Resumen del libro:
La madre de Mashenka ha muerto. Hace algún tiempo había sucedido lo mismo con su padre, de suerte que ha quedado sola, encargada de Sonia —su hermana menor— y apenas guiada por Katia, la institutriz. Mashenka tiene 17 años y debido a este triste panorama se muestra circunspecta y sin expectativas. Pero he aquí que un día cualquiera visita su casa Serguei Mijailovic, un antiguo amigo de su padre, a la sazón, encargado de algunos de los asuntos legales de la familia. Ella lo recuerda con agrado, aunque han pasado más de seis años desde la última vez en que se vieron. Será él, con su humor e inteligencia, el que saque a la muchacha de su retraimiento y la inste a continuar con su vida.
CAPÍTULO I
Estábamos de luto por la muerte de nuestra madre, ocurrida el otoño anterior, y pasamos todo el invierno en él campo, las tres solas: Macha, Sonia y yo.
Macha era una antigua amiga de la casa; había sido nuestra aya, y nos había educado a todas. Mis recuerdos, así como mi afecto por ella, remontábanse tan lejos como los recuerdos de mí misma.
Sonia era mi hermana menor.
El invierno transcurrió para nosotras sombrío y triste, en nuestra vieja morada de Poltrovski. El tiempo fue tan frío y ventoso, que la nieve llegó a amontonarse a mayor altura que las ventanas, las cuales estaban casi continuamente cubiertas de hielo y empañadas; por otra parte, apenas pudimos salir a pasear durante casi toda la temporada.
Era muy raro que viniera alguien a vernos, y quienes nos visitaban no traían alegría ni jovialidad a nuestra casa. Todo ofrecían: un rostro apenado, hablaban en voz baja, como si tuviesen miedo de despertar a alguien; procuraban no reír; suspiraban y, a menudo, lloraban al mirarme, sobre todo a la vista de mi pobre Sonia, vestida con su trajecito negro. En la casa todo revelaba, de una u otra manera, la muerte cercana; la aflicción y el horror de la pérdida flotaban en el aire. El cuarto de mamá seguía cerrado, y yo sentía un malestar cruel, a la par que un deseo irresistible de dirigir una furtiva mirada al interior de aquel frío y desierto aposento, cuando pasaba cerca del mismo al irme a acostar.
Contaba yo diez y siete años en aquella época, y el mismo año de su muerte, mamá había tenido la intención de instalarse en la capital para presentarme en sociedad. La pérdida de mi madre fue para mí causa de profundo dolor; mas debo confesar que, aparte esta pena, al sentirme joven y hermosa, como me hacían creer a todas horas, experimentaba cierto desconsuelo de verme condenada a vegetar otro invierno en el campo, entre tan árida soledad. Ya antes de terminar aquel invierno, el sentimiento melancólico de la soledad, el del aislamiento, y por decirlo más claramente, el del fastidio, crecieron en mí hasta tal punto que no salía jamás de mi cuarto, y me pasaba las horas sin abrir el piano ni hojear un solo libro. Cuando Macha me instaba a ocuparme en una u otra cosa, le respondía: «No quiero, ni puedo»; y en el fondo de mi alma una voz me preguntaba: «Después le todo, ¿para qué? ¿Para qué hacer esto o lo otro, si lo mejor de mi vida se consume inútilmente? ¿Para qué?». Y a este para qué no había en mí otra respuesta que las lágrimas.
Decíanme durante todo este tiempo, que enflaquecía y me afeaba; mas ello no me preocupaba lo más mínimo. ¿Por qué, y para quién habría de interesarme? Parecíame que toda mi vida debía deslizarse en aquel desierto, en el seno de aquella angustia sin nombre, efe dónde, entregada a mis propios y únicos recursos, no me sentía con fuerzas ni abrigaba siquiera deseos de arrancarme.
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