Resumen del libro:
Miguel de Unamuno, el ilustre pensador y escritor del siglo XIX, nos lleva a una profunda reflexión existencial en “La Agonía del Cristianismo”. Originalmente publicado en francés en 1925 y posteriormente en español en 1931, este ensayo se convierte en un escenario de lucha, un crisol de pensamiento, donde Unamuno se debate consigo mismo en un diálogo interno eternamente polémico.
La obra, que el propio autor relaciona con su previo “Del Sentimiento Trágico de la Vida”, ofrece una visión más concreta y apasionada de sus ideas. En “La Agonía del Cristianismo”, Unamuno se enfrenta al escepticismo, a la contradicción y a la lucha eterna de la existencia humana. El lector se sumerge en un mundo de pensamiento denso y apasionado, explorando las profundidades de la condición humana y la relación entre la fe, la duda y la agitación interna.
Este ensayo es una ventana a la mente de Unamuno, un testimonio de su compromiso con la exploración de los conflictos existenciales y la búsqueda de sentido en un mundo en constante cambio. “La Agonía del Cristianismo” es una obra fundamental para aquellos que buscan una comprensión más profunda de la filosofía y la incesante lucha de la condición humana.
Prólogo a la edición española
Este libro fue escrito en París hallándome yo emigrado, refugiado allí, a fines de 1924, en plena dictadura pretoriana y cesariana española y en singulares condiciones de mi ánimo, presa de una verdadera fiebre espiritual y de una pesadilla de aguardo, condiciones que he tratado de narrar en mi libro Cómo se hace una novela. Y fue escrito por encargo, como lo expongo en su introducción.
Como lo escribí para ser traducido al francés, en vista de esta traducción y para un público universal y más propiamente francés, no me cuidé, al redactarlo, de las modalidades de entendederas y de gustos del público de lengua española. Es más, ni pensaba que habría de aparecer, como hoy aparece, en español. Entregué mis cuartillas manuscritas, llenas de añadidos, al traductor, mi entrañable amigo Juan Cassou, tan español como francés, que me las puso en un vigoroso francés con fuerte sabor español, lo que ha contribuido al éxito del libro, pues que en su texto queda el pulso de la fiebre con que las tracé. Después ha sido traducida esta obrita al alemán, al italiano y al inglés. Y ahora le toca aparecer en la lengua en que fue compuesta.
¿Compuesta? Alguien podrá decir que esta obrita carece en rigor de composición propiamente dicha. De arquitectura, tal vez; de composición viva, creo que no. La escribí, como os decía, casi en fiebre, vertiendo en ella, amén de los pensamientos y sentimientos que desde hace años —¡y tantos!— me venían arando en el alma, los que me atormentaban a causa de las desdichas de mi patria y los que me venían del azar de mis lecturas del momento. No poco de lo que aquí se lee obedece a la actualidad política de la Francia de entonces, de cuando lo escribí. Y ni he querido quitar alusiones que hoy ya, y más fuera de Francia, resultan, por inactuales, muy poco inteligibles.
Esta obrita reproduce en forma más concreta, y, por más improvisada, más densa y más cálida, mucho de lo que había expuesto en mi obra El sentimiento trágico de la vida. Y aún me queda darle más vueltas y darme más vueltas yo. Que es lo que dicen que hacía San Lorenzo según se iba tostando en las parrillas de su martirio.
¿Monólogo? Así han dado en decir mis…, los llamaré críticos, que no escribo sino monólogos. Acaso podría llamarlos monodiálogos; pero será mejor autodiálogos, o sea diálogos consigo mismo. Y un autodiálogo no es un monólogo. El que dialoga, el que conversa consigo mismo, repartiéndose en dos, o en tres, o en más, o en todo un pueblo, no monologa. Los dogmáticos son los que monologan, y hasta cuando parecen dialogar, como los catecismos, por preguntas y respuestas. Pero los escépticos, los agónicos, los polémicos, no monologamos. Llevo muy en lo dentro de mis entrañas espirituales la agonía, la lucha, la lucha religiosa y la lucha civil, para poder vivir de monólogos. Job fue un hombre de contradicciones, lo fue Pablo, y lo fue Agustín, y lo fue Pascal, y creo serlo yo.
Después de escrito y publicado en francés este libro, en febrero de este año 1930, creí poder volver a mi España, y me volví a ella. Y me volví para reanudar aquí, en el seno de la patria, mis campañas civiles, o si se quiere políticas. Y mientras me he zahondado en ellas he sentido que me subían mis antiguas, o mejor dicho, mis eternas congojas religiosas, y en el ardor de mis pregones políticos me susurraba la voz aquella que dice: «Y después de esto, ¿para qué todo?, ¿para qué?». Y para aquietar a esta voz o a quien me la da, seguía perorando a los creyentes en el progreso y en la civilidad y en la justicia, y para convencerme a mí mismo de sus excelencias.
Pero no quiero seguir por este camino, y no porque no vuelvan a llamarme pesimista, cosa que, por otra parte, no me tiene en gran cuidado. Sé todo lo que en el mundo del espíritu se ha hecho por eso que los simples y los sencillos llaman pesimismo, y sé todo lo que la religión y la política deben a los que han buscado consuelo a la lucha en la lucha misma, y aun sin esperanza y hasta contra esperanza de victoria.
Y no quiero cerrar este prólogo sin hacer notar cómo una de las cosas a que debe este librito el halagüeño éxito que ha logrado es a haber restablecido el verdadero sentido, el originario o etimológico de la voz agonía, el de lucha. Gracias a ello no se confundirá a un agonizante con un muriente o moribundo. Se puede morir sin agonía y se puede vivir, y muchos años, en ella y de ella. Un verdadero agonizante es un agonista, protagonista unas veces, antagonista otras.
Y ahora, lector de lengua española, adiós y hasta que volvamos a encontrarnos en autodiálogo; tú, a tu agonía, y yo, a la mía, y que Dios nos las bendiga.
Salamanca, octubre 1930.
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