Resumen del libro:
“La casa del páramo”, publicada por Elizabeth Gaskell como un cuento de Navidad a finales de 1850, es una obra que, bajo la aparente sencillez de una historia de amor rural, revela una rica complejidad de emociones y dilemas morales. En este relato, Gaskell explora las tensiones entre el deber y el deseo, la humildad y la ambición, la bondad y la ingratitud, todo ello ambientado en un paisaje rural inglés que se convierte en un personaje más de la narración.
La protagonista, Maggie Browne, vive en una pequeña casa del páramo junto a su madre, una mujer fría y distante, y su hermano Edward, un joven cuyo afán de ascenso social lo lleva a desestimar las raíces humildes que comparte con Maggie. Para Edward, su hermana es solo una “jovencita enjaulada en el campo, rodeada siempre de la misma gente”. Sin embargo, Maggie es mucho más que eso; es una joven valiente y determinada que, a lo largo de la obra, lucha por superar las barreras sociales que la separan de su amor, el heredero de una poderosa familia terrateniente.
A través de la historia de Maggie, Gaskell hace una poderosa apelación a la buena voluntad, destacando las virtudes y los vicios de sus personajes con notable maestría. Maggie se enfrenta a difíciles decisiones, especialmente cuando se ve obligada a elegir entre su propia felicidad y el bienestar de su ingrata familia. La protagonista encarna el sacrificio supremo, eligiendo renunciar a su amor para salvar a los suyos, a pesar de su evidente falta de agradecimiento. En este sacrificio, la narradora revela los conflictos internos de Maggie y pone en evidencia la lucha entre el amor personal y las obligaciones familiares.
Elizabeth Gaskell, con su habitual agudeza psicológica, se adentra en el alma de sus personajes, desenmascarando las apariencias y los prejuicios que los rodean. “La casa del páramo” es una clara muestra de su habilidad para combinar el retrato social con la narrativa emocional, componiendo una obra que, más allá de su formato breve, deja una profunda huella en el lector. La autora aprovecha cada página para diseccionar la naturaleza humana, dejando entrever tanto la luz como las sombras de sus protagonistas.
Gaskell, una de las grandes voces de la literatura victoriana, demuestra en este cuento de Navidad su capacidad para abordar temas universales como el amor, el sacrificio y la redención, mientras construye un relato íntimo y conmovedor. “La casa del páramo” es un testimonio de la destreza literaria de Gaskell y una invitación a reflexionar sobre los valores que nos definen y los sacrificios que estamos dispuestos a hacer por aquellos que amamos.
I
Si uno tuerce a la izquierda después de pasar junto a la entrada techada del cementerio de la iglesia de Combehurst, llegará al puente de madera que cruza el arroyo; al seguir el sendero cuesta arriba, y aproximadamente a un kilómetro, encontrará una pradera en la que sopla el viento, casi tan extensa como una cadena de colinas, donde las ovejas pacen una hierba baja, tierna y fina. Desde allí se divisa Combehurst y la hermosa aguja de su iglesia. Tras cruzar esos pastos hay un terreno comunal, teñido de tojos dorados y de brezales color púrpura, que en verano impregnan el aire apacible con sus cálidas fragancias. Las suaves ondulaciones de las tierras altas forman un horizonte cercano sobre el cielo; la línea sólo queda interrumpida por un bosquecillo de abetos escoceses, siempre negros y sombríos, incluso a mediodía, cuando el resto del paisaje parece bañado por la luz del sol. La alondra aletea y canta en lo alto del cielo; a demasiada altura… en un lugar demasiado resplandeciente para que podamos verla. ¡Miradla! Aparece de pronto… pero, como si le costara abandonar aquel fulgor celestial, se detiene y flota en medio del éter. Luego desciende bruscamente hasta su nido, oculto entre los brezales, visible únicamente para los ojos del Cielo y de los diminutos insectos brillantes que recorren los flexibles tallos de las flores. De un modo que recuerda al repentino descenso de la alondra, el sendero baja abruptamente entre el verdor; y en una hondonada entre las colinas cubiertas de hierba, hay una vivienda que no es grande ni pequeña, a caballo entre una cabaña y una casa. Tampoco es una granja, aunque esté rodeada de animales. Es, o más bien era, en la época de la que hablo, la morada de la señora Browne, la viuda del antiguo coadjutor de Combehurst. Residía allí con su vieja y leal criada y sus dos hijos, un niño y una niña. Y llevaban una vida tan solitaria en aquella verde oquedad como esas familias que habitan en los bosques de los cuentos alemanes. Un día a la semana cruzaban el terreno comunal y, al llegar a la cima, empezaban a oír los primeros tañidos de las campanas que llamaban dulcemente a misa. La señora Browne encabezaba la comitiva, y llevaba a Edward de la mano; la vieja Nancy le seguía con la pequeña Maggie. Pero caminaban juntos y hablaban sin alzar la voz, como corresponde al día del Señor. No tenían mucho que contarse: sus vidas eran demasiado monótonas; pues, salvo el domingo, la viuda y sus hijos jamás pisaban Combehurst. Casi todo el mundo habría considerado aquella pequeña localidad un lugar apacible y de ensueño, pero a los dos niños les parecía el mundo entero; y, después de cruzar el puente, se agarraban con más fuerza a las manos que les asían, y alzaban tímidamente la mirada con los ojos medio cerrados cuando se dirigía a ellos algún conocido de su madre. A la salida de la iglesia, la señora Browne recibía con frecuencia alguna invitación para almorzar, pero nunca la aceptaba, para alivio de sus vergonzosos niños; aunque entre semana éstos comentaran en voz baja cuánto les gustaría comer con mamá en casa del señor Buxton, donde vivían la niña del vestido blanco y el muchacho alto. Los domingos, en lugar de quedarse en el pueblo o en otro sitio, la señora Browne consideraba una obligación llorar sobre la tumba de su marido. Aunque el dolor por su muerte estuviera en el origen de esa costumbre, pues era el mejor de los maridos y el más respetable de los hombres, el hecho de que los demás observaran esa efusión había destruido la pureza de su sufrimiento. Los vecinos le abrían paso para que avanzara por el césped hasta llegar a la lápida; y la señora Browne, convencida de que era lo que se esperaba de ella, cumplía al pie de la letra con ese rito. Los dos niños, cogidos de su mano, se mostraban inquietos y asustados, y eran dolorosamente conscientes de ser con demasiada frecuencia el centro de todas las miradas.
—Ojalá lloviera todos los domingos —dijo Edward un día en el jardín a su hermana Maggie.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque saldríamos deprisa y corriendo de la iglesia y volveríamos rápidamente a casa para que no se estropease el crespón de mamá. Y no tendríamos que ir a llorar sobre la tumba de papá.
—Yo nunca lloro —dijo Maggie—. Y ¿tú?
Edward miró a uno y otro lado antes de contestar, para asegurarse de que estaban solos.
—No; estuve mucho tiempo triste por papá, pero no se puede estar triste toda la vida. Tal vez los adultos puedan…
—Mamá puede —exclamó la pequeña Maggie—. Algunas veces yo también me pongo muy triste; cuando estoy sola, o juego contigo, o me despierta la luz de la luna en nuestro dormitorio. ¿No tienes a veces la sensación de que papá te llama? Yo sí… ¡Y me da tanta pena pensar que jamás volverá a hacerlo!
—Bueno, ya sabes que para mí es distinto. Me llamaba para darme clase…
…