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La abadía de Northanger

Resumen del libro:

Publicada por primera vez en 1818, La abadía de Northanger narra la historia de Catherine Morland, una joven muy aficionada a las novelas góticas. Por ello, cuando los Tilney la invitan a pasar una temporada en su casa de campo, se pone a investigar tortuosos e imaginarios secretos de familia. Pero al comprender que la vida no es una novela, la inocente Catherine pondrá los pies en la tierra y encauzará su futuro según dictan las normas morales y sociales de la época.

La presente edición incluye una detallada cronología de la autora así como una introducción a cargo de Marilyn Butler, reputada crítica literaria, y autora del ensayo Jane Austen and the War of Ideas (1975). Hace las veces de colofón una nota biográfica escrita por el hermano de Jane Austen cinco meses después de su muerte, un documento inédito que aporta fragmentos de sus últimas cartas y deja entrever el perfil más humano de una de las autoras más apreciadas de la literatura inglesa.

Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habría imaginado que el destino le reservaba un papel de heroína de novela. Ni su posición social ni el carácter de sus padres, ni siquiera la personalidad de la niña, favorecían tal suposición. Mr. Morland era un hombre de vida ordenada, clérigo y dueño de una pequeña fortuna que, unida a los dos excelentes beneficios que en virtud de su profesión usufructuaba, le daban para vivir holgadamente. Su nombre era Richard; jamás pudo jactarse de ser bien parecido y no se mostró en su vida partidario de tener sujetas a sus hijas. La madre de Catherine era una mujer de buen sentido, carácter afable y una salud a toda prueba. Fruto del matrimonio nacieron, en primer lugar, tres hijos varones; luego, Catherine, y lejos de fallecer la madre al advenimiento de ésta, dejándola huérfana, como habría correspondido tratándose de la protagonista de una novela, Mrs. Morland siguió disfrutando de una salud excelente, lo que le permitió a su debido tiempo dar a luz seis hijos más.

Los Morland siempre fueron considerados una familia admirable, ninguno de cuyos miembros tenía defecto físico alguno; sin embargo, todos carecían del don de la belleza, en particular, y durante los primeros años de su vida, Catherine, que además de ser excesivamente delgada, tenía el cutis pálido, el cabello lacio y facciones inexpresivas. Tampoco mostró la niña un desarrollo mental superlativo. Le gustaban más los juegos de chico que los de chica, prefiriendo el críquet no sólo a las muñecas, sino a otras diversiones propias de la infancia, como cuidar un lirón o un canario y regar las flores. Catherine no mostró de pequeña afición por la horticultura, y si alguna vez se entretenía cogiendo flores, lo hacía por satisfacer su gusto a las travesuras, ya que solía coger precisamente aquellas que le estaba prohibido tocar. Esto en cuanto a las tendencias de Catherine; de sus habilidades sólo puedo decir que jamás aprendió nada que no se le enseñara y que muchas veces se mostró desaplicada y en ocasiones torpe. A su madre le llevó tres meses de esfuerzo continuado el enseñarle a recitar la Petición de un mendigo, e incluso su hermana Sally lo aprendió antes que ella. Y no es que fuera corta de entendimiento —la fábula de La liebre y sus amigos se la aprendió con tanta rapidez como pudieran haberlo hecho otras niñas—, pero en lo que a estudios se refería, se empeñaba en seguir los impulsos de su capricho. Desde muy pequeña mostró afición a jugar con las teclas de una vieja espineta, y Mrs. Morland, creyendo ver en ello una prueba de afición musical, le puso maestro.

Catherine estudió la espineta durante un año, pero como en ese tiempo no se logró más que despertar en ella una aversión inconfundible por la música, su madre, deseosa siempre de evitar contrariedades a su hija, decidió despedir al maestro. Tampoco se caracterizó Catherine por sus dotes para el dibujo, lo cual era extraño, ya que siempre que encontraba un trozo de papel se entretenía en reproducir, a su manera, casas, árboles, gallinas y pollos. Su padre la enseñó todo lo que supo de aritmética; su madre, la caligrafía y algunas nociones de francés.

En dichos conocimientos demostró Catherine la misma falta de interés que en todos los demás que sus padres desearon inculcarle. Sin embargo, y a pesar de su pereza, la niña no era mala ni tenía un carácter ingrato; tampoco era terca ni amiga de reñir con sus hermanos, mostrándose muy rara vez tiránica con los más pequeños. Por lo demás, hay que reconocer que era ruidosa y hasta, si cabe, un poco salvaje; odiaba el aseo excesivo y que se ejerciese cualquier control sobre ella, y amaba sobre todas las cosas rodar por la pendiente suave y cubierta de musgo que había por detrás de la casa.

Tal era Catherine Morland a los diez años de edad. Al llegar a los quince comenzó a mejorar exteriormente; se rizaba el cabello y suspiraba de anhelo esperando el día en que se la permitiera asistir a los bailes. Se le embelleció el cutis, sus facciones se hicieron más finas, la expresión de sus ojos más animada y su figura adquirió mayor prestancia. Su inclinación al desorden se convirtió en afición a la frivolidad, y, lentamente, su desaliño dio paso a la elegancia. Hasta tal punto se hizo evidente el cambio que en ella se operaba que en más de una ocasión sus padres se permitieron hacer observaciones acerca de la mejoría que en el porte y el aspecto exterior de su hija se advertía. «Catherine está mucho más guapa que antes», decían de vez en cuando, y estas palabras colmaban de alegría a la chica, pues para la mujer que hasta los quince años ha pasado por fea, el ser casi guapa es tanto como para la siempre bella ser profunda y sinceramente admirada.

Mrs. Morland era una madre ejemplar, y como tal deseaba que sus hijas fueran lo que debieran ser, pero estaba tan ocupada en dar a luz y criar y cuidar a sus hijos más pequeños, que el tiempo que podía dedicar a los mayores era más bien escaso. Ello explica el que Catherine, de cuya educación no se preocuparon seriamente sus padres, prefiriese a los catorce años jugar por el campo y montar a caballo antes que leer libros instructivos. En cambio, siempre tenía a mano aquellos que trataban única y exclusivamente de asuntos ligeros y cuyo objeto no era otro que servir de pasatiempo. Felizmente para ella, a partir de los quince años empezó a aficionarse a lecturas serias, que, al tiempo que ilustraban su inteligencia, le procuraban citas literarias tan oportunas como útiles para quien estaba destinada a una vida de vicisitudes y peripecias.

La abadía de Northanger – Jane Austen

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