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La ciudad vampiro

Resumen del libro:

La Ciudad Vampiro es una obra maestra del humor negro, hasta un grado tan exacerbado que hace pensar en los cuentos de Apollinaire o los delirios de bande dessiné propios de Jean-Pierre Jeunet o Marc Caro y que a pesar de su tono paródico funciona como una alucinada narración fantástica, como novela de horrores grotescos y estrambóticos, como una pesadilla surreal y gozosamente absurda. Ya desde los orígenes de la novela gótica, cuando El Monje, Vathek, Melmoth el errabundo y sobre todo las obras de Ann Radcliffe gozaban de un amplio público, surgieron réplicas irónicas y salaces como La mansión de las pesadillas de Thomas Love Peacock o La abadía de Northanger de Jane Austen. Pero nada más lejos de estas amables sátiras que el espíritu delirante y surrealista de La Ciudad Vampiro, de Paul Féval, autor de folletines y novelas de gran éxito en su tiempo, como Los misterios de Londres o El caballero de Lagardère.

PRIMERA PARTE

Existen muchos ingleses, pero sobre todo inglesas, que se sienten avergonzados cuando se les cuenta la descarada piratería que sufren los escritores franceses en Inglaterra. Su Graciosa Majestad, la Reina Victoria, firmó en el pasado un acuerdo con Francia con la loable intención de acabar con estos robos tan frecuentes. Se trata de un tratado muy bien redactado, aunque tiene también un pequeño apartado que hace ilusorio su contenido. En esta cláusula, Su Graciosa Majestad prohíbe a sus leales súbditos apropiarse de nuestros dramas, libros, etc., aunque permitiéndoles hacer lo que ella misma denominó «dorada imitación».

Es algo hermoso, pero incorrecto. El magnífico y amado Dickens me dijo en cierta ocasión, a modo de protesta:

—Yo tampoco estoy protegido. Cuando visito Londres y, por casualidad, llevo conmigo alguna idea original, cierro con llave la cartera, me la pongo en el bolsillo y la sujeto con las dos manos. Y a pesar de todo, a veces me la roban.

Lo cierto es que esa llamada «dorada imitación» podría darles una buena lección a los más hábiles «pick-pockets».

La propia Lady B…, la encantadora amiga de Dickens que vive en el castillo de Shr…, lleva veinte años repitiéndome la misma pregunta, cada vez que tengo la suerte de verla:

—¿Y por qué no roban ustedes también a los ingleses?

—Señora, sin duda existen ideas magníficas que se podrían coger de sus libros, pero ocurre que nuestra naturaleza no nos mueve a ese «hermoso» robo.

Esa respuesta habitual suele hacerle estallar en carcajadas. A veces me ha llegado incluso a citar apellidos de lo más franceses, especialmente recomendables… Pero ¡callemos!

Cierta mañana de finales del año pasado (1873), la dama en cuestión quiso honrarme por sorpresa con su visita.

—Se viene usted conmigo —me dijo—. Ya lo he arreglado todo con su maravillosa mujer. Partiremos esta noche.

—¿Hacia dónde?

—Hacia mi casa.

—¿En la calle Castiglione?

—No, me refiero al castillo de Shr…, en el condado de Stafford.

—¡Piedad!

Hacía un tiempo terrible, con la nieve derritiéndose mientras el viento rugía incluso en París. ¡Imaginen cómo sería entonces entre Dover y Calais!

La dama, discípula de Byron, adora estas tormentas:

—Me da igual que le tenga usted miedo a los resfriados —dijo—, pero es que tengo la intención de devolverle de una sola vez todo lo que Inglaterra le ha robado. Y no hay una oportunidad mejor que ésta. El Sr. X… y la Srta. Z… ya están siguiendo la pista de este asunto, y como esta última, la señorita 97, ya tiene una edad muy avanzada, lo mejor es que no esperemos demasiado tiempo.

El Sr. X… y la Srta. Z… son en realidad dos famosos novelistas ingleses. Se trataba, entonces, del argumento de una novela. Le pedí explicaciones a la dama, pero no quiso decirme nada, limitándose únicamente a utilizar su extraordinaria elocuencia, que en ella es un don natural, para excitar mi curiosidad.

—¿Le merece alguna confianza Walter Scott? —me preguntó—. Era un admirador incondicional de los Misterios de Udolfo. Fue él quien escribió la biografía de Ann Radcliffe. ¿Se lo imagina? ¡Walter Scott! En cierta ocasión, Dickens fue a visitar a la señorita 97. En aquella época se llamaba señorita 94, ya que todos los años, por Navidad, cambia su nombre. Yo he conocido muchas aventuras, pero ésta es tan increíble…

Finalmente tuve que ceder, y partimos. El viaje fue horrible, y el simple hecho de recordarlo me hace estornudar. Todos los diablos del mar y del aire jugueteaban con nuestro barco como si fuese una pelota de goma. Al día siguiente cogimos en Londres el tren de North-Western, y pasamos la noche en Stafford. Un día después el coche de la dama nos llevaba, atravesando una llanura nevada, hasta la zona montañosa del condado que linda con el Shropshire, y por la noche ya estábamos cenando en el castillo.

He aquí lo que supe durante el viaje:

Nos encontrábamos en la misma comarca en que vivieran el señor y la señora Ward; los padres de quien sería tan célebre bajo el nombre de Ann Radcliffe. La señorita 97 era una prima segunda de los Ward, que en tres años sería centenaria. Moraba en una casa de la montaña, a una legua y media del castillo de la dama. Durante mucho tiempo, aquella casa había sido la vivienda de su célebre pariente.

No es de forma casual que utilice la palabra célebre, y estoy dispuesto a mantenerla, aunque se me tache por ello de exagerado. Hubo un tiempo en el que la gloria de Ann Radcliffe se extendió por todo el mundo, y sus tenebrosas historias alcanzaron una fama tan elevada que ni siquiera nuestros mayores éxitos contemporáneos podrían alcanzar. Incluso podría decirse que su encanto conquistó tanto a los consagrados como a los desconocidos. En Inglaterra fueron publicadas doscientas ediciones de los Misterios de Udolfo. En Francia se tradujo el libro varias veces, y solamente de una de aquellas versiones se realizaron cuarenta reimpresiones en París. No fue, además, una moda fugaz. Hoy en día, a pesar de que la fiebre ha decaído levemente, los Misterios de Udolfo y el Confesionario de los penitentes negros continúan aterrando a miles de imaginaciones bajo el sol.

Pese a todo, la señorita 97 conocía un hecho íntimo de Ann Radcliffe que ella le había contado casi sesenta años antes. Se decía en aquella región que este hecho era la causa que había llevado al carácter apacible y ligeramente alegre de Ann Radcliffe hacia el género sombrío y tenebroso que caracteriza su obra.

Walter Scott había tenido un conocimiento muy superficial de aquella historia, como lo demuestra su carta del 3 de mayo de 1821 a su editor Constable, en la que pueden leerse las siguientes palabras: «Respecto a la obra titulada La Vida de Ann Radcliffe, retrasaré su entrega hasta que me haya entrevistado con miss Jebb, de la que espero tener detalles excelentes y absolutamente íntimos. Según se comenta, esta dama posee no sólo un secreto, sino una “maravillosa curiosidad” que le otorgará mucho mayor interés a nuestra historia…»

Miss Jebb era precisamente la señorita 97, que en el tiempo en que la carta de sir Walter Scott fue escrita debía de contar ya con cuarenta y cinco primaveras. Al igual que el resto de los ingleses, tenía cierta predilección por la nobleza, y mylady utilizaba esto para que la señorita Z… y el señor X…, que eran novelistas «vulgares» quedasen completamente descartados.

El día siguiente a nuestra llegada fue un día gris y frío, y poco después del desayuno mylady me hizo subir a un coche. Anduvimos alrededor de media hora, para apearnos después frente a una verja de madera, de color verde, que servía de entrada a una vieja casita de aspecto respetable. La montaña la rodeaba por tres de sus lados, y por el cuarto, al sur, se abría hacia un hermoso paisaje.

Nos hicieron pasar a un recibidor bastante amplio teniendo en cuenta la estrechez de la casa. Había varios retratos colgados de las paredes, y podían verse también algunos dibujos enmarcados en madera noble.

Una viejecita alta y delgada permanecía junto a la estufa de hierro. Su rostro parecía el de un pájaro, no sé cuál, aunque estoy convencido de haberlo visto en una de esas tiendas donde venden animales disecados. Su nariz era afilada como una navaja, y sus ojos redondos parecían aletargados.

—¿Cómo se encuentra usted, querida Jebb? —preguntó afectuosamente mylady.

—Voy tirando, ¿y Su Excelencia?

Miré a todas partes para ver quién había pronunciado aquellas palabras, pero descubrí que estábamos solos nosotros tres. Evidentemente, la señorita 97 debía de ser ventrílocua. Seguramente había sido poco agraciada, en el pasado, aunque ahora se conservaba bastante bien.

Después de que mylady me presentara, nos sentamos, y la voz de la señorita 97, hablando desde el otro extremo de la estancia, me dijo con sabiduría:

—El francés, mi querido amigo, es valiente y espiritual, el italiano es listo, el español cruel, el alemán pesado, el ruso bruto, y el inglés alegre y de notable generosidad. A Ella le gustaban especialmente los franceses.

La señorita 97 dirigió sus ojos hacia el techo al pronunciar la palabra Ella, que en su boca, y pronunciada con aquella mirada caritativa, hacía siempre referencia a Ann Radcliffe.

Por desgracia, yo no sabía que aquella frase había sido extraída de la Novela siciliana, la segunda obra de Ella.

—¡Qué estilo! —exclamó mylady—. ¡Qué profundidad!

—Me honra el poder agradecerle este gesto a Su Excelencia —contestó la señorita 97.

Mylady sacó del interior de su impermeable, que había depositado sobre una silla nada más entrar, un paquete que contenía cuatro libros in-12. Se trataba de la traducción francesa, publicada por Charles Gosselin en París, en 1820, de la Biografía de novelistas célebres, de Walter Scott.

—Esto demuestra cómo Ella es querida y respetada en Francia —dijo con voz grave mylady, mientras abría el volumen que contenía la Vida de Ann Radcliffe.

Supongo que en algún lugar dentro de aquella vieja cabeza se debió de accionar inmediatamente un resorte, porque pudimos ver asomar la dentadura de miss Jebb, todavía completa, aunque formada por dientes amarillos e irregulares. Inmediatamente escuchamos, procedente no sé de dónde, una risa seca y estridente, y la voz de la propia miss Jebb, que en esta ocasión nos hablaba desde debajo de la mesa, para decirnos:

—¡Vaya, vaya! Puesto que el caballero ha venido desde muy lejos, y como Su Excelencia lo protege, tendremos que hacer lo posible para que su largo viaje no haya sido en vano. Espero poder llamarme muy pronto miss Hundred (Srta. 100), aunque por primera vez en la vida he sentido una jaqueca en otoño. Lo cierto es que podría morirme en cualquier momento, y no quisiera llevarme conmigo esta sorprendente historia.

Nos acomodamos para escuchar su relato. Miss Jebb alejó su taza y pareció concentrarse. Durante el silencio que siguió, la señorita 97 se estremeció levemente dos o tres veces, produciendo un sonido similar al que hacen las avellanas al frotarse unas contra otras dentro de una bolsa de papel.

—Nunca se vio nada semejante —musitó finalmente, sujetando con ambas manos sus rodillas, para impedir que temblaran—. Cada vez que pienso en ello, noto como si se me helase el corazón. No sé si es correcto que rompa este silencio, aunque… ¡me da igual! Quiero que las personas vuelvan a hablar de Ella nuevamente. ¡Y lo harán, porque esta historia es terrible… terrible!

La ciudad vampiro – Paul Féval

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