Ivanhoe
Resumen del libro: "Ivanhoe" de Walter Scott
Ivanhoe, escrito por Sir Walter Scott en 1819, es una novela histórica ambientada en la Inglaterra del siglo XII, durante el reinado de Ricardo I, también conocido como Ricardo Corazón de León. La trama sigue las aventuras de Wilfred de Ivanhoe, un caballero sajón, que lucha por recuperar su lugar en la sociedad y por el amor de la dama Rowena, mientras se ve envuelto en la lucha entre los normandos y los sajones.
La historia comienza con Ivanhoe regresando a casa disfrazado de peregrino, tras haber participado en la Tercera Cruzada. Al llegar, descubre que su padre ha sido despojado de sus tierras y que su amor, la hermosa Rowena, ha sido prometida en matrimonio a otro hombre. Ivanhoe decide entonces participar en un torneo de justas, en el que debe luchar contra muchos adversarios, para recuperar su honor y ganar el amor de Rowena.
Durante el torneo, Ivanhoe es ayudado por un misterioso caballero llamado el Caballero Negro, que resulta ser el rey Ricardo I disfrazado. Después del torneo, Ivanhoe se une a Robin Hood y sus forajidos para luchar contra los normandos y defender a los sajones.
La novela también presenta otros personajes interesantes, como el malvado príncipe Juan, el leal siervo de Ivanhoe, Gurth, y la enigmática judía, Rebecca, que se enamora de Ivanhoe. La trama se desarrolla con intrigas palaciegas, enfrentamientos entre caballeros y batallas sangrientas, mientras se explora el conflicto entre los sajones y los normandos.
En resumen, Ivanhoe es una novela emocionante y entretenida que combina la historia, la aventura y el romance para ofrecer una visión de la sociedad inglesa medieval y las tensiones entre las diferentes clases sociales.
I
Así hablaban, mientras al atardecer los bien criados
cerdos regresaban a su hogar, con estrepitosos ruidos y
más desagradables gruñidos.
ALEXANDER POPE (traducción de La Odisea), HOMERO: Odisea, XIV.
En la bella comarca de la alegre Inglaterra regada por las aguas del río Don, había antiguamente un dilatado bosque que se extendía por la mayor parte de los hermosos valles y colinas que medían entre Sheffield y la placentera ciudad de Doncaster. Aún pueden verse los restos de lo que antaño fue un espeso bosque en los dominios de Wentwolth, en el parque de Wharncliffe y en los alrededores de Rotherham. En esa zona realizaba sus correrías, alimentándose de sangre, el dragón de Wantley; allí se libraron muchas de las desesperadas batallas en tiempos de la Guerra Civil de las Rosas; allí, en fin, se hicieron famosas por su intrepidez las cuadrillas de galantes bandoleros, cuyos hechos ha popularizado el cancionero inglés.
Partiendo de semejante escenario, la fecha de nuestro relato se remonta a los últimos años del reinado de Ricardo I, cuando sus afligidos vasallos tenían más deseos que esperanzas de su regreso a Inglaterra. Largo resultaba el cautiverio del rey, y sus fieles vasallos se veían sometidos a una férrea opresión. Los nobles, cuyo poder se había acrecentado de forma extraordinaria durante el reinado de Esteban, y a los cuales la prudencia de Enrique II había impuesto cierta sumisión, recobraron y aumentaron después su predominio; y no satisfechos con menospreciar la autoridad cada vez más debilitada del Consejo de Estado inglés, se preocupaban solamente de fortificar sus castillos y ensanchar sus dominios aumentando el número de sus súbditos. Sometían a vasallaje a sus vecinos y consolidaban su poder por cuantos medios estaban a su alcance, con el fin de hacerse lo suficiente fuertes para intervenir en los al parecer inminentes disturbios internos.
La situación de los miembros de la nobleza inferior, llamados franklins o hidalgos, los cuales en virtud de la letra y el espíritu de la Constitución inglesa vivían independientes de la tiranía feudal, se había hecho incierta y peligrosa en grado sumo. Si se ponían, como era lo más usual, bajo la protección de alguno de aquellos figurones vecinos suyos; si aceptaban alguna prebenda feudal y se ponían al servicio de los poderosos; si en virtud de algún tratado de alianza se comprometían a ayudarlos en sus empresas, entonces podían disfrutar de algunos intervalos de tranquilidad; pero dicha tranquilidad les obligaba a sacrificar su independencia, tan valiosa a los ojos de un auténtico inglés, exponiéndose al peligro de verse envueltos en la primera aventura temeraria que llevara a cabo el protector con el que hacían causa común. Por otra parte, los grandes barones tenían gran cantidad de medios a su disposición para oprimir y vejar a sus subordinados; y cuando deseaban ponerlos en práctica, lo cual sucedía bastante a menudo, nunca les faltaban excusas para oprimir con encono a los hacendados y vecinos, que se veían en la disyuntiva de negarles obediencia o se buscaban diferente protector, en los tiempos adversos a las leyes que no siempre protegen a los hombres de conducta irreprochable.
La circunstancia que ayudó a aumentar la tiranía de la nobleza, y por lo tanto los sufrimientos de las clases inferiores, se derivaba de las consecuencias de la conquista de Inglaterra por el duque Guillermo de Normandía. Cuatro generaciones no habían sido suficientes para mezclar las sangres rituales de normandos y anglosajones, o para unir por un lenguaje común e intereses mutuos dos razas enemigas, una de las cuales todavía disfrutaba el placer del triunfo, mientras que la otra gemía bajo las consecuencias de la derrota. El poder lo ejercía la nobleza normanda tras el resultado de la batalla de Hastings, y había sido usado, según lo asegura la historia, con manos no precisamente moderadas. La raza de príncipes sajones, así como también la nobleza, había sido exterminada o desheredada, con pocas o ninguna excepción; tampoco era grande el número de los que poseían tierras en el país de sus padres, incluso como propietarios de la segunda o inferior clase. La política real había procurado por todos los medios debilitar la fuerza de una gran parte de la población, considerada justamente como portadora de una inveterada antipatía hacia sus vencedores. Todos los monarcas de raza normanda habían mostrado sólo predilección por los súbditos normandos; las leyes de caza y otras muchas, ignoradas por el más suave y más libre espíritu de la Constitución sajona, habían sido atornilladas a los cuellos de los subyugados habitantes para añadir peso, si ello fuera posible, a las cadenas feudales con las cuales ya iban cargados. En la corte, y en los castillos de la nobleza, donde la pompa no tenía parangón posible, el único lenguaje empleado era el franconormando; en las cortes de justicia los juicios se celebraban en la misma lengua. En una palabra, el francés era el lenguaje del honor, de la caballerosidad e incluso de la justicia. Por otra parte, el masculino y expresivo lenguaje anglosajón era relegado al uso de los ignorantes campesinos. De todas maneras, la necesaria convivencia entre los señores de la tierra y aquellos seres inferiores que la cultivaban, ocasionó la formación gradual de un dialecto que podríamos situar entre el francés y el anglosajón y mediante el cual podían hacerse entender las dos clases. De esta necesidad surgió paulatinamente la estructura de la lengua inglesa actual, mezcla del habla de vencedores y vencidos y que, desde entonces, ha sido enriquecida con importaciones de las lenguas clásicas y de las lenguas de la Europa meridional.
He creído necesario hacer un resumen de este estado de cosas para informar al lector normal sobre algunos aspectos que podía olvidar de la historia. Porque si bien ningún gran hecho histórico, tales como la guerra o la insurrección, marca la existencia de un pueblo, caso aparte es el anglosajón del reinado de Guillermo II, con todas las grandes diferencias nacionales entre conquistados y conquistadores. Por otra parte, el recuerdo entre los sajones de su pasado poderío y la comparación entre lo que habían sido y lo que eran entonces, fue lo que mantuvo abiertas las heridas de la conquista. Esto era la profunda frontera que separó a los descendientes de los vencedores normandos y de los vencidos sajones hasta los tiempos de Eduardo II.
Se ponía el sol sobre uno de los hermosos espacios abiertos del bosque que hemos mencionado al principio del capítulo. Centenares de frondosas encinas, que habían sido testigos de la marcha de la soldadesca romana, extendían sus anchas ramas sobre una espesa alfombra de hierba de un color deliciosamente verde; en algunos lugares se confundían en un abrazo tan estrecho las hayas, los castaños y la maleza de diverso tipo, que llegaban a interceptar los horizontales rayos del sol poniente. A veces los árboles se separaban para formar intrincadas alamedas que eran una delicia para la vista, mientras que la imaginación las podía considerar como senderos que conducían a lugares todavía más silvestres de soledad boscana. Aquí y allí, los rayos del sol brillaban con una luz descolorida que hería parcialmente los musgosos troncos de los árboles y manchaba brillantemente el césped hacia el cual se había abierto camino. Un espacio abierto en el claro del bosque parecía haber sido dedicado antiguamente a los ritos de la superstición druida, porque en la cima de una colina, tan regular en su trazado que parecía artificial, todavía quedaba parte de un círculo de toscas piedras de grandes dimensiones. Siete se conservaban en pie, las restantes habían sido derrumbadas y apartadas de su sitio, probablemente como consecuencia del celo de algún convertido al cristianismo. Una de ellas había caído en la parte más baja y detenía el curso de un arroyuelo que corría suavemente al pie de la encina, produciendo un débil murmullo.
Completaban este paisaje dos figuras humanas que, con su vestido y apariencia, participaban del salvaje y rústico carácter que tenían los bosques de Yorkshire por aquella época. El mayor de estos hombres tenía un duro, violento y rústico aspecto. Su vestimenta era la más simple que imaginarse pueda; consistía en una ceñida blusa con mangas, hecha de piel curtida de animal, y sobre el pelo original aparecían tantas manchas espaciadas ocasionadas por el uso, que hubiera sido difícil reconocer la clase de animal a que había pertenecido la piel. Esta medieval vestimenta llegaba de la garganta a las rodillas y revestía por completo el cuerpo; tan sólo tenía un agujero lo suficientemente ancho para que pasara la cabeza, y esto nos hace pensar que aquella prenda debía ser enfundada por encima de ella y de los hombros como una blusa moderna. Las sandalias, atadas con cordones de piel de jabalí, protegían los pies, y un delgado cuero estaba enrollado alrededor de las piernas, con lo que dejaba desnudas las rodillas como las de un escocés de las tierras altas. Para ceñir aún más la blusa al cuerpo, había sido recogida por un ancho cinturón de cuero provisto de una hebilla de cobre, a un lado de la cual iba atada una especie de bolsa y al otro un cuerno de carnero con una embocadura para facilitar su uso. En el mismo cinturón quedaba sujeto un largo y ancho cuchillo puntiagudo de dos filos y mango de cuero. Estas armas eran fabricadas en aquellos contornos y se les había dado el nombre de puñales de Sheffield. El hombre llevaba la cabeza descubierta, de abundante y espeso pelo trenzado y requemado por el sol, que había adquirido un color rojo oscuro y contrastaba con la larga barba de un color amarillo o de ámbar. Solamente queda por describir una prenda, que por su originalidad no puede pasar por alto; se trataba de un aro de cobre parecido a un collar de perro, pero sin abertura visible, soldado alrededor del cuello, no tan ceñido como para impedirle respirar, pero sí lo suficiente para que no pudiera ser quitado sin tener que hacer uso de una lima. En este original adorno había sido grabada en caracteres sajones una inscripción: «Gurth, hijo de Beowulph, es el siervo natural de Cedric de Rotherwood».
Junto al porquerizo, ya que tal era la profesión de Gurth, había un sujeto aparentemente diez años más joven y cuyo vestido, aunque parecido en forma al de su compañero, era de mejor calidad y más fantasioso. Su chaqueta estaba forrada de un paño carmesí sobre el cual había grotescos dibujos de diferentes colores. Con la chaqueta, completaba la indumentaria una corta capa que apenas llegaba a las caderas; era de paño sucio ribeteado de amarillo brillante, y, como la podía llevar sobre cualquiera de los dos hombros o enrollársela a placer alrededor del cuerpo, su anchura contrastaba con su escasa longitud. Constituía una prenda bastante estrafalaria. Llevaba delgados brazaletes de plata en sus brazos y en su cuello un collar de metal con la inscripción: «Wamba, hijo de Witless, un siervo de Cedric de Rotherwood».
Este personaje calzaba el mismo tipo de sandalias que su compañero, pero en vez de llevar las piernas enrolladas en cuero, llevaba una especie de botines, uno de los cuales era rojo y el otro amarillo. Se cubría también con un bonete provisto con algunas campanillas como las que llevan los halcones amaestrados; éstas sonaban al menor movimiento de su cabeza y como difícilmente se estaba quieto, los tintineos eran continuos. La parte superior del bonete estaba formada por una banda de cuero rígido y recortado en puntas, como si fuera una corona; de su interior sobresalía una especie de bolsa prolongada que caía sobre su hombro como un anticuado gorro de dormir. Allí habían sido cosidas las campanillas, lo cual, como también la forma de su tocado y la expresión entre necia y sarcástica de su rostro, era suficiente para catalogarlo como perteneciente a la casta de los bufones domésticos que mantenían los ricos para aliviar las largas horas de tedio en sus mansiones. Como su compañero, también llevaba una bolsa sujeta al cinturón; pero carecía de cuerno y de cuchillo, probablemente por considerársele perteneciente a una clase a la que no se pueden confiar herramientas afiladas. En su lugar, iba equipado con una especie de espadín de madera parecido al que emplea en escena Arlequín para cometer sus travesuras.
…
Walter Scott. Escritor, poeta y editor escocés, fue una de las principales figuras del movimiento romántico en Gran Bretaña, cuyas novelas históricas, en las que se le considera un verdadero pionero del género, se hicieron famosas en toda Europa. Tras estudiar derecho en Edimburgo, Scott comenzó a escribir recopilando leyendas y cuentos escoceses, germen del componente nacionalista que luego imprimiría a sus obras históricas, de corte romántico.
Scott compaginó la escritura con su trabajo de abogado y hasta montó una pequeña editorial en la que publicó sus poemarios, versos que le dieron sus primeros momentos de fama, aunque la crítica restó importancia a estos trabajos en comparación con su narrativa posterior.
Las obras históricas de Scott se iniciaron con la publicación de Waverley (1814) y Rob Roy, pero fue con una de sus obras más conocidas, Ivanhoe (1819) con la que alcanzó un mayor éxito que le llevó a escribir no sólo sobre Escocia o Inglaterra sino sobre otros países como la Francia de los Luises. Sin embargo, Scott mantuvo su identidad como novelista en secreto para que no interfiriera en su carrera como poeta, algo que no pudo hacer a partir de 1825, momento en el que su popularidad comenzó a decaer.
La obra de Scott está considerada como una de las más influyentes en el continente europeo y su componente romántico se aprecia en multitud de obras posteriores en distintos países. Sus novelas han sido llevadas al teatro al cine y la televisión en multitud de ocasiones y su figura se alinea con la de los grandes autores de la literatura universal.
Sir Walter Scott murió en Abbotsford el 21 de septiembre de 1832.