La atracción del abismo

Resumen del libro: "La atracción del abismo" de

La novela de aventuras La atracción del abismo nos sumerge en el mundo del crimen y la lucha por la supervivencia en un entorno hostil. En el primer capítulo, titulado Extraños amigos, se nos presenta a Allan Campbell, un hombre de espíritu bohemio y con una peculiar filosofía de vida. A pesar de ser un delincuente, Allan se considera a sí mismo un soñador y un poeta extraviado, más inclinado a la contemplación y la emoción que a la violencia.

La historia comienza cuando Allan llega a la humilde y sombría vivienda de su amigo El Torcido, un personaje del bajo mundo que se refugia en una destartalada choza cerca de un apartadero ferroviario. Allan se encuentra en peligro, pues ha sido sentenciado a muerte por Andrés Scarfell, el despiadado jefe de la banda criminal más temida de Detroit. A pesar de la amenaza, Allan decide no huir y enfrentar su destino con la serenidad de quien cree en un orden superior.

El capítulo nos muestra un contraste entre la crudeza del mundo del hampa y la sensibilidad de Allan, quien se siente conmovido por la paz de una calle iluminada por árboles de Navidad y por la silueta de una niña reflejada en la ventana de la casa de El Torcido. La nostalgia y el peligro se entrelazan en su mente mientras avanza hacia su incierto destino, consciente de que en cualquier momento puede ser víctima de la violencia que domina su mundo.

Libro Impreso

Capítulo I

Extraños amigos

EL TORCIDO llamaba pomposamente «hogar» a aquella lóbrega vivienda de carcomidas maderas, que pugnaban por mantenerse en pie, en medio de la desolación que le rodeaba.

Sin duda exageraba El Torcido cuando ponderaba las condiciones de su refugio, pues el emplazamiento de la casucha no podía ser menos atractivo. Al mismo borde de la fachada, como si amenazara tragarse la casa, se abría la profunda zanja del apartadero, donde de día y de noche maniobraban las máquinas, y detrás, la única vista que se ofrecía era la del sombrío panorama de desperdicios de hierro allí depositados.

A pesar del destacado lugar que El Torcido ocupaba —¡con todos los honores!— entre la gente del hampa, la miseria de aquella choza —su único patrimonio— pregonaba con elocuencia que los delincuentes no gozan siempre del bienestar y de la prosperidad que muchos suponen. En los días plomizos y grises del invierno, sobre todo, la casa adquiría un lúgubre tinte de pobreza, de ruindad. Ni la radiante majestad del sol, en el augusto amanecer ni el resplandor de las estrellas, en las noches serenas y límpidas, podían borrar la melancolía que empapaba todo aquel lugar, y más bien delataban su horrible fealdad. Parecía como si algo incognoscible hubiera erigido aquella vivienda en símbolo del hampa, de los bajos fondos, y la defendiese contra la furia de los elementos desafiando sus más duros embates.

Una noche de fines de diciembre llegó a la vivienda de El Torcido su amigo Allan Campbell. Después de salvar las numerosas vías del apartadero y de a través los montones de basura que sembraban su camino, Allan enfiló con sigilo un sendero desde el que podía divisarse borrosamente la luz interior de la casa, tras los empañados cristales de las ventanas. Unos metros antes se detuvo, observando con cautela, misteriosamente. Segundos después, al comprobar que tras los cristales se dibujaba la silueta de una niña, desapareció la preocupación que sin duda le embargaba. Su semblante, antes perplejo, ceñudo, se había serenado rápidamente.

Allan Campbell era un pobre diablo, un hampón con ribetes de poeta. Las musas debieron ya de prestarle su inspiración al nacer, pero el ambiente en que Allan se había criado malogró al poeta que llevaba dentro. De ahí que no fuera más que un bohemio con exceso de personalidad. Y con ideas demasiado extravagantes, tal vez.

Campbell reconocía que, con arreglo a las leyes de la sociedad, era un pecador, pero en cambio consideraba, apoyándose en sus teorías, que no era un malvado. Para él no había ley humana que pudiese distinguir el bien del mal, y aunque muchas veces infringiera —con notoria impunidad— esas leyes humanas, tenía en cambio verdadera devoción por el Todopoderoso que creó los astros y la tierra donde moraba. Muchas veces se había visto en los templos a Allan, cuya figura arrogante y apuesta solía mezclarse con la multitud de fieles. Y más de una vez unos ojos de mujer vieron en él la encarnación de su ideal.

No pretendemos, ni mucho menos, idealizar la figura de Allan, convertirlo en un héroe novelesco. Al contrario: no nos extrañaría que hubiera estado en la cárcel, ni negaremos que mereciera estarlo. Pero lo cierto es que no estaba preso. Y es que, indudablemente, muchos que gozan de libertad deberían estar presos. En la cárcel no están nunca todos los que debieran estar. El librarse de ella depende, en algunas ocasiones, de la suerte o de la inteligencia.

Allan contaba treinta y cinco años, y sobre él no pesaba ninguna grave acción. Nunca había matado, ni aun herido gravemente a un semejante. Para él, tal delito hubiese constituido una nota de mal gusto, sin refinamiento ninguno. Porque Allan estaba bien educado, era estudioso, vestía como un señor, tenía don de gentes… Su aspecto podía ser el de un médico o un abogado, el de un pastor protestante.

Sin embargo, a pesar de reunir tan excepcionales condiciones para ser un magnate del crimen (en su país había que reunir muchos méritos para dirigir una banda de forajidos), se contentaba con ser un modesto «coleccionador» de bagatelas. Prueba, todo ello, del romanticismo de Allan, de su alma de poeta. Ya sabemos que los poetas son unos holgazanes. De lo contrario, ¿habría poetas? Y Allan Campbell no era más que un poeta descarriado, un mortal que satisfacía plenamente sus aspiraciones con la emoción de lo íntimo. Prefería gustar la delicadeza de las cosas pequeñas, gratamente logradas, que arrostrar la responsabilidad de asuntos de mayor categoría. Por ello sus «honorarios» —como ingenuamente los llamaba— eran relativamente exiguos. Esto no le disgustaba, pues sustentaba el criterio de que el dinero constituye una molesta necesidad. Es más, tenía el convencimiento de que la civilización del porvenir, en la que él soñaba, suprimiría para siempre todo el sistema monetario, motivo de tantos disgustos entre los hombres.

En aquellos momentos, los pensamientos de Allan no estaban impregnados del humorismo tan peculiar en Campbell, a pesar de que la noche, fría y serena, era de las que hacían siempre concebir adorables esperanzas.

Para llegar a la choza de El Torcido había pasado Allan por una calle quieta y amable, donde todo respiraba bienestar y cordialidad. Los interiores de las casas se hallaban intensamente iluminados y a través de sus ventanas se distinguían los árboles de Navidad. La calle parecía respirar una plácida quietud, que saturaba de sereno optimismo a Allan. Para él, las calles tenían un encanto especial, y aquélla, en la que creía ver más niños que en ninguna otra, era su predilecta.

Tras las ventanas, junto a las cuales se alzaban ufanos los árboles de Navidad, presentía Allan los hogares tranquilos, risueños, en los que ponían los niños su nota de alegría. En estas casas, se decía, está la verdadera poesía de la vida.

Alían recordó con inefable emoción los felices días de la infancia, al lado de los seres queridos que desaparecieron, y en su imaginación se reprodujeron escenas dichosas de las que fue actor. Nunca, desde entonces, había gozado del encanto que rodea las Navidades.

Aquella noche, sin embargo, no podía Allan entretenerse en románticas remembranzas. El ambiente de aquella calle le había prestado ánimos, y se sentía más fuerte, pero no podía olvidar que la muerte le acechaba a cada minuto, a cada paso. Hasta en los árboles, que poco antes había contemplado embelesado, admirando su nívea blancura, veía enemigos dispuestos a cortar bruscamente su vida.

¡Allan no temía morir! Muchas veces había pensado en los momentos del tránsito final, y, como creyente, esperaba con verdadera fe el destino que le reservaba Dios. Pero la idea de la muerte violenta, del atentado, le horrorizaba, atormentaba sus pensamientos.

Mientras se dirigía a la casa de El Torcida, a través de su larga caminata, Allan hizo cuanto pudo para desechar los temores que le embargaban. Hasta llegó a hacerse a la idea de que era imposible escapar. Pero, ocurriera lo que ocurriera, se hizo el firme propósito de no huir.

Cuando, a lo largo de su camino, notó que alguien pasaba tan cerca que llegaba a rozarle, no pudo evitar un estremecimiento de terror, una congoja que le atenazaba. Ni las risas de la gente joven, ni los graves acordes del órgano de la iglesia, ni las notas serenas de un piano que oyó al pasar, podían aplacar sus nervios, devolverle la tranquilidad.

¿Estaba próxima su muerte? ¿Caería pronto en la emboscada? Allan atisbó a su alrededor y alzó la vista al cielo. La tierra y el cielo, pensó, están en paz; nada turba esta augusta serenidad.

Sin embargo, aquella paz, aquella tranquilidad, eran ficticias. Alían, que no había dejado un momento de empuñar el revólver, desde el fondo de su bolsillo, lo sabía muy bien. A la mañana siguiente, los periódicos publicarían los relatos de los atentados que se repetían diariamente en la ciudad. ¡Y quién sabe si su nombre engrosaría el de las víctimas de aquella lucha fratricida! Era una lucha cruenta, que contaba las víctimas por días.

Allan pensaba con amargura que si caía allí para siempre, los periódicos no se entretendrían en hacer su biografía, en dedicarle unas líneas de elogio. Se limitarían a decir que había muerto otro bandido, víctima de la rivalidad del hampa. La cabecera a doble columna sería, a lo sumo, un epitafio.

Al contemplar, arrobado, la silueta de aquella niña, sus nervios fueron calmándose, y otra vez volvió a ver la vida con el humorismo que pocas veces le había abandonado. Y llegó a filosofar sobre la muerte, con teorías muy personales que le animaban a correr aventuras.

Huir de la sentencia dictada por el jefe de la banda del hampa de Detroit —la más terrible del mundo— sería una cobardía y destruiría todos los ideales que había acariciado durante tanto tiempo. Al fin y al cabo, esos ideales eran los que le habían excluido de la sociedad y eran el motivo de su existencia. Su carácter retraído, reservado, le valió el apodo de El Solitario, que le habían atribuido sus enemigos. Apodo muy justo, pues Allan trabajaba siempre sin ayuda. No quería colaboraciones, ni las prestaba.

Precisamente porque sus fechorías tenían un carácter y una «filosofía» propios, le había sentenciado Andrés Scarfell. Éste, un verdadero dictador del hampa, que dirigía una extensa organización de contrabando, contaba entre sus amigos con editores de periódicos, con abogados y hasta con jueces.

La riqueza de Scarfell, adquirida al margen de toda ley, había aumentado con mayor rapidez que la inmoralidad reinante. Scarfell, sin embargo, podía pasar por un filántropo. Sus obras de caridad eran constantes y a sus expensas se había fundado un hospital, y se construyó una iglesia. Los que lo conocían de cerca sabían que era un monstruo, de voz meliflua y mirada apacible, capaz de destruir una ciudad, como Nerón inmoló a Roma, si ello le hubiera parecido necesario para el logro de sus fines.

Hacía unas horas que Scarfell había dictado su sentencia fatal contra Allan, y ya los pistoleros de la banda estaban sobre la pista de la presunta víctima, para ejecutar el terrible fallo.

En aquella ciudad, los atentados eran ya sucesos habituales. Durante el espacio de un mes cayeron inmolados por la «Star» diecisiete hombres.

Para Allan, aquella matanza espantosa constituía un sacrificio inútil. Pero, a pesar de ello, había, decidido esperar cara a cara el atentado, y no se ocultaría ni huiría como un cobarde.

Allan alzó de nuevo la vista y admiró la nitidez del firmamento, matizado de estrellas. El admirable espectáculo de la Naturaleza le hizo recobrar nuevos ánimos, y hasta se sintió feliz. Seguro de sí mismo, lanzó una carcajada en la que iba envuelto su desdén hacia Scarfell. ¡Y hasta llegó a compadecerle!

Allan vivía en un piso que reunía las condiciones por él apetecidas. Era un piso situado en lo más alto de un elevado edificio, que le aislaba por completo del ruido de la calle y le situaba unos metros más cerca de aquellas lejanas estrellas que adoraba. Tan admirablemente orientado estaba aquel piso, que por su frente podía contemplarse la salida del sol y por su espalda admirar el soberbio espectáculo del crepúsculo. Y Allan, que era todo un romántico, se extasiaba ante la orgía de fuego y de luz que le proporcionaba la Naturaleza.

Sólo en su piso, en aquel oasis magnífico, Allan se sentía feliz, a cubierto de todos los peligros. Pues bien, en aquellos momentos en que su vida corría inminente riesgo, se sentía más feliz que nunca porque podía contemplar la sombra de la niña, reflejada en los cristales de la ventana. Sólo esto le hacía verdaderamente dichoso.

—¿Estará dentro El Torcido? —se preguntó Allan.

“La atracción del abismo” de James Oliver Curwood

James Oliver Curwood. Nacido el 12 de junio de 1878 en Owosso, Míchigan, emergió como un narrador y periodista estadounidense con un profundo compromiso hacia la conservación. Desde temprana edad, mostró su destreza literaria, publicando cuentos a los nueve años, aunque su educación fue irregular. Su vida dio un giro cuando, en 1906, optó por dedicarse a la literatura, dejando atrás una carrera periodística.

Curwood exploró el género de la novela de aventuras, destacando con obras como "Kazan" (1914) y "Bari, perro lobo" (1917). Fue el único estadounidense contratado por el gobierno canadiense como explorador y escritor, explorando las provincias del noroeste para atraer colonos.

Casado dos veces, Curwood encontró en la naturaleza su inspiración. En sus dieciocho años finales, pasó más de seis meses al año en el norte de Canadá, alimentándose de lo que cazaba. Su visión evolucionó de cazador a defensor acérrimo de la conservación, reflejado en su membresía en la Comisión de Conservación de Míchigan en 1926.

Falleció prematuramente el 13 de agosto de 1927, a los 49 años, tras una picadura de araña en Florida. Su legado vive en su "Curwood Castle", museo que fue su hogar y en sus escritos, que inspiraron numerosas adaptaciones cinematográficas. Su obra, impregnada de la belleza de la naturaleza y la defensa de la vida salvaje, lo consagra como un pionero literario y conservacionista visionario.