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La Colmena

La Colmena, una novela de Camilo José Cela

Resumen del libro:

La Colmena, de Camilo José Cela, es una de las obras más representativas de la literatura española del siglo XX. Ambientada en el Madrid de la posguerra, específicamente en 1943, la novela retrata con una precisión casi fotográfica la vida cotidiana de una sociedad que lucha por sobrevivir en medio de la miseria, el hambre y la represión. Cela presenta un mosaico de personajes que se entrecruzan en una danza caótica, reflejando un enjambre humano que, como las abejas en una colmena, se afana en sus quehaceres diarios: comer caliente, esquivar el frío, saciar el deseo sexual, librarse de enfermedades como la tuberculosis, y simplemente, ir tirando.

A través de una estructura fragmentaria y polifónica, Cela construye una narrativa desprovista de un protagonista único. Cada personaje, por más insignificante que pueda parecer, aporta su visión particular de un Madrid gris y opresivo. Los cafés, las calles y las alcobas se convierten en escenarios de pequeñas tragedias cotidianas, donde lo banal adquiere una dimensión trágica y lo extraordinario se disuelve en la monotonía. La atmósfera asfixiante y opresiva de la ciudad se entrelaza con la desesperanza existencial de los personajes, creando una obra profundamente pesimista y amarga.

Cela captura de manera magistral las contradicciones de una sociedad que, aunque marcada por la pobreza y el control político, no ha perdido del todo su vitalidad ni su deseo de seguir adelante. La lucha por satisfacer las necesidades más básicas coexiste con la búsqueda de consuelo en el sexo, la religión, la amistad o la simple rutina. Pero más allá de la mera descripción social, La Colmena es también una reflexión sobre la soledad humana en medio de la multitud. Cada personaje está atrapado en su propio universo, aislado por sus preocupaciones, miedos y frustraciones.

Camilo José Cela, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1989, se consagra con La Colmena como uno de los grandes cronistas de la realidad española de su tiempo. Su estilo directo, casi periodístico, contrasta con una prosa rica en matices y detalles, que consigue hacer tangible la angustia existencial de sus personajes. Cela, influenciado por corrientes como el realismo y el existencialismo, logra crear una obra que trasciende su contexto histórico para ofrecer una reflexión universal sobre la condición humana. Su capacidad para retratar la decadencia moral y material de una sociedad desmoronada es, sin duda, uno de los logros más valiosos de su carrera.

En resumen, La Colmena es mucho más que un retrato costumbrista de la España de posguerra. Es una obra que explora la fragilidad humana, la lucha por la supervivencia y la inevitable soledad que acompaña a todos los seres humanos, sin importar cuán abarrotada esté la colmena en la que habiten.

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—No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.

Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia «leñe» y «nos ha merengao». Para doña Rosa, el mundo es su Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de Andalucía.

—El padre de Navarrete, que era amigo del general don Miguel Primo de Rivera, lo fue a ver, se plantó de rodillas y le dijo: «Mi general, indulte usted a mi hijo, por amor de Dios»; y don Miguel, aunque tenía un corazón de oro, le respondió: «Me es imposible, amigo Navarrete; su hijo tiene que expiar sus culpas en el garrote».

—»¡Qué tíos! —piensa—, ¡hay que tener ríñones!» Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para arriba y para bajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura.

Don Leonardo Meléndez debe seis mil duros a Segundo Segura, el limpia. El limpia, que es un grullo, que es igual que un grullo raquítico y entumecido, estuvo ahorrando durante un montón de años para después prestárselo todo a don Leonardo. Le está bien empleado lo que le pasa. Don Leonardo es un punto que vive del sable y de planear negocios que después nunca salen. No es que salgan mal, no; es que, simplemente, no salen, ni bien ni mal. Don Leonardo lleva unas corbatas muy lucidas y se da fijador en el pelo, un fijador muy perfumado que huele desde lejos. Tiene aires de gran señor y un aplomo inmenso, un aplomo de hombre muy corrido. A mí no me parece que la haya corrido demasiado, pero la verdad es que sus ademanes son los de un hombre a quien nunca faltaron cinco duros en la cartera. A los acreedores los trata a patadas y los acreedores le sonríen y le miran con aprecio, por lo menos por fuera. No faltó quien pensara en meterlo en el juzgado y empapelarlo, pero el caso es que hasta ahora nadie había roto el fuego. A don Leonardo, lo que más le gusta decir son dos cosas: palabritas del francés, como, por ejemplo, «madame» y «rué» y «cravate», y también «nosotros los Meléndez». Don Leonardo es un hombre culto, un hombre que denota saber muchas cosas. Juega siempre un par de partiditas de damas y no bebe nunca más que café con leche. A los de las mesas próximas que ve fumando tabaco rubio les dice, muy fino: «¿Me da usted un papel de fumar? Quisiera liar un pitillo de picadura, pero me encuentro sin papel». Entonces el otro se confia: «No, no gasto. Si quiere usted un pitillo hecho…» Don Leonardo pone un gesto ambiguo y tarda unos segundos en responder: «Bueno, fumaremos rubio por variar. A mí la hebra no me gusta mucho, créame usted». A veces el de al lado le dice no más que «no, papel no tengo, siento no poder complacerle», y entonces don Leonardo se queda sin fumar.

«La Colmena» de Camilo José Cela

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