando boquiabierto los rascacielos. Luego lo atracan por el delito de maravillarse ante este extraño nuevo mundo, que tiene todas esas cosas, porque las cosas que hay en él no tienen mucho tiempo ni paciencia para los chicos nuevos en la ciudad, y no les importa matarlo por lo que lleva en la maleta. El chico de pueblo aprende esto rápido, porque no puede volver a casa.

Me pasé setenta y cinco años en la Tierra, viviendo casi siempre en la misma ciudad pequeñita de Ohio y compartiendo la mayor parte de esa vida con la misma mujer. Ella murió y se quedó atrás. Yo viví y me marché.

El siguiente mundo es metafórico. Las Fuerzas de Defensa Colonial me sacaron de la Tierra y conservaron la parte de mí que querían: mi conciencia, y una pequeña porción de mi ADN. A partir de esto último me construyeron un cuerpo nuevo, que era joven y rápido y fuerte y hermoso y sólo parcialmente humano. Metieron dentro mi conciencia, casi no me dieron tiempo suficiente para refocilarme en mi segunda juventud. Luego cogieron este hermoso cuerpo que ahora era yo y pasaron el año siguiente intentando matarlo activamente, lanzándome contra todas las razas alienígenas hostiles que pudieron.

Había muchas. El universo es enorme, pero el número de mundos adecuado para la vida humana es sorprendentemente pequeño, y da la casualidad de que el espacio está lleno de numerosas especies inteligentes que quieren los mismos mundos que nosotros. Parece que muy pocas de esas especies entienden el concepto de compartir; nosotros, desde luego, no lo hacemos. Todos luchamos, y los mundos que podemos habitar cambian continuamente de manos hasta que unos u otros agarran alguno con tanta fuerza que ya no pueden soltarlo. A lo largo de un par de siglos, los humanos hemos logrado quedarnos con varias docenas de mundos, y hemos fracasado con algunas docenas más. Nada de eso nos ha ayudado a hacer muchos amigos.

Me pasé seis años en este mundo. Luché y estuve a punto de morir más de una vez. Tuve amigos, la mayoría de los cuales murieron, aunque salvé a algunos. Conocí a una mujer que era dolorosamente parecida a la mujer con la que compartí mi vida en la Tierra, pero que es sin embargo una persona completamente distinta. Defendí a la Unión Colonial, y al hacerlo creí que mantenía viva a la humanidad en el universo.

Al final de todo aquello, las Fuerzas de Defensa Colonial cogieron la parte de mí que siempre había sido yo y la metieron en un tercer y último cuerpo. Este cuerpo era joven, pero no tan rápido y fuerte. Era, después de todo, tan sólo humano. Pero a este cuerpo no le pedirían que luchara y muriera. Eché de menos ser tan fuerte como un superhéroe de dibujos animados. No eché de menos a todas las criaturas alienígenas que había conocido e intentaron con todas sus fuerzas matarme. Fue un intercambio justo.

El siguiente mundo probablemente les resulte desconocido. Volvamos de nuevo a la Tierra, nuestro antiguo hogar, donde todavía viven miles de millones de personas soñando con las estrellas. Miren al cielo, a la constelación Lince, justo al lado de la Osa Mayor. Allí hay una estrella, amarilla como nuestro sol, con seis planetas importantes. El tercero, casualmente, es un duplicado de la Tierra: tiene el noventa por ciento de su circunferencia, pero con un núcleo de hierro ligeramente superior, así que tiene el ciento uno por ciento de su masa (ese uno por ciento no se nota demasiado). Dos lunas: una que es un tercio más pequeña que la luna de la Tierra, pero como está más cerca que ella en el cielo ocupa la misma cantidad de espacio. La segunda luna, un asteroide capturado, es todavía mucho más pequeña y está aún más cerca. Tiene una órbita inestable: tarde o temprano acabará por caer sobre el planeta. Pero las mejores estimaciones calculan que eso será dentro de un cuarto de millón de años. A los nativos no les preocupa demasiado en este momento.

Este mundo fue fundado por los humanos hace casi setenta y cinco años. Los ealan tenían allí una colonia, pero las Fuerzas de Defensa Colonial lo corrigieron. Entonces los ealan, digamos que decidieron comprobar los términos de esa ecuación y se tardó un par de años en que todo quedara resuelto. Cuando se llegó a ese punto, la Unión Colonial abrió el mundo a los colonos de la Tierra, casi todos de la India. Llegaron en oleadas: la primera después de que el planeta quedara asegurado ante los ealan, y la segunda poco después de la guerra Subcontinental en la Tierra, cuando el gobierno provisional de ocupación dio a escoger a los seguidores más acérrimos del régimen de Chowdhury entre la colonización y la cárcel. La mayoría eligió el exilio, y se llevaron a sus familias con ellos. Esta gente no soñaba con las estrellas, más bien se las impusieron.

Dada la gente que vive en el planeta, cabría pensar que tiene un nombre que refleja su herencia. Se equivocarían ustedes. El planeta se llama Huckleberry, sin duda por algún funcionario de la Unión Colonial entusiasta de Twain. La luna mayor de Huckleberry se llama Sawyer; la pequeña es Becky. Sus tres continentes principales son Samuel, Langhorne y Clements; en Clements hay una larga cadena de islas montañosas conocidas como el archipiélago Livy, en el océano Calaveras. La mayoría de los accidentes geográficos prominentes fueron bautizados con diversos aspectos de la obra de Twain antes de que llegaran los primeros pobladores. Parece que lo aceptaron con buena voluntad.

Acompáñenme al planeta ahora. Miren el cielo, en la dirección de la constelación Loto. Allí hay una estrella, amarilla como la que este planeta orbita; en ese mundo nací yo, hace otras dos vidas. Desde aquí está tan lejos que es invisible al ojo, lo mismo que la vida que viví allí.

Me llamo John Perry. Tengo ochenta y ocho años. Llevo casi ocho años ya viviendo en este planeta. Es mi hogar, que comparto con mi esposa y mi hija adoptiva. Bienvenidos a Huckleberry. En esta historia, es el siguiente mundo que dejo atrás. Pero no el último.

La historia de cómo dejé Huckleberry empieza, como todas las buenas historias, con una cabra.

Savitri Guntupalli, mi secretaria, ni siquiera alzó la cabeza de su libro cuando regresé tras el almuerzo.

–Hay una cabra en tu despacho –dijo.

–Hmmmm –contesté–. Creí que las habíamos fumigado a todas.

Esto hizo que alzara la cabeza, lo cual contaba como una victoria tal como estaban las cosas.

–Trajo consigo a los hermanos Chengelpet –dijo ella.

–Mierda –contesté. El último par de hermanos que se peleaban tanto como los hermanos Chengelpet se llamaron Caín y Abel, y al menos uno de ellos emprendió al fin un poco de acción directa–. Creí que te dije que no dejaras entrar a ninguno de esos dos en mi despacho cuando yo no estuviera.

–No dijiste nada de eso –dijo Savitri.

–Que sea una orden fija.

–Y aunque lo hubieras dicho –dijo Savitri, soltando su libro–, eso da por hecho que los Chengelpet me escucharían, cosa que no quiso hacer ninguno de los dos. Aftab entró primero con la cabra y Nissim lo siguió. Ninguno de los dos me miró siquiera.

–No quiero tener que tratar con los Chengelpet –dije–. Acabo de comer.

Savitri extendió una mano hacia un lado de la mesa, cogió la papelera y la colocó en lo alto.

–No hay problema, vomita primero –dijo.

Yo había conocido a Savitri varios años antes, cuando recorría las colonias como mediador de las Fuerzas de Defensa Colonial, con la misión de dar charlas allí donde me enviaran. En la visita a la aldea de Nueva Goa en la colonia Huckleberry, Savitri se levantó y me acusó de ser una herramienta del régimen imperial y totalitario de la Unión Colonial. Me cayó bien de inmediato. Cuando me largué de las FDC, decidí establecerme en Nueva Goa. Me ofrecieron el cargo de defensor del pueblo, lo acepté, y el primer día de trabajo me sorprendió encontrarme a Savitri allí, diciéndome que iba a ser mi secretaria me gustara o no.

–Recuérdame de nuevo por qué aceptaste este trabajo –le dije a Savitri, por encima de la papelera.

–Pura perversidad –contestó ella–. ¿Vas a vomitar o no?

–Creo que me lo quedaré dentro –dije. Savitri cogió la papelera, volvió a dejarla donde estaba y luego cogió su libro para continuar leyendo.

Tuve una idea.

–Eh, Savitri –dije–. ¿Quieres mi puesto?

–Claro –respondió ella, abriendo el libro–. Empezaré justo después de que termines con los Chengelpet.

–Gracias –dije.

Savitri gruñó. Había regresado a sus aventuras literarias. Hice acopio de valor y atravesé la puerta de mi despacho.

La cabra que había plantada allí en medio era bonita. Los Chengelpet, sentados ante mi escritorio, no tanto.

–Aftab –dije, saludando al hermano mayor–. Nissim –dije, saludando al más joven–. Y amiga –dije, saludando a la cabra. Me senté–. ¿Qué puedo hacer por vosotros esta tarde?

–Puede darme permiso para pegarle un tiro a mi hermano, mediador Perry –dijo Nissim.

–No estoy seguro de que eso forme parte de mi trabajo –dije–. Y además, parece un poco drástico. ¿Por qué no me decís qué es lo que pasa?

Nissim señaló a su hermano.

–Este hijo de puta ha robado mi simiente –dijo.

–¿Cómo? –dije yo.

–Mi simiente –repitió Nissim–. Pregúntele. No puede negarlo.

Parpadeé y me volví hacia Aftab.

–Así que robando la simiente de tu hermano, ¿eh, Aftab?

–Debe perdonar usted a mi hermano –dijo Aftab–. Tiene tendencia al histerismo, como bien sabe. Lo que quiere decir es que uno de sus machos cabríos se salió de sus pastos, entró en los míos y dejó preñada a esta cabra de aquí, y ahora dice que le he robado el esperma de su cabra.

–No era un macho cualquiera –dijo Nissim–. Era Prabhat, el que gana tantos premios. Le pedí un muy buen precio y Aftab no quiere pagarlo. Así que me ha robado mi simiente.

–Es la simiente de Prabhat, idiota –dijo Aftab–. Y no es culpa mía que cuides tan mal de tu valla y que tu cabra pudiera pasarse a mis tierras.

–Oh, eso sí que es lo máximo –dijo Nissim–. Mediador Perry, sepa usted que han cortado la valla de alambre. Prabhat no pasó a sus tierras él solo.

–Estás delirando –dijo Aftab–. Y aunque eso fuera cierto, que no lo es, ¿qué? Has recuperado a tu precioso Prabhat.

–Pero ahora tú tienes esta cabra preñada –dijo Nissim–. Un embarazo por el que no has pagado y para el que no te di permiso. Es un robo, puro y simple. Y más que eso, estás tratando de arruinarme.

–¿De qué estás hablando?

–Está tratando de engendrar un semental nuevo –me dijo Nissim, y señaló a la cabra, que mordisqueaba el respaldo del sillón de Aftab–. No lo niegues. Ésta es tu mejor cabra. Al preñarla de Prabhat tendrás un semental que podrás explotar. Estás tratando de minar mi negocio. Pregúntele, mediador Perry. Pregúntele qué lleva su cabra.

Miré a Aftab.

–¿Qué lleva tu cabra, Aftab?

–Por pura coincidencia, uno de los fetos es macho –dijo Aftab.

–Quiero que aborte –dijo Nissim.

–No es tu cabra.

–Entonces me llevaré el cabrito cuando nazca. Como pago por la simiente que has robado.

–Y una porra –dijo Aftab, y se volvió a mirarme–. Ya ve con qué me enfrento, mediador Perry. Deja que su cabra vaya suelta por el campo, preñando a voluntad, y luego exige el pago por su propia ineficacia como ganadero.

Nissim soltó un grito de furia y empezó a chillar y gesticular salvajemente ante su hermano. Aftab hizo lo mismo. La cabra rodeó la mesa y me miró con curiosidad. Busqué en un cajón y le di a la cabra un caramelo que encontré allí.

–Tú y yo no tenemos por qué estar aquí –le dije a la cabra. La cabra no respondió, pero noté que estaba de acuerdo conmigo.

Según lo planeado originalmente, el trabajo de defensor del pueblo de la aldea era sencillo: cada vez que los habitantes de Nueva Goa tenían un problema con el gobierno local o del distrito, acudían a mí, y yo podía ayudarles a sortear la burocracia y hacer las cosas. Era, de hecho, el tipo de trabajo que se le encomienda a un héroe de guerra que por lo demás es completamente inútil para la vida diaria de una colonia mayormente rural: goza de la suficiente notoriedad con las altas esferas para que, cuando aparece ante sus puertas, tengan que prestarle atención.

El problema es que después de un par de meses así, los habitantes de Nueva Goa empezaron a acudir con otros problemas.

–Oh, nos da pereza ir a ver a los funcionarios –me dijo uno de los aldeanos, después de que le preguntara por qué de repente me había convertido en el intermediario para todo, aconsejando desde sobre aperos de labranza hasta sobre matrimonios–. Es más fácil y más rápido acudir a usted.

Rohit Kulkarni, el administrador de Nueva Goa, estaba encantado con este vuelco de la situación, ya que ahora era yo quien se encargaba de problemas que antes le caían primero a él. Tenía más tiempo para ir de pesca y jugar al dominó en la casa de té.

La mayor parte del tiempo esta nueva y aumentada definición de mis deberes como defensor del pueblo era perfectamente agradable. Estaba bien ayudar a la gente, y que la gente escuchara mi consejo. Por otro lado, cualquier funcionario público probablemente diría que sólo unas cuantas personas molestas de su comunidad ocupan la inmensa mayoría de su tiempo. En Nueva Goa, ese papel lo desempeñaban los hermanos Chengelpet.

Nadie sabía por qué se odiaban tanto el uno al otro. Llegué a pensar que tal vez fuera a causa de sus padres, pero Bhajan y Niral eran gente encantadora y se sentían tan mortificados como cualquiera. Algunas personas no se llevan bien con otras y, por desgracia, estas dos personas que no se llevaban bien eran hermanos.

No habría sido tan malo si no hubieran construido sus granjas la una al lado de la otra, y no estuvieran viéndose las caras y el trabajo la mayor parte del tiempo. A principios de mi estancia, le sugerí a Aftab, a quien tenía por el Chengelpet ligeramente más racional, que considerara hacerse con un nuevo terreno que acababa de quedar libre al otro lado de la aldea, porque vivir lejos de Nissim resolvería la mayoría de sus problemas con él.

–Oh, eso es lo que a él le gustaría –dijo Aftab, con un tono de voz perfectamente razonable. Después de eso, abandoné cualquier esperanza de tener una conversación racional sobre el asunto y acepté que mi karma quería que sufriera con las visitas ocasionales de los Coléricos Hermanos Changelet.

–Muy bien –dije, interrumpiendo los arrebatos fratrifóbicos de los hermanos–. Esto es lo que pienso: no creo que realmente importe que se hayan tirado a nuestra amiga la cabra, así que no nos centremos en eso. Pero ambos estáis de acuerdo en que fue el cabrón de Nissim el responsable.

Ambos hermanos asintieron; la cabra permaneció modestamente callada.

–Bien. Entonces los dos haréis negocios juntos –dije–. Aftab, puedes quedarte el cabrito después de que nazca y explotarlo como semental si quieres. Pero las primeras seis veces que lo hagas, Nissim recibirá la tarifa completa por su trabajo, y después de eso la mitad de la tarifa será para tu hermano.

–Explotará gratis al cabrito las primeras seis veces –dijo Nissim.

–Entonces hagamos que la tarifa mínima después de las seis primeras veces sea la media de esas seis primeras –dije yo–. Así que si trata de fastidiarte, acabará fastidiándose a sí mismo. Y es una aldea pequeña, Nissim. La gente no querrá tener tratos con Aftab si piensan que el único motivo por el que alquila ese macho cabrío es para hacerte daño. Hay una fina línea entre el valor y ser un mal vecino.

–¿Y si no quiero hacer negocios con él? –preguntó Aftab.

–Entonces puedes venderle el cabrito a Nissim –dije yo. Nissim abrió la boca para protestar–. Sí, vender –dije, antes de que pudiera protestar–. Llévale el cabrito a Murali y que él lo tase. Ése será el precio. A Murali no le caéis muy bien ninguno de los dos, así que su valoración será justa. ¿De acuerdo?

Los Chengelpet se lo pensaron, lo que quiere decir que se devanaron los sesos para ver si había algún modo de que uno de ellos se sintiera más fastidiado con este asunto que el otro. Al final ambos parecieron llegar a la conclusión de que estaban igualmente insatisfechos, que en esta situación era el resultado óptimo. Ambos asintieron, mostrando su acuerdo.

–Bien –dije yo–. Ahora marcháos de aquí antes de que se me llene la alfombra de mierda.

–Mi cabra no haría eso –dijo Aftab.

–No es la cabra lo que me preocupa –respondí, echándolos. Se marcharon. Savitri apareció en la puerta.

–Estás sentado en mi sitio –dijo, señalando mi sillón.

–Que te zurzan –dije, apoyando los pies en la mesa–. Si no estás dispuesta a resolver los casos molestos, no estás preparada para el sillón grande.

–En ese caso regresaré a mi humilde trabajo como ayudante tuya y te haré saber que mientras atendías a los Chengelpet, llamó la alguacil –dijo Savitri.

–¿Para qué?

–No lo dijo –respondió Savitri–. Colgó. Ya conoces a la alguacil. Muy brusca.

–Duros pero justos, ése es el lema –dije yo–. Si fuera realmente importante habría un mensaje, así que me preocuparé por eso más tarde. Mientras tanto, me pondré al día con el papeleo.

–No tienes papeleo –dijo Savitri–. Me lo pasas todo a mí.

–¿Está terminado?

–Por lo que a ti respecta, sí.

–Entonces creo que me relajaré y me regodearé en mis habilidades superiores como jefe –dije yo.

–Me alegra que no usaras la papelera para vomitar antes –dijo Savitri–. Porque ahora voy a usarla yo.

Se retiró a su oficina antes de que a mí se me pudiera ocurrir una buena réplica.

Nos habíamos comportado así desde el primer día que trabajamos juntos. Ella tardó ese tiempo en acostumbrarse al hecho de que aunque yo fuera un ex militar, no era una herramienta colonialista, o al menos si lo era tenía sentido común y un razonable sentido del humor. Tras haber comprendido que no estaba allí para extender mi hegemonía sobre la aldea, se relajó lo suficiente para empezar a burlarse de mí. Así ha sido nuestra relación durante siete años, y es buena.

Con todo el papeleo terminado y todos los problemas de la aldea resueltos, hice lo que habría hecho cualquiera en mi situación: me eché una siesta. Bienvenido al duro y complejo mundo del defensor del pueblo de una aldea colonial. Es posible que lo hagan de otra manera en otros sitios, pero si es así, no quiero saberlo.

Me desperté a tiempo para ver a Savitri cerrando la oficina. Me despedí de ella y después de unos cuantos minutos más de inmovilidad despegué el culo de la silla y salí por la puerta, camino de casa. Casualmente vi a la alguacil que se dirigía hacia mí desde el otro lado de la calle. Crucé de acera, me acerqué a la alguacil y le di un beso en la boca a mi agente de policía favorito.

La colonia perdida – John Scalzi

Sobre el autor:

Otros libros

Exit mobile version