La bestia debe morir
Resumen del libro: "La bestia debe morir" de Nicholas Blake
La vida de Frank Cairnes cambió en apenas unos segundos cuando un día su hijo de seis años fue arrollado por un coche que inmediatamente se dio a la fuga. Nadie vio nada y el pequeño murió al instante. Ahora Frank Cairnes tiene un único objetivo que cumplir en este mundo: averiguar quién conducía el automóvil, encontrarlo y asesinarlo para vengar la muerte de su hijo. Para conseguirlo, se valdrá de las ventajas que le proporciona ser un escritor de novelas policíacas de éxito, cuya identidad real nadie conoce, ya que firma sus obras con el seudónimo de Felix Lane. Poco a poco, su investigación avanza y su plan empieza a tomar forma, pero una cosa es proyectar una venganza y otra muy diferente llevarla a cabo. La bestia debe morir se inicia con un diario en el que un padre arrebatado por el dolor confiesa sin embarazo su sed de venganza y a continuación desarrolla una ingeniosa trama que la convierten en la mejor y más elegante novela de Nicholas Blake y su personaje de ficción, el detective Nigel Strangeways.
PRIMERA PARTE
EL DIARIO DE FELIX LANE
20 de junio 1937
Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarle, y le mataré…
Amable lector: debe perdonarme este comienzo melodramático. Parece la primera frase de una de mis novelas policíacas, ¿no es cierto? Sólo que esta historia nunca será publicada, y el amable lector es una cortés convención. No, tal vez no sea una cortés convención. Estoy decidido a cometer lo que la gente llama «un crimen». Todo criminal, cuando carece de cómplices, necesita de un confidente: la soledad, el espantoso aislamiento y la angustia del crimen son demasiado para un solo hombre.
Tarde o temprano confesará todo. O, aunque su voluntad siga firme, le traicionará su súper-yo, ese estricto moralista que llevamos dentro y que juega al gato y al ratón con los furtivos, con los cautelosos o con los atrevidos, induciendo al criminal in lapsus verbi; induciéndole al exceso de confianza, dejando pruebas en contra y representando el papel de agente provocador.
Todas las fuerzas de la ley y el orden serían impotentes contra un hombre absolutamente desprovisto de conciencia.
Pero en lo más hondo de nosotros existe ese deseo de expiación, una sensación de culpabilidad, el íntimo traidor; somos delatados por lo que tenemos de falso. Si la lengua se niega a confesar, lo harán nuestros actos inconscientes. Por eso el criminal regresa a la escena del crimen. Por eso estoy escribiendo este diario. Usted, imaginario lector, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, será mi confesor. No le ocultaré nada. Usted será quien me salve de la horca, si alguien puede hacerlo.
Resulta bastante fácil afrontar un crimen, aquí sentado, en el bungaló que me prestó James para que me restableciera después de mi colapso nervioso (no, amable lector, no estoy loco; debe abandonar desde ahora esa idea. Nunca he estado más cuerdo; culpable, pero no demente).
Es bastante fácil afrontar un crimen mirando por la ventana el Golden Cap que brilla en el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía, y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo. Porque todo esto, para mí, significa Martie. Si no le hubieran matado, estaríamos haciendo excursiones en el Golden Cap; él estaría chapoteando en el agua con ese brillante traje de baño, del que estaba tan orgulloso; y hoy habría cumplido siete años; yo le había prometido enseñarle a manejar el dinghy cuando tuviera siete años.
Martie era mi hijo. Una noche, hace seis meses, estaba cruzando la calle frente a nuestra casa. Había ido al pueblo a comprar caramelos. Para él habrá sido un resplandor de faros en la curva, la pesadilla de un momento, y luego el impacto, transformándolo todo en una eterna oscuridad.
Su cuerpo fue arrojado a la cuneta. Murió en seguida, minutos antes de que yo llegara. El paquete de caramelos estaba desparramado sobre el asfalto; recuerdo que empecé a recogerlos. No me parecía que hubiese otra cosa que hacer, hasta que encontré uno con sangre. Después estuve enfermo durante bastante tiempo: fiebre cerebral, colapso nervioso, o algo semejante. La verdad, por supuesto, es que naturalmente yo no quería seguir viviendo. Martie era todo lo que me quedaba en el mundo. Tessa había muerto al darle a luz.
El hombre que mató a Martie no detuvo su coche. La policía no ha podido encontrarle. Dijeron que para que el cuerpo fuera arrojado y herido de esa manera, debió tomar la curva a ochenta por hora.
Ése es el hombre que tengo que encontrar y matar.
No creo que por hoy pueda seguir escribiendo.
21 de junio
Amable lector: había prometido no ocultarle nada, y ya he roto mi promesa. Pero es una cosa que tenía que ocultarme a mí mismo, a la vez, hasta que estuviera bastante bien como para encararla: ¿Fue culpa mía? ¿Hice mal en permitir que Martie fuera al pueblo?
Ya está. Gracias a Dios, ya lo he dicho; el dolor de escribirlo casi me ha hecho atravesar el papel con la pluma. Me siento débil como si me hubieran arrancado de la carne la punta de una flecha; pero el dolor mismo es una especie de alivio. Déjenme mirar la flecha que estaba matándome lentamente. Si yo no le hubiera dado a Martie los veinte centavos, si yo hubiera ido con él esa noche, o mandado a la señora Teague, todavía estaría vivo, estaríamos navegando en la bahía, o pescando camarones en la boca del Cobb, o descolgándonos por los riscos entre esas flores amarillas… ¿Cómo se llamaban? Martie quería saber el nombre de todas las cosas, pero ahora que estoy solo me parece que no hay ninguna razón para averiguarlo. Yo quería que se criara independiente. Sabía que, muerta Tessa, existía el peligro de que mi cariño lo echara todo a perder. Traté de que se acostumbrara al peligro; pero ya había ido solo al pueblo docenas de veces: mientras yo trabajaba, tenía la costumbre de jugar con los niños del pueblo. Era cuidadoso al cruzar la calle y, por otra parte, en ese camino hay muy poco tránsito. ¿Quién hubiera pensado que aquel diablo aparecería por la curva, destruyendo todo a su paso? Luciéndose ante alguna inmunda mujer que le acompañaba; o borracho. Y no tuvo el coraje de pararse y dar la cara.
Tessa querida, ¿fue mía la culpa? No te hubiera gustado que le criara envuelto en algodones, ¿verdad? A ti no te gustaba que te mimaran, o que anduvieran detrás de ti: eras independiente como el diablo. No. Mi conciencia me dice que tenía razón; pero no puedo sacarme de la cabeza esa mano apretando el cartucho de papel; no me acusa, pero no me deja descansar —es un dulce fantasma que me importuna—. Mi venganza será para mí solo.
Me gustaría saber si el médico oficial hizo algún comentario censurando mi «negligencia». En el sanatorio no me dejaron ver el papel. Sólo sé que dictaron sentencia del homicidio casual, contra una persona o personas desconocidas. ¡Homicidio casual! Asesinato infantil más bien. Si le hubieran cogido, le habrían condenado a unos meses de cárcel y luego hubiera estado libre para hacerse el loco de nuevo, a menos que le hubieran quitado para siempre el permiso de conducir, y creo que nunca lo hacen.
Tengo que encontrarle e impedir que siga siendo un peligro. Al hombre que le mate deberían coronarle con flores (¿dónde leí algo parecido?), como benefactor público.
No, no empieces a engañarte. Lo que te propones no tiene nada que ver con la justicia abstracta. Pero me gustaría saber qué dijo el oficial. Tal vez eso me retenga aún aquí, puesto que ya estoy bastante repuesto; temo, sí, qué dirán los vecinos. «Mirad, ahí va el hombre que dejó matar a su hijo»: eso dijo el oficial. ¡Oh, que se vayan al diablo! ¡Y el oficial también! Ya tendrán razones para llamarme asesino dentro de poco; entonces ¿qué importa?
Pasado mañana me voy a casa. Ya está arreglado. Escribiré a la señora Teague esta noche y le diré que prepare la casa. Ya he afrontado lo peor de la muerte de Martie, y creo sinceramente que no tengo nada que reprocharme. Mi cura ya está terminada; ya puedo dedicar todo mi corazón a la única cosa que me queda por hacer.
22 de junio
Esta tarde he recibido una rápida visita de James; «solamente para saber cómo sigues». Muy amable. Se sorprendió de encontrarme tan bien. Le dije que eso se debía a la saludable situación de su bungaló: no podía decirle que ya le había encontrado una finalidad a mi vida; le hubiera incitado a hacer preguntas molestas. A una de ellas, por lo menos, ni yo mismo podría responder. «¿Cuándo decidiste por primera vez matar a X?» es el tipo de pregunta (como «¿Cuándo te enamoraste de mí?») que requiere todo un tratado para ser contestada. Y los futuros asesinos, a diferencia de los amantes, prefieren no hablar acerca de ellos mismos, a pesar de que este diario evidencia lo contrario; más bien hablan después del hecho, y demasiado, ¡pobres infelices!
Bueno, mi imaginario confesor, supongo que ya es hora de que conozca algunos detalles personales míos: edad, estatura, peso, color de los ojos, condiciones para el oficio de asesino; ese tipo de cosas.
Tengo treinta y cinco años, mido un metro sesenta y cinco, ojos pardos, expresión habitual una especie de sombría benevolencia, como la lechuza, o por lo menos, eso me decía siempre Tessa.
Mi pelo, por una extraña anomalía, no ha encanecido aún. Mi nombre es Frank Cairnes. Antes tenía un escritorio (no diré empleo) en el Ministerio del Trabajo; pero hace cinco años una herencia y mi propia pereza me persuadieron a presentar mi renuncia y a retirarme a la casa de campo donde Tessa y yo habíamos siempre deseado vivir. «Allí debería haber muerto», como dice el poeta.
Dar vueltas por el jardín, y en el dinghy, era muy poco, aun para mis posibilidades de ocio; por eso empecé a escribir novelas policíacas bajo el seudónimo de Felix Lane. Son bastante buenas, según parece, y me reportan una sorprendente cantidad de dinero; pero no puedo convencerme de que la ficción policíaca sea una rama seria de la literatura; por eso Felix Lane ha permanecido siempre en el incógnito.
Mis editores se han comprometido a no descubrir el secreto de mi identidad; después de su horror inicial frente a la idea de un escritor que no quiere ser relacionado con las ineptitudes que da a la luz, terminaron divirtiéndose con esa especie de misterio. «Buena publicidad, este asunto del misterio», pensaron con la simple credulidad de los de su clase, y empezaron a usarlo como propaganda; aunque me gustaría mucho saber a quién demonios importa dos pepinos saber quién es en realidad Felix Lane; él me será muy útil en un futuro próximo. Cuando mis vecinos me pregunten qué estoy escribiendo durante todo el día, les diré que trabajo en la biografía de Wordsworth; sé bastante acerca de él, pero me comería una tonelada de engrudo antes que escribir su biografía.
Mis cualidades para un crimen son, por no decir otra cosa, débiles: representando a Felix Lane he adquirido algunos conocimientos superficiales de medicina legal, justicia criminal y procedimiento policial.
Nunca he disparado un tiro, ni he envenenado a una rata. Mis estudios sobre criminología me han hecho comprender que solamente los generales, los cirujanos famosos y los propietarios de minas pueden cometer asesinatos impunemente. Pero tal vez sea injusto con los asesinos no profesionales.
Con respecto a mi carácter, es mejor deducirlo de este diario; me gusta imaginar que lo creo sumamente despreciable, pero esto tal vez sea tan sólo una sofisticación…
Perdóneme usted esta locuacidad presuntuosa, amable lector que nunca habrá de leerla. Un hombre está obligado a hablar consigo mismo cuando se encuentra sobre los hielos flotantes, solo en la oscuridad, perdido. Mañana vuelvo a casa; espero que la señora Teague haya regalado sus juguetes. Así se lo ordené.
…
Nicholas Blake. Cecil Day-Lewis, CBE, conocido también como Day Lewis, dejó una huella indeleble en el mundo literario durante el siglo XX. Nacido el 27 de abril de 1904, Day-Lewis fue un renombrado poeta británico con raíces irlandesas. Sin embargo, su legado va más allá de la poesía, ya que bajo el seudónimo de Nicholas Blake, se adentró en el género de las novelas policíacas, demostrando su versatilidad literaria. Sus raíces maternas lo conectaban con Oliver Goldsmith, añadiendo profundidad histórica a su linaje. También destaca como el orgulloso padre del actor de renombre internacional, Daniel Day-Lewis.
Durante sus días de formación en la Universidad de Oxford, Day-Lewis se rodeó de escritores marxistas, como Wystan Hugh Auden y Stephen Spender. Comenzó su carrera literaria con una prosa radical de izquierda, en línea con sus convicciones ideológicas de la época. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial marcó un punto de inflexión en su vida y obra. Day-Lewis se alejó de la ideología marxista y cambió el enfoque de su poesía hacia temas de la vida privada y personal.
En su faceta académica, Day-Lewis dejó una huella en la Universidad de Oxford al ejercer como Professor of Poetry entre 1951 y 1956. Su conocimiento profundo y su capacidad para explorar los matices de la expresión poética dejaron una marca duradera en las mentes de sus estudiantes y colegas.
En un giro que pocos podrían haber anticipado, Day-Lewis fue nombrado Poet Laureate por la Corona británica en 1968. Este honor no solo consolidó su posición como una voz influyente en la literatura, sino que también le asignó la responsabilidad de crear poesía que honrara las festividades y celebraciones de la corte y del Estado. Esta designación real subrayó su capacidad para trascender las fronteras de género literario y su capacidad para comunicarse con diferentes audiencias.
La dualidad literaria de Cecil Day-Lewis y Nicholas Blake revela la riqueza de su creatividad y la profundidad de su exploración artística. Como afirmó John Strachey, Day-Lewis se manifestaba de manera distinta cuando adoptaba el seudónimo de Nicholas Blake. Esto sugiere que su identidad literaria era poliédrica y que sus obras, ya fueran poéticas o de misterio, eran el resultado de su profunda conexión con la palabra escrita.
Además de su influencia en el mundo literario, Cecil Day-Lewis dejó un legado familiar impresionante. Su hijo, Daniel Day-Lewis, se ha convertido en uno de los actores más respetados y premiados de su generación, demostrando que la creatividad y el talento fluyen a lo largo de las generaciones.
En resumen, Cecil Day-Lewis, bajo los seudónimos de Day Lewis y Nicholas Blake, dejó una marca imborrable en la poesía y la novela policíaca. Su transición de la prosa radical de izquierda a los matices de la vida privada y su destreza para adaptarse a diferentes géneros literarios atestiguan su genialidad. Su nombramiento como Poet Laureate y su legado literario enriquecen el tejido literario del siglo XX y trascienden las convenciones establecidas. Además, su influencia se extiende a través de las generaciones gracias a su influyente hijo, Daniel Day-Lewis, y a su hija, Tamasin Day-Lewis.