Iván el tonto
Resumen del libro: "Iván el tonto" de León Tolstói
“Iván el Tonto” es una obra en la que León Tolstói explora, con su característico estilo lírico y moralizante, la lucha entre el bien y el mal a través de la historia de Iván, un personaje cuya simplicidad y bondad parecen inquebrantables. El cuento, que combina elementos de la mitología popular rusa y fábulas clásicas, presenta a Iván como una figura humilde y recta, que enfrenta las trampas del diablo con la única arma de su ingenuidad y buen corazón. Los intentos del diablo por seducirlo con dinero, poder y ambición son inútiles, y, sin proponérselo, Iván neutraliza una y otra vez las tretas malignas gracias a su pureza.
El relato de Iván, cargado de episodios encantadores, se convierte en una alegoría del triunfo del bien sobre el mal. Iván no actúa de forma heroica en el sentido tradicional, ni busca la gloria, sino que hace el bien de manera desinteresada y cotidiana, ayudando a sus vecinos y ocupándose de sus tareas diarias en el campo. A lo largo de las 27 historias que componen el libro, Tolstói desarrolla, a través de moralejas y enseñanzas, una celebración de los valores esenciales de la humanidad: la nobleza, la honestidad, el amor por la justicia y la libertad. Estos principios, que Iván encarna a la perfección, son para Tolstói la base de una sociedad justa y de una vida verdaderamente feliz.
León Tolstói (1828-1910), autor de monumentales novelas como “Guerra y Paz” y “Anna Karénina”, se distingue en “Iván el Tonto” por su interés en la literatura de corte popular y didáctico. Aquí, su mirada se posa sobre los niños y los jóvenes, quienes representan, en su visión, la esperanza de la humanidad por su inocencia y su capacidad de grandeza. Este libro, aunque sencillo en apariencia, tiene una profunda carga espiritual y filosófica que habla de la visión de Tolstói sobre el propósito de la vida y el poder transformador de la bondad.
Iván, con su noble sencillez, y los escenarios en los que se desarrolla cada fábula, sean cabañas humildes o palacios de reyes, demuestran que el camino del bien no solo es posible, sino que es el único que puede enriquecer al ser humano en el sentido más profundo. La lectura de “Iván el Tonto” es una experiencia cálida y aleccionadora, que invita a reconsiderar la verdadera naturaleza de la felicidad y el valor de la honestidad en un mundo que muchas veces parece guiado por las sombras del egoísmo y la ambición.
INTRODUCCIÓN
Infancia, adolescencia y juventud: las grandes esperanzas
Lev Tolstói, el barbado patriarca de las letras rusas, ha pasado a la historia como uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos. Pero es necesario recordar que también fue, a lo largo de toda su vida, un inquieto investigador del folclore y las tradiciones literarias de Rusia y de otras culturas. Y que desde muy joven se volcó en la educación de niños y adolescentes, desarrollando una importantísima labor pedagógica. De modo que estos cuentos no son únicamente obras cortas de un gran prosista: son piezas esenciales de todo un mecanismo ideado para formar a las generaciones futuras. Leídos hoy, algunos de ellos nos pueden resultar ingenuos o muy conocidos, pero tenemos que verlos en toda su dimensión. Si indagamos un poco en la historia podremos afirmar, desde luego, que «eran otros tiempos»; si leemos a Tolstói descubriremos, además, que no solo fue un excelente escritor, sino que hizo cosas muy importantes movido por sus ideales de igualdad y justicia y por su idea del amor.
La vieja Rusia de los zares
A mediados del siglo XIX, en concreto en 1849 y bajo el reinado de Nicolás I, Rusia era un enorme país anclado en injustas costumbres feudales, donde aún imperaba la esclavitud —los siervos eran llamados almas y se compraban y vendían impunemente—, existía una severísima censura y la tierra pertenecía a unos pocos propietarios. El conde Lev Nikoláievich Tolstói nació en 1828 en Yásnaia Poliana, la finca de una de esas familias de la aristocracia en las que se hablaba francés como signo de distinción y los niños estudiaban en su casa con preceptores e institutrices. Ahora sabemos que Tolstói estaba destinado a destacar porque su obra brilló, desde el principio, con luz propia, y un siglo después de haber sido escritas, sus novelas —como Resurrección o Anna Karénina— siguen siendo obras maestras. Pero si prestamos atención a su actividad pedagógica veremos que también supo enfrentarse muy pronto a determinadas costumbres y convenciones. Así fue como fundó, con solo veintiún años, la primera escuela de Yásnaia Poliana para los hijos de los campesinos. Siempre afirmó que su trabajo como educador era el más importante de cuantos había desempeñado; con los años llegó a crearse toda una red de escuelas infantiles en la región de Tula y él mismo impartió algunas de las clases. Muchos años después este proyecto educativo fue una referencia para los pioneros de la pedagogía moderna como Montessori y Steiner.
Amor y pedagogía
Si tenemos en cuenta que Tolstói hizo muchas cosas —además de escribir muchos miles de páginas participó activamente en la vida militar, estudió historia, viajó por Europa—, veremos hasta qué punto era grande su interés por la formación inicial de los niños. Viendo que los materiales educativos de la época eran escasos e inadecuados, él mismo hizo un nuevo Alfabeto —también llamado Silabario— para enseñar a los niños de sus escuelas. Esta Ásbuka era un completo manual con el que los escolares iniciaban su andadura en el rico universo de las palabras; por eso se hacía imprescindible contar con unas primeras lecturas que ayudasen a interpretar el mundo. No tenía sentido vencer los terribles obstáculos del analfabetismo y los prejuicios del medio rural para quedarse en blanco ante la falta de libros y obras de consulta. Tolstói comenzó a trabajar con leyendas populares y cuentos de la tradición oral, con refranes y bylinas —las fábulas de la mitología popular rusa— y con versiones clásicas como las de Esopo y Herodoto, recreando sus motivos y depurando sus moralejas. En 1872 publicó una primera versión de su Cartilla que contenía cuatro colecciones de cuentos rusos, otras cuatro de cuentos eslavos, lecciones de escritura, lectura y aritmética y una guía para los maestros que utilizaban el manual. La acogida que tuvo el proyecto tolstoiano fue tan grande que enseguida tuvo que hacer una nueva versión ampliada (que vio la luz tres años más tarde), y de las antologías de cuentos se hicieron más de veinte reediciones en vida de su autor.
Este es el origen de los relatos, de muy distinta extensión, aquí reunidos. El que da título al volumen, Iván el Tonto, fue escrito algo más tarde y su denominación original es La historia de Iván el Tonto y de sus dos hermanos: Semión el Guerrero y Tarás el Panzudo, y de su hermana muda Malania y del viejo diablo y los tres diablillos. Tolstói comenzó a escribirlo en agosto de 1885 y lo dio por terminado en el mes de octubre, pero dadas las duras condiciones políticas de la Rusia zarista —ocupaba el trono Alejandro III— supo que le sería imposible publicarlo por separado y sin censurar los comentarios más críticos acerca del poder absoluto. Solo en 1906 pudo ser publicado en su versión íntegra. Las traducciones de Alexis Marcoff de estos cuentos son ya un clásico (de las primeras que se hicieron en España) y nos ayudan a comprender el inmediato interés que suscitó la obra de Tolstói en todo el mundo; desde muy pronto la mayor parte de su obra fue un gran éxito en todas las lenguas.
La memoria y la biografía
Ya de joven Tolstói se había propuesto dejar constancia de su propia experiencia vital a través de un gran fresco autobiográfico y así fueron apareciendo los tres volúmenes de sus Memorias, titulados, Infancia, Adolescencia y Juventud. Al valor objetivo de este monumento de la literatura de la memoria se une un elemento profundamente simbólico, puesto que para Tolstói estas tres fases del desarrollo de la personalidad son, al mismo tiempo, tres ejes básicos de la creatividad. En un fiel reflejo de su fe en las nuevas generaciones, el autor simultanea la ficción con la literatura didáctica y su visión moral guía buena parte de su producción. También en este aspecto la aportación tolstoiana es pionera y aún hoy su nombre es un valioso referente para quienes se interesan por el conocimiento literario del individuo y el papel de la creación artística en el desarrollo personal.
A ello hay que añadir la indesmayable confianza puesta por el escritor en los niños y jóvenes como portadores de la esperanza del conjunto de la sociedad. Para ser leídos o escuchados por cualquiera con independencia de su edad, los cuentos de este libro apelan a la grandeza de esa triple condición del hombre: la de niño, adolescente y joven que antes o después habrá de enfrentarse al mundo. Esa «trinidad de la inocencia» —podemos llamarla así por oposición a la madurez del hombre, el estado en el que afloran los resultados de la maldad, la ignorancia y el desamor— se revela como base de la convivencia futura. Profundamente morales, todos estos cuentos tienden a mostrar los mecanismos del alma humana frente a la realidad. Son, en cierto modo, ejercicios de estilo sobre el bien y el mal, sobre el libre albedrío, sobre la esencia del alma humana. A veces Tolstói se limita a enunciar, de la forma más sencilla, algunos episodios o fábulas procedentes de distintas tradiciones orales y con ellos pone al lector contra las cuerdas de su propia conciencia.
Verdad, bondad y belleza
Tolstói fue, o al menos lo intentó, un hombre bueno. Por encima de cualquier otra consideración —siendo importantes el orgullo, la calidad, el destino, la justicia, el amor y la nobleza en sus distintas acepciones—, el padre de la novela rusa hizo de su vida un acto de fe en el hombre y el futuro de la humanidad. Infatigable buscador de una verdad espiritual compatible con la inteligencia y con la sensibilidad, el conde Lev Tolstói vivió, sufrió, disfrutó y agotó sus días demostrándose a sí mismo y a los demás que había cumplido con su parte.
Tolstói —como se aprecia en estos cuentos de extrema sencillez, universales por su descripción de las emociones, las actitudes y los sentimientos— fue muy sensible a la perversión del mensaje de paz que está en el origen de las religiones. Rusia, que durante siglos fue víctima del absolutismo y el aislamiento político, padecía en el siglo XIX las consecuencias de una prolongada ausencia de valores democráticos, teniendo especial importancia la corrupción de las jerarquías eclesiásticas y el abandono de tareas esenciales como la educación.
Leyendo a Tolstói nos hallamos, en fin, ante una prueba irrefutable del poder de la palabra. A veces, como en los evangelios, una palabra —o una frase, al menos— basta; si no para sanarnos, para enseñarnos el camino. Toda obra literaria es el reflejo de la condición humana del escritor; no solo las aptitudes profesionales del narrador quedan de manifiesto en su trabajo, también las morales. Y Tolstói es el mejor ejemplo de ello. Puede parecer que algunos de estos cuentos están desprovistos de recursos humorísticos o de artificio literario y en cierta medida es así. Pero si leemos el conjunto de relatos veremos que domina un tono donde cada matiz tiene su lugar y, haciendo balance, encontramos ironía, parodia, sarcasmo y otros instrumentos que matizan el enunciado, del mismo modo que podemos descubrir con nitidez la postura de cada arquetipo ante un mismo hecho.
Tolstói entresaca sus temas de la tradición rural y de los viejos libros de historias populares y anónimas: pueden empezar en una humilde isba o en el palacio de un rey, con una pareja de ancianos o con una gallina y un cerdo en un establo pero terminan siempre en nuestro corazón, en ese lugar de nuestra memoria donde nos preguntamos qué haríamos nosotros o en qué se parece lo que acabamos de leer a lo que una vez nos imaginamos. De este modo Tolstói consolida su verdadero triunfo como escritor y nos demuestra, de palabra y de obra, que la verdad y la bondad son formas de una misma raíz. Que la búsqueda de la belleza y la búsqueda de la verdad son una misma búsqueda y que en el camino hacia la felicidad siempre hay un descubrimiento garantizado: el de uno mismo. Por eso debemos agradecer el tesón, las intuiciones y la grandeza de este hombre lleno de vida y celebrar que hoy, casi un siglo después de su muerte, podamos disfrutar de sus libros en unas condiciones que él solo pudo imaginar.
Víctor Andresco
León Tolstói. Nació en 1828, en Yásnaia Poliana, en la región de Tula, de una familia aristócrata. En 1844 empezó Derecho y Lenguas Orientales en la Universidad de Kazán, pero dejó los estudios y llevó una vida algo disipada en Moscú y San Petersburgo. En 1851 se enroló con su hermano mayor en un regimiento de artillería en el Cáucaso. En 1852 publicó Infancia, el primero de los textos autobiográficos que, seguido de Adolescencia (1854) y Juventud (1857), le hicieron famoso, así como sus recuerdos de la guerra de Crimea, de corte realista y antibelicista, Relatos de Sebastopol (1855-1856). La fama, sin embargo, le disgustó y, después de un viaje por Europa en 1857, decidió instalarse en Yásnaia Poliana, donde fundó una escuela para hijos de campesinos. El éxito de su monumental novela Guerra y paz (1865-1869) y de Anna Karénina (1873-1878), dos hitos de la literatura universal, no alivió una profunda crisis espiritual, de la que dio cuenta en Mi confesión (1878-1882), donde prácticamente abjuró del arte literario y propugnó un modo de vida basado en el Evangelio, la castidad, el trabajo manual y la renuncia a la violencia. A partir de entonces el grueso de su obra lo compondrían fábulas y cuentos de orientación popular, tratados morales y ensayos como Qué es el arte (1898) y algunas obras de teatro como El poder de las tinieblas (1886) y El cadáver viviente (1900); su única novela de esa época fue Resurrección (1899), escrita para recaudar fondos para la secta pacifista de los dujobori (guerreros del alma). Una extensa colección de sus Relatos ha sido publicada en esta misma colección (Alba Clásica Maior, núm. XXXIII). En 1901 fue excomulgado por la Iglesia ortodoxa. Murió en 1910, rumbo a un monasterio, en la estación de tren de Astápovo.