Resumen del libro:
Cuartos de jugar que reproducen en imágenes los pensamientos de sus dueños… Problemas raciales en el planeta Marte… Brujas con grandes deseos de enamorarse, aunque para ello necesiten introducirse en el cuerpo de otras personas… Sirenas de faros capaces de relacionarse con monstruos marinos…
LA SABANA
GEORGE, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé.
—Pues bien, ¿y entonces?
—Sólo quiero que le eches una ojeada, o que llames a un psicólogo para que se la eche él.
—¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
—Lo sabes perfectamente —su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo la sopa para cuatro personas—. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
—Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.
—Bien —dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa. ¡Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos!, había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció una sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
—Vamos a quitarnos del sol —dijo—. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extraño.
—Espera un momento y verás —dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
—Unos bichos asquerosos —le oyó decir a su mujer.
—Los buitres.
—¿Ves? Allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo —dijo Lydia—. No sé el qué.
—Algún animal —George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente—. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.
—¿Estás seguro? —la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
—No, ya es un poco tarde para estar seguro —dijo él, divertido—. Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.
—¿Has oído ese grito? —preguntó ella.
—No.
—¡Hace un momento!
—Lo siento, pero no.
…