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La caída

La caída, una novela de Albert Camus

La caída, una novela de Albert Camus

Resumen del libro:

La caída es la tercera novela del escritor francés Albert Camus. Su título original en francés es La Chute. Un hombre, quien se presenta bajo el seudónimo de Jean Baptiste Clamence, ejerce de abogado o más bien de juez penitente (como él mismo se denomina) en Ámsterdam, después de la segunda guerra mundial.

¿Puedo ofrecerle mis servicios, señor, sin riesgo de ser inoportuno? Me temo que usted no sabría hacerse entender por el estimable gorila que rige los destinos de este establecimiento. Solo habla holandés. Y a menos que me autorice a representarlo, nunca adivinará que usted quiere una ginebra. Bueno, espero que él me haya comprendido; su movimiento de cabeza parece significar que entendió mis argumentos. En efecto, ahí va, se apresura con prudente lentitud. Usted tuvo suerte, no gruñó. Cuando se niega a atender, le basta con un gruñido; nadie insiste. Reinar sobre sus estados de humor es el privilegio de los grandes animales. Pero ya me retiro, señor, feliz de haberle servido. Gracias, yo aceptaría si estuviera seguro de no importunarlo. Usted es muy amable. Voy a colocar entonces mi vaso al lado del suyo.

Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de las selvas primitivas, cargante hasta el tope. A veces me sorprende la obstinación con que nuestro taciturno amigo desdeña las lenguas extranjeras. Su trabajo consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en este bar de Amsterdam, al que por otra parte, no sé por qué, le puso el nombre de Mexico-City. Con una tarea tal, ¿no cree usted que su ignorancia resulta fastidiosa…? Imaginemos al hombre de Cro-Magnon, de pensionista en la torre de Babel. Allí sufriría cuando menos de desarraigo. Pero no, no siente su exilio, sigue su camino, nada lo altera. Una de las pocas frases que he oído de su boca proclamaba que había que tomarlo o dejarlo. ¿Qué había que tomar o dejar? Seguramente a nuestro mismo amigo. Le voy a confesar, me atraen esas criaturas de una sola pieza. Cuando se ha me­ditado mucho sobre el hombre, por profesión o por vocación, ocurre que se siente nostalgia por los primates. Ellos nunca tienen segundas intenciones.

Nuestro hospedero en verdad tiene algunas, a las que alimenta oscuramente. A fuerza de no entender nada de lo que se habla en su presencia, su carácter se volvió desconfiado. De ahí ese aire de recelosa gravedad, como si sospechara que algo, al menos, no anda bien entre los hombres. Esta postura hace menos fáciles las discusiones que no se relacionen con su trabajo. Mire, por ejemplo, por encima de su cabeza, sobre la pared del fondo, ese rectángulo vacío que marca el lugar de un cuadro descolgado. Allí había, en efecto, un cuadro particularmente interesante, una verdadera obra maestra. Y bien, yo estaba presente cuando el dueño de casa lo recibió y cuando lo cedió. En los dos casos lo hizo con el mismo recelo, luego de rumiarlo varias semanas. La sociedad, hay que reconocer, ha echado a perder un poco la franca simplicidad de su naturaleza.

Fíjese usted que yo no lo juzgo. Aprecio su fundada desconfianza y la compartiría de buena gana si, como se habrá dado cuenta, mi naturaleza comunicativa no me lo impidiera. Pero soy conversador y trabo amistad fácilmente. Si bien sé mantener las convenientes distancias, para mí toda ocasión es buena. Cuando vivía en Francia no podía toparme con un hombre de ingenio sin que estableciera enseguida relaciones con él. ¡Ah! Veo que a usted le molesta el imperfecto del subjuntivo. Le confieso mi debilidad por este modo y por el lenguaje elegante en general. Debilidad que me critico, créame. Sé muy bien que el gusto por la ropa fina no siempre supone que uno no tenga los pies sucios. El estilo, como la papelina, disimula con frecuencia un eczema. Yo me digo, para consolarme, que aquellos que farfullan tampoco son puros. Pero bueno, sigamos tomando ginebra.

La caída – Albert Camus

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