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La casa de vapor

Resumen del libro:

«La casa de vapor», escrita por el prolífico autor francés Jules Verne, es una obra que destaca por su capacidad para conjugar aventura, ciencia y exotismo en un relato envolvente y cautivador. Verne, conocido por su habilidad para entrelazar elementos científicos con narrativas de ficción, nos presenta en esta novela una India mística y peligrosa, donde los paisajes exuberantes y las intrigas políticas se mezclan en un viaje que desafía los límites de la imaginación.

La trama gira en torno a un grupo de hombres que se embarcan en una travesía a través de la India en un asombroso vehículo impulsado por vapor, que no solo sirve como medio de transporte, sino también como hogar. Este ingenioso invento, símbolo del poder de la tecnología y la inventiva humana, es una de las maravillas que Verne presenta en esta obra. El relato se enriquece con la rivalidad entre el coronel Munro y el despiadado líder rebelde Nana Sahib, un antagonismo que se convierte en el motor de la historia, llevándolos a recorrer paisajes tan inhóspitos como majestuosos, mientras enfrentan los peligros de la caza del tigre, un elemento recurrente que añade tensión y emoción.

Jules Verne, un visionario de su tiempo, no solo se dedicó a imaginar mundos lejanos y futuros insospechados, sino que también se preocupó por anclar sus historias en la ciencia y la tecnología de su época. En «La casa de vapor», esta característica se manifiesta en la minuciosa descripción del vehículo a vapor, que no solo representa el avance tecnológico, sino también la capacidad humana de adaptarse y conquistar lo desconocido. El texto se ve enriquecido por la traducción de Héctor Gómez López, que logra captar la esencia del estilo de Verne, así como por la introducción del físico nuclear Charles-Noël Martin, quien aporta una visión científica que complementa y amplía la experiencia de lectura.

En resumen, «La casa de vapor» es una obra que destaca no solo por su trama envolvente y sus personajes bien definidos, sino también por la maestría con la que Verne logra integrar elementos científicos en un relato de aventuras. Es una novela que invita a los lectores a explorar no solo las tierras exóticas de la India, sino también los límites de la ciencia y la imaginación humana. Sin duda, una lectura imprescindible para los amantes de la literatura de aventuras y de la obra de Verne.

I

UNA CABEZA PUESTA A PRECIO

Se ofrece una recompensa de dos mil libras a quien entregue, vivo o muerto, a uno de los antiguos jefes de la rebelión de los cipayos, el nabab Dandu-Pant, que ha sido visto en la presidencia de Bombay y es más conocido por el nombre de…

Así rezaba el anuncio que los habitantes de Aurangabad podían leer al anochecer del 6 de marzo de 1867.

Ese último nombre —execrado, maldito para algunos y admirado en secreto por otros— faltaba en el cartel que había sido recientemente fijado en la pared de un bungalow en ruinas, a orillas del Dudna. Había sido arrancado del ángulo inferior del aviso, donde estaba impreso con grandes letras, por mano de un faquir cuya presencia no había advertido nadie en aquella desierta ribera. Con él, había desaparecido también la firma del gobernador general de la presidencia de Bombay, que suscribía el edicto del virrey de la India.

¿Cuál había sido el móvil de ese faquir? ¿Acaso esperaba que, desgarrando ese cartel, el rebelde de 1857 escaparía de la vindicta pública y de las consecuencias del arresto decretado contra su persona? ¿Era posible creer que una celebridad tan terrible se desvanecería con los fragmentos de ese trozo de papel reducido a polvo?

Habría sido una locura creerlo.

En efecto, otros carteles, profusamente distribuidos, se desplegaban en las paredes de las casas, de los palacios, de las mezquitas, de los hoteles de Aurangabad. Además, un pregonero recorría las calles de la ciudad, leyendo en voz alta el bando del gobernador. Los habitantes de las más ínfimas aldeas de la provincia ya sabían que se prometía una fortuna a cualquiera que entregara a ese Dandu-Pant. Su nombre, inútilmente destruido, iba a recorrer en menos de doce horas toda la presidencia. Si la información era correcta, si el nabab había buscado de verdad refugio en esa parte del Indostán, no cabía la menor duda de que pronto acabaría en manos de aquellos que tenían gran interés en capturarle.

¿A qué sentimiento obedecía entonces la actitud de ese faquir, destruyendo un cartel del que ya se habían imprimido varios miles de ejemplares?

A un sentimiento de cólera, sin duda; tal vez también a una sensación de desprecio. Sea como fuere, después de encogerse de hombros, se internó en el barrio más populoso y de peor fama de la ciudad.

Se denomina Decán a esa amplia porción de la península indostánica comprendida entre los Gates Occidentales y los Gates del mar de Bengala. Es el nombre común que recibe la parte meridional de la India, hasta llegar al Ganges. El Decán, que en sánscrito significa «Sur», cuenta con varias provincias incluidas en las presidencias de Bombay y de Madrás. Una de las principales es la provincia de Aurangabad, cuya capital llegó a ser en otros tiempos la capital de todo el Decán.

En el siglo XVII, el célebre emperador mongol Aureng-Zeb trasladó su corte a esa ciudad, conocida en los albores de la historia del Indostán con el nombre de Kirkhi. Tenía entonces cien mil habitantes. Hoy en día, tan solo cuenta con cincuenta mil y está bajo el dominio de los ingleses, que la administran por cuenta del nizam de Haiderabad. No obstante, es una de las ciudades más salubres de la península; se ha visto libre hasta ahora del temible cólera asiático y nunca le han afectado las epidemias de fiebre que tantos estragos causan en la India.

Aurangabad ha conservado algunos magníficos vestigios de su antiguo esplendor. El palacio del Gran Mogol, que se alza sobre la margen derecha del Dudna; el mausoleo de la sultana favorita del sha Jahan, padre de Aureng-Zeb; la mezquita, réplica del elegante Taj de Agra, cuyos cuatro minaretes se elevan en torno a una graciosa cúpula redondeada; y otros monumentos, artísticamente construidos y ricamente ornamentados, que dan testimonio del poder y la grandeza del más ilustre conquistador del Indostán, quien llevó a ese reino, al que unió Kabul y Assam, a un incomparable grado de prosperidad.

Aunque, como ya se ha señalado, desde aquella época la población de Aurangabad se había reducido considerablemente, un hombre podía aún esconderse con facilidad entre los muy diversos tipos que la componían. El faquir, impostor o no, mezclado con toda esa gente, no llamaba en absoluto la atención. Personas semejantes a él abundan en la India. Forman junto a los sayeds una corporación de mendigos religiosos que piden limosna, a caballo o a pie, y saben exigirla cuando no se les da de buen grado. Tampoco desdeñan el papel de mártires voluntarios y gozan de mucho crédito entre las clases bajas del pueblo hindú.

El faquir que nos ocupa era un hombre alto, de más de cinco pies y nueve pulgadas de estatura. Si superaba la cuarentena era, a lo sumo, por un año o dos. Su rostro recordaba el hermoso tipo mahrata, sobre todo por el brillo de sus ojos negros, siempre alerta; pero no era fácil identificar los delicados rasgos de su raza bajo los miles de pequeñas marcas de viruela que poblaban sus mejillas. El hombre, aún en plenitud de facultades físicas, parecía ágil y robusto. Como característica particular, le faltaba un dedo en la mano izquierda. Con su cabellera teñida de rojo, iba medio desnudo, descalzo, con un turbante en la cabeza y se cubría tan solo con una mala camisa de lana a rayas, ceñida a la cintura. Sobre su pecho se podían ver en colores vivos los emblemas de los principios conservador y destructor de la mitología hindú, la cabeza de león de la cuarta encarnación de Visnú y los tres ojos y el tridente simbólico del temible Siva.

Una emoción real y más que lógica agitaba las calles de Aurangabad, sobre todo aquellas en las que se apiñaba la población cosmopolita de los barrios bajos. En ellos hormigueaba la gente fuera de las casuchas que les sirven de alojamiento. Hombres, mujeres, niños, ancianos, europeos o indígenas, soldados de los regimientos reales o de los regimientos nativos, mendigos de toda clase, campesinos de los alrededores, se aproximaban unos a otros, charlaban, gesticulaban, comentaban la noticia, sopesaban las posibilidades de ganar la enorme recompensa prometida por el gobierno. La exaltación general no hubiera sido mayor ante la rueda de una lotería cuyo premio gordo ascendiera a dos mil libras. Se podría incluso añadir que, en este caso, no quedaba nadie que no pudiera adquirir un buen billete: ese billete era la cabeza de Dandu-Pant. Aunque es cierto que había que ser bastante afortunado para encontrar al nabab y muy audaz para atraparlo.

«La casa de vapor» de Julio Verne

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