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La bella Annabel Lee

Libro La bella Annabel Lee, de Kenzaburō Ōe

Resumen del libro:

“La bella Annabel Lee” es una obra magistral del renombrado autor japonés Kenzaburō Ōe. Aunque la referencia a Ōe en el texto es escueta, es importante tener en cuenta que este autor ha dejado una huella imborrable en la literatura contemporánea y merece un análisis más profundo. Ōe, galardonado con el Premio Nobel de Literatura, es conocido por su estilo literario distintivo y su habilidad para explorar temas complejos de la psicología humana. Su enfoque narrativo se caracteriza por la interacción entre personajes y la introspección profunda, y “La bella Annabel Lee” no es una excepción.

La trama de la novela gira en torno a Sakura, una actriz de renombre internacional, cuya fama se extiende desde Hollywood hasta su Japón natal. Su carrera despegó a una edad temprana al protagonizar la adaptación cinematográfica del poema “Annabel Lee” de Edgar Allan Poe. Sin embargo, la historia se torna sombría cuando Sakura decide emprender un proyecto cinematográfico junto a Kensanro, un escritor premiado con el Nobel de Literatura, y su amigo Komori, un productor de cine. Este proyecto desencadena una serie de eventos que sacan a la luz un doloroso trauma de su infancia que Sakura había reprimido en su memoria.

“La bella Annabel Lee” se adentra en la psicología de los personajes de manera profunda y reflexiva, explorando temas como la memoria, la identidad y la belleza efímera. A través de la narrativa de Ōe, los lectores se sumergen en un mundo de introspección y autoconocimiento, donde los personajes luchan por reconciliarse con su pasado y encontrar un sentido en medio del caos.

La obra se destaca por su estilo literario poético y conmovedor, que capta la esencia de la belleza oriental y la profundidad de las emociones humanas. Ōe teje una trama meticulosa y envolvente que lleva a los lectores en un viaje emocional a medida que desvela los secretos y los traumas enterrados en el corazón de los personajes.

En resumen, “La bella Annabel Lee” de Kenzaburō Ōe es una obra literaria que combina la belleza estilística y la exploración profunda de la psicología humana. A través de una narrativa rica y conmovedora, Ōe invita a los lectores a reflexionar sobre la memoria, la identidad y la búsqueda de significado en la vida. Esta novela es un testimonio del talento y la maestría del autor, que continúa siendo un referente en la literatura contemporánea.

¡CÓMO! ¿ESTÁS AQUÍ?

Un anciano obeso avanza con pasos apresurados, en la mano izquierda lleva una barra flexible de resina, de color rojo y de peso considerable. A su derecha camina un hombre robusto de mediana edad, también con una barra flexible, de color verde, en su mano. El anciano prefiere tener su diestra libre porque en cualquier momento deberá sostener al hombre de mediana edad, que puede perder el equilibrio a causa de la cojera de su pie. La pareja con sendas barras pasa de largo, haciendo caso omiso a los curiosos que los observan cuando se cruzan con ellos.

Al tener que dejar la natación por la arritmia que le acababan de diagnosticar, el anciano (que soy yo) se animó a acompañar a su hijo en los ejercicios para corregir su cojera, siguiendo los consejos del entrenador, que le recomendaba caminar todo lo que pudiera. Le regaló las dos barras flexibles, bastante largas, diciendo: su hijo podrá levantar el pie con naturalidad al andar apoyado en la barra, y, por otro lado, lo he visto a usted tropezar al borde de la piscina y caerse…

Mi hijo Hikari y yo solemos salir de nuestra casa, ubicada sobre una colina, al ocaso, y luego descendemos por una cuesta que desemboca en un camino peatonal, poco concurrido a esas horas, que transcurre a lo largo del canal. Los paseos junto al canal, con sus viejos diques reconstruidos, están abiertos a la creciente población vecina del área residencial, construida en una zona pantanosa que estuvo abandonada durante muchos años.

Algunas personas saludan a la pareja de caminantes de las barras, una roja y la otra verde. Un día, al final de una caminata, cuando mi hijo y yo nos sentamos en un banco a descansar antes de abordar la cuesta en dirección a la colina, Hikari, que desde que empezó a hablar, y a causa de una lesión cerebral también responsable de la cojera, estaba habituado a expresarse con una formalidad similar a la de lengua escrita, me dijo:

—El estudiante que te ha dirigido la palabra antes ha dicho que te calculaba unos cien años.

—¿Le sorprendería saber que en realidad soy mucho más joven?

—Y el otro hombre te ha preguntado si todavía escribías novelas.

—Habría sido peor si me hubiera preguntado si aún estaba vivo.

—Era un señor bastante mayor.

Hace unos cuantos años, en los inicios de mi carrera como novelista, un desconocido quiso entablar conversación conmigo, me reconoció a pesar de que nunca hasta entonces había aparecido en televisión, y no pude responderle de inmediato, cohibido por el complejo de mi acento de Shikoku y mi pésima pronunciación. Sucedió en un bar al que me había llevado mi editor, y aquel individuo, interpretando mi mutismo como una ofensa, recurrió a la violencia.

En consideración a mi resistencia menguada por la edad, casi nunca ignoro a quienes me dirigen la palabra, pero cuando me abordan de repente, interrumpiendo mis reflexiones, me cuesta mucho retomar el hilo después. En momentos así me siento viejo. Nada me resulta más cómodo que responder siempre con «la verdad», para no complicar las cosas.

—Me queda un buen trecho antes de cumplir cien años. Seguiré escribiendo novelas si logro encontrar, más que temas, formas nuevas para hacerlo.

—¿Es posible que no las encuentres hasta el final?

—Sí, es posible.

—Aun así, seguirás siendo escritor…

—Sí, hasta el final.

Pero ese día me abordó una persona muy diferente. Se nos acercó desde atrás con paso decidido y, tras haber enviado a Hikari hacia un marchito matorral al margen del paseo pavimentado, me sorprendió con voz de viejo, a pesar de que a primera vista su rostro me había parecido infantil:

What! Are you here?

Examiné a mi interlocutor, que, con los hombros encogidos, me hablaba en inglés británico japonizado, y enseguida supe quién era aquel sujeto inesperado. Además, recordé haberlo distinguido pocos días atrás, sin haber podido confirmarlo después a ciencia cierta, entre la multitud que nos rodeaba, observándonos con compasión, en un momento en que Hikari y yo estábamos en un aprieto. Su aspecto me pareció tan cambiado y al mismo tiempo tan conservado de manera peculiar, que creí estar sufriendo una ilusión óptica.

—«¡Cómo! ¿Estás aquí?», querrás decir…

—Sabía que responderías eso. ¿Ves como ha funcionado el truco?

—Sigues igual, en muchos sentidos. ¿Cuánto hace que no nos veíamos?

—Treinta años —dijo frunciendo el entrecejo de piel blanca (igual que hace treinta años), y se quedó callado atento a mi reacción.

Luego se lanzó a hablar:

—No se me ocurrió otro modo de ponerme en contacto contigo después de haberte hecho trabajar en vano durante casi un año entero a causa de aquellos acontecimientos… No puedo serte más sincero, pero, por favor, no niegues que hice todo lo posible… Estuve a punto de envolveros, tanto a ti como a Chikashi e Hikari, en un escándalo tremendo. Goro Hanawa se suicidó muchos años después, pero hubiera sucedido algo peor en aquella ocasión, y fui yo quien os salvó, ¿no es cierto? Claro, que fui yo quien os llevó hasta el borde del precipicio…

»Una vez consumado el hecho, Sakura, la más afectada de todos, aparte de las niñas involucradas, no se cansaba de preguntar por ti, por Chikashi y por Hikari cuando la visitaba en el manicomio y la hallaba en buenas condiciones. Desde luego, me siento responsable. De Sakura también.

—Bueno, fuiste tú quien contrató a los causantes de aquel embrollo, quien eligió el equipo de la película Michael Kohlhaas… Tenía una beca en Ciudad de México y pude escaparme a tiempo de la zona de conflicto. Sakura fue la víctima que tuvo que enfrentar todas las adversidades, pero tú… Todavía no tengo claro cuáles eran las responsabilidades que deberías haber asumido sobre la totalidad de lo que ocurrió.

Mi interlocutor enmudeció de nuevo. El cuello de la camisa de seda blanca le asomaba por las solapas del traje de mullido terciopelo (en una lejana ocasión había resaltado la diferencia cultural que nos separaba diciendo que se trataba de un plush, en lugar de un furashi, como diríamos los de nuestra generación). Hace medio siglo, su peculiar estilo de vestir, no idéntico pero equivalente al actual, lo convertía en un personaje único en la Facultad de Artes Liberales de Komaba. Pero después, hace ya treinta años, cuando recuperé el contacto con él y estrechamos rápidamente nuestra amistad, su atuendo era el típico de un productor de cine internacional.

Así que la coherencia que percibo en su vestimenta a lo largo de los años se debe fundamentalmente a mi memoria dispersa. Pero la apariencia singular, imposible de imitar, de Tamotsu Komori borra de mi mente todas sus imágenes anteriores, salvo la actual (y la de su juventud). Ahora, los signos de la vejez y el natural declive físico son evidentes (lo mismo me sucede a mí), pero en su caso se manifiestan de manera dramática. Por ejemplo, del cuello de la camisa de seda se asoma con holgura, en lugar de un pañuelo, la piel colgante de la garganta. En contraste, la frescura del rostro y los rabillos tersos de los ojos recuerdan su aspecto a los dieciocho años. Sin embargo, al fijarme bien, me doy cuenta de que va maquillado.

La bella Annabel Lee: Kenzaburō Ōe

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