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La cabaña del tío Tom

Portada del libro La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe

Resumen del libro:

“La cabaña del tío Tom” de Harriet Beecher Stowe es una obra atemporal que presenta una crítica feroz al sistema de esclavitud en Estados Unidos. A través de la historia de Tom, un esclavo afroamericano, Stowe muestra las terribles injusticias a las que se enfrentan los esclavos en su vida cotidiana, así como las formas en que la religión y la fe pueden ayudar a mantener la esperanza y la resistencia. La obra es conmovedora e impactante, y sigue siendo relevante hoy en día como un llamado a la justicia social y la igualdad racial.

El libro también presenta otros personajes que luchan contra la esclavitud, como la abolicionista blanca Eva y el abogado afroamericano George Harris, cuya historia muestra las dificultades y peligros de escapar de la esclavitud. A través de estos personajes, Stowe muestra la complejidad de la lucha contra la esclavitud y la importancia de la solidaridad entre personas de diferentes orígenes.

En resumen, “La cabaña del tío Tom” es una obra poderosa y conmovedora que presenta una crítica importante al sistema de esclavitud en Estados Unidos. A través de su historia y personajes, Stowe muestra las terribles injusticias a las que se enfrentaron los esclavos, así como la importancia de la esperanza, la fe y la solidaridad en la lucha por la justicia social.

Capítulo I

En el que se presenta al lector a un hombre humanitario

A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy serios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora dos caballeros. Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y fornido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfarrón de un hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía llamativamente un chaleco multicolor, un pañuelo azul con lunares amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy acorde con su aspecto general. Las manos eran grandes y rudas y cubiertas de anillos; llevaba una gruesa cadena de reloj repleta de enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tintinear con patente satisfacción en el calor de la conversación. Ésta estaba totalmente exenta de las limitaciones de la Gramática de Murray, y salpicada regularmente con diversas expresiones profanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la conversación nos hará transcribir.

Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la organización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición cómoda si no opulenta. Como hemos apuntado, estaban los dos inmersos en una seria conversación.

—Así dispondría yo el asunto —dijo el señor Shelby.

—No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, señor Shelby —dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.

—Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común; desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal, honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.

—Quiere usted decir honrado para ser negro —dijo Haley, sirviéndose una copa de coñac.

—No, quiero decir que Tom es un hombre bueno, formal, sensato y piadoso. Se convirtió a la religión hace cuatro años en una reunión, y creo que se convirtió de verdad. Desde entonces, le confío todo lo que tengo: dinero, casa, caballos, y lo dejo ir y venir por los alrededores; y siempre lo he encontrado honrado y cabal en todas las cosas.

Algunas personas no creen que haya negros piadosos, Shelby —dijo Haley, con un movimiento candoroso de la mano—, pero yo sí. Había un tipo en este último lote que llevé a Orleáns: era como un mitin religioso oír rezar a ese individuo; y era bastante tranquilo y callado. Me dieron un buen precio por él también, pues lo compré barato a un hombre que tuvo que venderlo todo; así pues gané seiscientos con él. Sí, creo que la religión es una cosa valiosa en un negro, cuando es de verdad, he de decirlo.

—Bien, Tom tiene religión de verdad, sin duda —respondió el otro—. El otoño pasado, le dejé ir solo a Cincinnati a hacer negocios en mi lugar y me trajo a casa quinientos dólares. «Tom», le dije, «me fio de ti porque creo que eres buen cristiano y se que no me engañarías». Tom volvió, desde luego, como ya lo sabía yo. Cuentan que algunos tipos rastreros le dijeron: «Tom, ¿por qué no te largas al Canadá?» y él respondió: «El amo confía en mí y no podría hacerlo», eso me contaron. Me da pena desprenderme de Tom, he de confesarlo. Debería usted cogerle por toda la deuda, Haley; y si tuviera usted conciencia, lo haría.

—Pues tengo tanta conciencia como se puede permitir cualquier hombre de negocios, sólo un poco para ir tirando, como si dijéramos —dijo chistoso el comerciante—; y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa razonable para contentar a mis amigos, pero lo que pide usted es un poco excesivo —el comerciante suspiró pensativo y se sirvió más coñac.

—¿Cómo quedamos, entonces, Haley? —preguntó el señor Shelby, después de una pausa incómoda.

—¿No tiene usted un niño o una niña que pueda meter en el lote con Tom?

—Bien, ninguno que me sobre; a decir verdad, si no fuera absolutamente necesario, no vendería a ninguno. La verdad es que no me hace gracia desprenderme de ninguno de mis muchachos.

En este momento, se abrió la puerta y entró en la habitación un pequeño cuarterón de entre cuatro y cinco años. Había algo hermoso y atractivo en su aspecto. El cabello negro, suave como la seda y de color azabache, caía en rizos brillantes alrededor de su rostro redondo con hoyuelos en las mejillas, mientras que unos grandes ojos negros, llenos de fuego y dulzura, se asomaban bajo unas pestañas largas y pobladas y miraban con curiosidad por el aposento. Un alegre traje de cuadros rojos y amarillos, cuidadosamente cortado y entallado, resaltaba su belleza exótica; y un curioso aire de seguridad mezclado con timidez demostraba que estaba acostumbrado a que su amo se fijara en él y le hiciera mimos.

—Hola, Jim Crow —dijo el señor Shelby, silbando y lanzando un racimo de pasas en dirección al niño—, recoge esto, vamos.

El muchacho salió corriendo en pos de su premio mientras se reía su amo.

—Ven aquí, Jim Crow —dijo. Se acercó el muchacho y el amo le dio golpecitos en la cabeza y le acarició la barbilla.

—Vamos, Jim, demuestra a este caballero lo bien que sabes bailar y cantar.

El muchacho comenzó a cantar con voz clara y rica una de esas canciones salvajes y grotescas de los negros, acompañando su canción con muchos movimientos cómicos de las manos, los pies y el cuerpo entero, todo al compás de la música.

—¡Bravo! —gritó Haley, echándole un cuarto de naranja—. Vamos, Jim, anda como el viejo tío Cudjoe cuando le da el reuma —dijo su amo.

En el acto las flexibles extremidades del muchacho adoptaron la apariencia de la deformidad y la distorsión mientras, con la espalda encorvada y el bastón de su amo en la mano, andaba a trompicones por la habitación con su rostro de niño dibujando una mueca de dolor, escupiendo a diestro y siniestro como un viejo.

Los dos caballeros se rieron estrepitosamente.

—Ahora, Jim, muéstranos cómo el viejo Robbins canta el salmo —el muchacho rechoncho alargó la cara de manera sorprendente, con gravedad imperturbable, y comenzó a entonar nasalmente un salmo.

—¡Hurra, bravo! ¡Qué chico! —dijo Haley—; que me aspen si ese muchacho no es todo un caso. ¿Sabe lo que le digo? —dijo de repente, golpeando al señor Shelby en el hombro—, incluya usted a este muchacho y cerraremos el trato, se lo prometo. Venga ya, no diga usted que no es un buen trato.

La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher

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