Juego de tronos
Resumen del libro: "Juego de tronos" de George R. R. Martin
“Juego de Tronos” es la primera novela de la serie “Canción de Hielo y Fuego” escrita por George R. R. Martin. La historia se desarrolla en el ficticio continente de Westeros, un lugar donde varias familias nobles luchan por el control del Trono de Hierro y el poder sobre los Siete Reinos.
La trama comienza con la misteriosa muerte del Rey Robert Baratheon y la inminente lucha por su sucesión. Eddard “Ned” Stark, Señor de Winterfell, es llamado a la capital, Desembarco del Rey, para servir como la Mano del Rey y asesor al joven rey Joffrey Baratheon. Sin embargo, la intriga y las conspiraciones políticas se vuelven cada vez más mortales, llevando a Ned y su familia a un peligroso juego de poder.
Mientras tanto, en el norte, más allá del Muro que protege los Siete Reinos, se despiertan criaturas sobrenaturales y amenazas misteriosas. La Casa Stark sospecha que la familia real y otros poderes están subestimando esta amenaza y que todos deberían unirse para enfrentarla.
La novela está repleta de personajes complejos y oscuros secretos. A medida que las lealtades cambian y las alianzas se forjan y se rompen, las diferentes casas nobles se enfrentan en una lucha implacable por el poder. Intriga, traición, venganza y violencia son elementos clave a lo largo de la historia.
A medida que avanza la trama, se revelan misterios sobre el pasado de los personajes y los eventos que los llevaron a esta situación. La magia, los dragones y los elementos sobrenaturales se entrelazan con la política y la guerra, creando un mundo rico y complejo lleno de giros inesperados.
“Juego de Tronos” se caracteriza por su narrativa multiperspectiva, lo que permite al lector ver la historia a través de los ojos de varios personajes, cada uno con sus motivaciones y perspectivas únicas. La novela establece las bases para las luchas futuras, las alianzas cambiantes y las batallas que definirán el destino de Westeros a lo largo de la serie.
PRÓLOGO
—Deberíamos volver ya —instó Gared mientras los bosques se tornaban más y más oscuros a su alrededor—. Los salvajes están muertos.
—¿Te dan miedo los muertos? —preguntó Ser Waymar Royce, insinuando apenas una sonrisa.
—Los muertos están muertos —contestó Gared. No había mordido el anzuelo. Era un anciano de más de cincuenta años, y había visto ir y venir a muchos jóvenes señores—. No tenemos nada que tratar con ellos.
—¿Y de veras están muertos? —preguntó Royce delicadamente—. ¿Qué prueba tenemos?
—Will los vio —respondió Gared—. Si él dice que están muertos, no necesito más pruebas.
—Mi madre me dijo que los muertos no cantan canciones —intervino Will.
Sabía que lo iban a meter en la disputa tarde o temprano. Le habría gustado que fuera más tarde que temprano.
—Mi ama de cría me dijo lo mismo, Will —replicó Royce—. Nunca creas nada de lo que te diga una mujer cuando estás junto a su teta. Hasta de los muertos se pueden aprender cosas. —Su voz resonó demasiado alta en el anochecer del bosque.
—Tenemos un largo camino por delante —señaló Gared—. Ocho días, hasta puede que nueve. Y se está haciendo de noche.
—Como todos los días alrededor de esta hora —dijo Ser Waymar Royce después de echar una mirada indiferente al cielo—. ¿La oscuridad te atemoriza, Gared?
Will percibió la tensión en torno a la boca de Gared y la ira apenas contenida en los ojos, bajo la gruesa capucha negra de la capa. Gared llevaba cuarenta años en la Guardia de la Noche, buena parte de su infancia y toda su vida de adulto, y no estaba acostumbrado a que se burlaran de él. Pero eso no era todo. Will presentía algo más en el anciano aparte del orgullo herido. Casi se palpaba en él una tensión demasiado parecida al miedo.
Will compartía aquella intranquilidad. Llevaba cuatro años en el Muro. La primera vez que lo habían enviado al otro lado, recordó todas las viejas historias y se le revolvieron las tripas. Después se había reído de aquello. Ahora era ya veterano de cien expediciones, y la interminable extensión de selva oscura que los sureños llamaban el bosque Encantado no le resultaba aterradora.
Hasta aquella noche. Aquella noche había algo diferente. La oscuridad tenía un matiz que le erizaba el vello. Llevaban nueve días cabalgando hacia el norte, hacia el noroeste y hacia el norte otra vez, siempre alejándose del Muro, tras la pista de unos asaltantes salvajes. Cada día había sido peor que el anterior, y aquél era el peor de todos. Soplaba un viento gélido del norte, que hacía que los árboles susurraran como si tuvieran vida propia. Durante toda la jornada Will se había sentido observado, vigilado por algo frío e implacable que no le deseaba nada bueno. Gared también lo había percibido. No había nada que Will deseara más que cabalgar a toda velocidad hacia la seguridad que ofrecía el Muro, pero no era un sentimiento que pudiera compartir con un comandante.
Y menos con un comandante como aquél.
Ser Waymar Royce era el hijo menor de una antigua casa con demasiados herederos. Era un joven de dieciocho años, atractivo, con ojos grises, gallardo y esbelto como un cuchillo. A lomos de su enorme corcel negro, se alzaba muy por encima de Will y Gared, montados en caballos pequeños y recios adecuados para el terreno. Calzaba botas de cuero negro y vestía pantalones negros de lana, guantes negros de piel de topo, y una buena chaquetilla ceñida de brillante cota de malla sobre varias prendas de lana negra y cuero tratado. Ser Waymar llevaba menos de medio año como Hermano Juramentado en la Guardia de la Noche, pero sin duda se había preparado bien para su vocación. Al menos en lo que a la ropa respectaba.
La capa era su mayor orgullo: de marta cibelina, gruesa, suave y negra como el carbón.
—Apuesto a que las mató a todas con sus propias manos —había comentado Gared en los barracones, mientras bebían vino—. Seguro que nuestro gran guerrero les arrancó las cabecitas él mismo.
Todos se habían reído.
«Es difícil aceptar órdenes de un hombre del que te burlas cuando bebes», reflexionó Will mientras tiritaba a lomos de su montura. Gared debía de estar pensando lo mismo.
—Mormont dijo que siguiéramos sus huellas, y ya lo hemos hecho —dijo Gared—. Están muertos. No volverán a molestarnos. Nos queda un camino duro por delante. No me gusta este clima. Si empieza a nevar, tardaremos quince días en volver, y la nieve es lo mejor que podemos encontrarnos. ¿Habéis visto alguna tormenta de hielo, mi señor?
El joven señor no parecía escucharlo. Observaba la creciente oscuridad del crepúsculo con aquella mirada suya, entre aburrida y distraída. Will había cabalgado el tiempo suficiente junto al caballero para saber que era mejor no interrumpirlo cuando mostraba aquella expresión.
—Vuelve a contarme lo que viste, Will. Con todo detalle. No te dejes nada.
Will había sido cazador antes de unirse a la Guardia de la Noche. Bueno, en realidad había sido furtivo. Los jinetes libres de los Mallister lo habían atrapado con las manos manchadas de sangre en los bosques de los Mallister, mientras despellejaba un ciervo de los Mallister, y tuvo que elegir entre vestir el negro o perder una mano. No había nadie capaz de moverse por los bosques tan sigilosamente como Will, y los hermanos negros no tardaron en explotar su talento.
—El campamento está casi una legua más adelante, pasado aquel risco, justo al lado de un arroyo —dijo Will—. Me acerqué tanto como me atreví. Eran ocho, hombres y mujeres. Niños no, al menos no vi ninguno. Habían puesto una especie de tienda contra la roca. La nieve ya la había cubierto casi del todo, pero la vi. No había ninguna hoguera, aunque el lugar donde habían encendido una se distinguía claramente. Ninguno se movía, los observé un buen rato. Ningún ser vivo ha estado jamás tan quieto.
—¿Has visto sangre?
—La verdad es que no —admitió Will.
—¿Y armas?
—Algunas espadas, unos cuantos arcos… Uno de los hombres tenía un hacha. De doble filo, parecía muy pesada, un buen trozo de hierro. Estaba en el suelo, junto a su mano.
—¿Recuerdas en qué postura se encontraban los cuerpos?
—Un par de ellos estaban sentados con la espalda contra la roca —contestó Will encogiéndose de hombros—. La mayoría, tendidos en el suelo. Como caídos.
—O dormidos —sugirió Royce.
—Caídos —insistió Will—. Había una mujer en la copa de un tamarindo, medio escondida entre las ramas. Una vigía. —Esbozó una sonrisa—. Tuve buen cuidado de que no me viera. Cuando me acerqué, vi que ella tampoco se movía. —Muy a su pesar, se estremeció.
—¿Tienes frío? —preguntó Royce.
—Un poco —murmuró Will—. El viento, mi señor.
El joven caballero se volvió hacia el guardia de pelo cano. Las hojas que la escarcha había hecho caer de los árboles pasaron susurrantes junto a ellos, y el corcel de Royce se movió, inquieto.
—¿Qué crees que pudo matar a esos hombres, Gared? —preguntó Ser Waymar en tono despreocupado.
Se ajustó el pliegue de la larga capa de marta.
—El frío —replicó Gared con certeza férrea—. Vi a hombres morir congelados el pasado invierno, y también el anterior, cuando era casi un niño. Todo el mundo habla de nieve de quince metros de espesor, y de cómo el viento gélido llega aullando del norte, pero el verdadero enemigo es el frío. Se echa encima de uno más sigiloso que Will; al principio se tirita y castañetean los dientes, se dan pisotones contra el suelo, y se sueña con vino caliente y con una buena hoguera. Y quema, vaya si quema. No hay nada que queme como el frío. Pero sólo durante un tiempo. Luego se mete dentro y empieza a invadirlo todo, y al final no se tienen fuerzas para combatirlo. Es más fácil sentarse, o echarse a dormir. Dicen que al final no se siente ningún dolor. Primero se está débil y amodorrado, y todo se vuelve nebuloso, y luego es como hundirse en un mar de leche tibia. Como muy tranquilo todo.
—Qué elocuencia, Gared —observó Ser Waymar—. No me imaginaba que te expresaras así.
—Yo también he tenido el frío dentro, joven señor. —Gared se echó la capucha hacia atrás para que Ser Waymar le viera bien los muñones donde había tenido las orejas—. Las dos orejas, tres dedos de los pies, y el meñique de la mano izquierda. Salí bien parado. A mi hermano lo encontramos congelado en su turno de guardia, con una sonrisa en los labios.
—Tendrías que usar ropa más abrigada —dijo Ser Waymar encogiéndose de hombros.
Gared miró al joven señor y se le enrojecieron las cicatrices en torno a los oídos, allí donde el maestre Aemon le había amputado las orejas.
—Ya veremos hasta qué punto podéis abrigaros cuando llegue el invierno. —Se subió la capucha y se encorvó sobre su montura, silencioso y hosco.
—Si Gared dice que fue el frío… —empezó Will.
—¿Has hecho alguna guardia esta semana pasada, Will?
—Sí, mi señor. —No había semana en que no hiciera una docena de guardias de mierda. ¿Adónde quería llegar con aquello?
—¿Y cómo estaba el Muro?
—Lloraba —dijo Will con el ceño fruncido. Ahora que el joven señor lo señalaba, estaba claro—. Si el Muro lloraba, no se pudieron congelar. No hacía suficiente frío.
—Muy perspicaz —asintió Royce—. La semana pasada hemos tenido unas cuantas heladas ligeras, y algunas ráfagas de nieve, pero en ningún momento hizo tanto frío para que ocho adultos murieran congelados. Y te recuerdo que eran hombres con ropas de piel y cuero, que estaban cerca de un refugio y que sabían cómo encender una hoguera. —La sonrisa del caballero no podía ser más confiada—. Llévanos hasta ese lugar, Will. Quiero ver a los muertos con mis propios ojos.
Y ya no hubo más que hablar. La orden estaba dada, y el honor los obligaba a obedecerla.
Will abrió la marcha con su montura desgreñada, eligiendo cauteloso el camino entre la maleza. La noche anterior había caído una ligera nevada, y había piedras, raíces y depresiones ocultas al acecho del descuidado y el imprudente. A continuación iba Ser Waymar Royce sobre el gran corcel negro que pifiaba impaciente. Un corcel no era montura adecuada para una expedición de exploración, pero cualquiera se lo decía al joven señor. Gared cerraba la marcha. El anciano guardia iba murmurando para sus adentros mientras cabalgaba.
Caía la noche. El cielo despejado se volvió de un tono púrpura oscuro, el color de un moretón viejo, y se fue tornando negro. Empezaron a aparecer las estrellas y una media luna. Will agradeció la luz en su fuero interno.
—Seguro que podemos ir a mejor paso —dijo Royce cuando la luna brilló en el cielo.
—Con este caballo, no —replicó Will. El miedo lo había vuelto insolente—. ¿Quiere mi señor abrir la marcha?
Ser Waymar Royce no se dignó a responder.
En algún lugar del bosque, un lobo aulló.
Will hizo que su caballo se situara bajo un viejo tamarindo nudoso, y desmontó.
—¿Por qué te detienes? —preguntó Ser Waymar.
—Mejor vamos a pie el resto del camino, mi señor. Está cerca, tras aquel risco.
Royce se detuvo un instante, mirando a lo lejos con gesto reflexivo. El viento frío soplaba entre los árboles. La larga capa de marta se agitó tras él como una cosa semiviva.
—Aquí falla algo —murmuró Gared.
—¿De verdad? —dijo el joven caballero con una sonrisa desdeñosa.
—¿No lo notáis? —preguntó Gared—. Escuchad la oscuridad.
Will sí lo notaba. Llevaba cuatro años en la Guardia de la Noche, y nunca había tenido tanto miedo. ¿Qué pasaba?
—Viento. El susurro de los árboles. Un lobo. ¿Cuál de esos ruidos es el que asusta tanto, Gared?
Al ver que Gared no respondía, Royce se bajó del caballo con gesto elegante. Ató el corcel a una rama baja, a buena distancia de los otros caballos, y desenvainó la espada larga. La empuñadura refulgía con el brillo de las piedras preciosas, y la luz de la luna parecía fluir por el acero pulido. Era un arma magnífica, forjada en Castillo, y estaba nueva. Will pensó que nadie la había blandido jamás con ira.
—Aquí los árboles están muy juntos —avisó—. La espada se os va a enredar con las ramas, mi señor. Es mejor llevar un cuchillo.
—Cuando necesite consejos, los pediré —replicó el joven señor—. Tú quédate aquí, Gared, vigila los caballos.
—Nos hará falta una hoguera. —Gared desmontó—. Yo me encargo.
—¿Eres completamente idiota, viejo? Si hay enemigos al acecho en este bosque, lo que menos falta nos hace es una hoguera.
—El fuego mantendría alejados a algunos enemigos —señaló Gared—. Osos, lobos huargos y… y otras cosas.
—Nada de hogueras. —Ser Waymar apretó los labios.
La capucha de Gared le ensombrecía el rostro, pero Will advirtió que tenía un brillo duro en los ojos al mirar al caballero. Durante un momento temió que el anciano fuera a desenvainar la espada. Era un arma corta y fea, con la empuñadura descolorida por el sudor y melladuras en la hoja tras muchos años de uso frecuente, pero Will no habría apostado nada por la vida del joven señor si Gared llegaba a esgrimirla.
—Nada de hogueras —murmuró Gared entre dientes bajando la vista.
Royce lo consideró un acatamiento y se dio media vuelta.
—Guíame —dijo a Will.
Will se abrió camino por un bosquecillo y ascendió por la ladera hasta el pequeño risco donde podía ocupar una posición ventajosa junto al árbol centinela. Bajo la capa fina de nieve, el terreno estaba húmedo y fangoso, resbaladizo, plagado de piedras y raíces ocultas con las que cualquiera podía tropezar. Will no hacía el menor ruido al avanzar. A su espalda, oía el suave tintineo de la cota de malla del joven señor, el crujir de las hojas y maldiciones entre dientes cada vez que la espada se le enredaba con las ramas y se le enganchaba la espléndida capa de marta.
El enorme centinela estaba justo en la cima del risco, donde Will recordaba, las ramas más bajas a menos de medio metro del suelo. Will se tendió de bruces sobre la nieve y el lodo, y se deslizó bajo ellas para espiar el claro desierto de abajo.
El corazón le dio un vuelco. Durante un instante no se atrevió ni a respirar. La luz de la luna iluminaba el claro, las cenizas de la hoguera, la tienda cubierta de nieve, la gran roca y el arroyuelo casi congelado. Todo estaba igual que unas horas antes.
…
George R. R. Martin. Es un escritor y guionista estadounidense de literatura fantástica, ciencia ficción y terror. Nació el 20 de septiembre de 1948 en Bayonne, Nueva Jersey, en una familia de origen irlandés e italiano. Desde pequeño se interesó por la lectura y la escritura, y vendía sus propios relatos de monstruos a los niños del vecindario.
Estudió periodismo en la Universidad del Noroeste y se graduó en 1971. Fue objetor de conciencia durante la guerra de Vietnam y trabajó como profesor de periodismo en el instituto Clarke de Dubuque, Iowa. También fue escritor de deportes durante cuatro veranos.
En los años 70 publicó sus primeras obras de ficción, entre las que destacan Muerte de la luz (1977), su primera novela, y varios relatos cortos que fueron nominados o premiados con los galardones Hugo y Nébula. Sin embargo, su cuarta novela, El rag del Armagedón (1983), fue un fracaso comercial que le llevó a dedicarse al guion televisivo.
Escribió para series como La zona crepuscular (1986) y La bella y la bestia (1987), y fue editor de la serie sobre la Segunda Guerra Mundial Wild Cards. En 1987 publicó Tuf voyaging, una colección de relatos de ciencia ficción que es considerada una de sus mejores obras.
En 1996 se retiró a Santa Fe, Nuevo México, donde inició la saga Canción de hielo y fuego, su obra más famosa y exitosa. Se trata de una serie de novelas de fantasía épica ambientadas en un mundo medieval ficticio, donde varias familias nobles se disputan el poder sobre el continente de Poniente. La primera novela, Juego de tronos (1996), fue un éxito de crítica y ventas, y le valió el premio Locus a la mejor novela de fantasía.
La saga ha vendido más de 60 millones de ejemplares en 45 idiomas y ha sido adaptada a la televisión por la cadena HBO con el título Game of Thrones (2011-2019), una serie que ha batido récords de audiencia y ha recibido numerosos premios Emmy. Martin ha participado como productor ejecutivo y guionista ocasional de la serie.
Además de Canción de hielo y fuego, Martin ha publicado otras novelas independientes como Sueño del Fevre (1982), Los viajes de Tuf (1986) o Refugio del viento (1998), así como cuentos infantiles como El dragón de hielo (1980) o El caballero errante (1998). También ha colaborado en el apartado artístico y de guión del videojuego Elden Ring (2022) desarrollado por From Software.
Martin es uno de los principales referentes actuales de la literatura fantástica y ha sido reconocido con numerosos premios y distinciones a lo largo de su carrera, como el Geffen, el Seiun, el Inkpot, el Gigamesh o el Ignotus. En 2020 recibió el Carl Sandburg Literary Award por su contribución a las letras estadounidenses.