Resumen del libro:
Frente a la revisión del concepto de libido emprendida por sus discípulos Adler y Jung, en “Introducción al narcisismo” Sigmund Freud (1856-1939) mantiene la identificación del eros con el impulso sexual, pero yuxtapone una nueva polaridad que actúa en el propio seno de la libido, la cual puede alternativamente proyectarse en un objeto exterior o dirigirse de forma narcisista hacia dentro. Completan el volumen otros ensayos que ilustran la perspectiva de Freud acerca de diversos temas recurrentes en la práctica psicoanalítica.
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El término narcisismo procede de la descripción clínica, y fue elegido en 1899 por P. Näcke para designar aquellos casos en los que el individuo toma como objeto sexual su propio cuerpo y lo contempla con agrado, lo acaricia y lo besa, hasta llegar a una completa satisfacción. Llevado a este punto, el narcisismo constituye una perversión que ha acaparado toda la vida sexual del sujeto, cumpliéndose en ella todas las condiciones que nos ha revelado el estudio general de las perversiones.
La investigación psicoanalítica nos ha descubierto luego rasgos de esta conducta narcisista en personas aquejadas de otras perturbaciones; por ejemplo, según Sadger, en los homosexuales, haciéndonos, por tanto, sospechar que también en la evolución sexual regular del individuo se dan ciertas localizaciones narcisistas de la libido. Determinadas dificultades del análisis de sujetos neuróticos nos habían impuesto ya esta sospecha, pues una de las condiciones que parecían limitar eventualmente la acción psicoanalítica era precisamente tal conducta narcisista del enfermo. En este sentido, el narcisismo no sería ya una perversión, sino el complemento libidinoso del egoísmo del instinto de conservación; egoísmo que atribuimos justificadamente, en cierta medida, a todo ser vivo.
La idea de un narcisismo primario y normal acabó de imponérsenos en la tentativa de aplicar las hipótesis de la teoría de la libido a la explicación de la demencia precoz (Kraepelin) o esquizofrenia (Breuler). Estos enfermos, a los que yo he propuesto calificar de parafrénicos, muestran dos características principales: la manía de grandeza y la falta de todo interés por el mundo exterior (personas y cosas). Esta última circunstancia los sustrae totalmente al influjo del psicoanálisis, que nada puede hacer así en su auxilio. Pero la indiferencia del parafrénico ante el mundo exterior presenta caracteres peculiarísimos, que será necesario determinar. También el histérico o el neurótico obsesivo pierden su relación con la realidad, y, sin embargo, el análisis nos demuestra que no han roto su relación erótica con las personas y las cosas. La conservan en su fantasía; esto es, han sustituido los objetos reales por otros imaginarios, o los han mezclado con ellos, y, por otro lado, han renunciado a realizar los actos motores necesarios para la consecución de sus fines en tales objetos. Este estado es el que conocemos con el nombre de introversión de la libido, según afortunado término de Jung. El parafrénico se conduce muy diferentemente. Parece haber retirado realmente su libido de las personas y las cosas del mundo exterior, sin haberlas sustituido por otras en su fantasía. Cuando en algún caso hallamos tal sustitución es siempre de carácter secundario y corresponde a una tentativa de curación, que quiere volver a llevar la libido al objeto2.
Surge aquí la interrogación siguiente: ¿cuál es en la esquizofrenia el destino de la libido retraída de los objetos? La manía de grandezas, característica de estos estados, nos indica la respuesta, pues se ha constituido seguramente a costa de la libido objetivada. La libido sustraída al mundo exterior ha sido aportada al yo, surgiendo así un estado al que podemos dar el nombre de narcisismo. Pero la misma manía de grandezas no es algo nuevo, sino, como ya sabemos, la intensificación y concreción de un estado que ya venía existiendo, circunstancia que nos lleva a considerar el narcisismo engendrado por el reflujo al yo de las cargas de libido del objeto como un narcisismo secundario, basado en un narcisismo primario encubierto por diversas influencias.
Hago constar de nuevo que no pretendo dar aquí una explicación del problema de la esquizofrenia, ni siquiera profundizar en él, limitándome a reproducir lo ya expuesto en otros lugares, para justificar una introducción del narcisismo.
Nuestras observaciones y nuestras teorías sobre la vida anímica de los niños y de los pueblos primitivos nos han suministrado también una importante aportación a este nuevo desarrollo de la teoría de la libido. La vida anímica infantil y primitiva muestra, en efecto, ciertos rasgos que si se presentaran aislados habrían de ser atribuidos a la manía de grandezas, una hiperestimación del poder de sus deseos y actos psíquicos, la «omnipotencia de las ideas», una fe en la fuerza mágica de las palabras y una técnica contra el mundo exterior, la «magia» que se nos muestra como una aplicación consecuente de tales premisas megalómanas3. En el niño de nuestros días, cuya evolución nos es mucho menos transparente, suponemos una actitud análoga ante el mundo exterior. Nos formamos así la idea de una carga libidinosa primitiva del yo, de la cual parten luego las magnitudes de libido destinadas a cargar los objetos; pero que en el fondo continúa subsistente en el yo, y viene a ser, con respecto a las cargas de los objetos, lo que el cuerpo de un protozoo con relación a los seudópodos de él destacados. Esta parte de la localización de la libido tenía que permanecer oculta a nuestra investigación, al tomar ésta su punto de partida en los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta libido, las cargas de objeto, susceptibles de ser destacadas sobre el objeto y retraídas de él, fueron lo único que advertimos, dándonos también cuenta, en conjunto, de la existencia de una oposición entre la libido del yo y la objetivada4. Cuanto mayor es la primera, tanto más pobre es la segunda. La libido objetivada nos parece alcanzar su máximo desarrollo en el amor, el cual se nos presenta como una disolución de la propia personalidad en favor de la carga de objeto, y tiene su antítesis en la fantasía paranoica del «fin del mundo». Por último, y con respecto a la diferenciación de las energías psíquicas, concluimos que en un principio se encuentran estrechamente unidas, sin que nuestro análisis pueda aún diferenciarlas, y que sólo la carga de objetos hace posible distinguir una energía sexual, la libido, de una energía de los instintos del yo.
Antes de seguir adelante he de resolver dos interrogantes que nos conducen al nódulo del mismo tema. Primera: ¿qué relación puede existir entre el narcisismo, del que ahora tratamos, y el autoerotismo, que hemos descrito como un estado primario de la libido? Segunda: si atribuimos al yo una carga primaria de libido, ¿para qué precisamos diferenciar una libido sexual de una energía no sexual de los instintos del yo? La hipótesis básica de una energía psíquica unitaria, ¿no nos ahorraría acaso todas las dificultades que presenta la diferenciación entre energía de los instintos del yo y libido del yo, libido del yo y libido objetivada? Con respecto a la primera pregunta, haremos ya observar que la hipótesis de que en el individuo no existe, desde un principio, una unidad comparable al yo es absolutamente necesaria. El yo tiene que ser desarrollado. En cambio, los instintos autoeróticos son primordiales. Para constituir el narcisismo ha de venir a agregarse al autoerotismo algún otro elemento, un nuevo acto psíquico.
La invitación a responder de un modo decisivo a la segunda interrogación ha de despertar cierto disgusto en todo analítico. Repugnamos, en efecto, abandonar la observación por discusiones teóricas estériles; pero, de todos modos, no debemos sustraernos a una tentativa de explicación. Desde luego, representaciones tales como la de una libido del yo, una energía de los instintos del yo, etcétera, no son ni muy claras ni muy ricas en contenido, y una teoría especulativa de estas cuestiones tendería, ante todo, a sentar como base un consejo claramente delimitado. Pero, a mi juicio, es precisamente ésta la diferencia que separa una teoría especulativa de una ciencia basada en la interpretación de la empiria. Esta última no envidiará a la especulación el privilegio de un fundamento lógicamente inatacable, sino que se contentará con ideas iniciales nebulosas, apenas aprehensibles, que esperará aclarar o podrá cambiar por otras en el curso de su desarrollo. Tales ideas no constituyen, en efecto, el fundamento sobre el cual reposa tal ciencia, pues la verdadera base de la misma es únicamente la observación. No forman la base del edificio, sino su coronamiento, y pueden ser sustituidas o suprimidas sin daño alguno.
El valor de los conceptos de libido del yo y libido objetivada reside principalmente en que proceden de la elaboración de los caracteres íntimos de los procesos neuróticos y psicóticos. La división de la libido en una libido propia del yo y otra que inviste los objetos es la prolongación inevitable de una primera hipótesis que dividió los instintos en instintos del yo e instintos sexuales. Esta primera división me fue impuesta por el análisis de las neurosis puras de transferencia (histeria y neurosis obsesiva), y sólo sé que todas las demás tentativas de explicar por otros medios estos fenómenos han fracasado rotundamente.
Ante la falta de toda teoría de los instintos, cualquiera que fuese su orientación, es lícito, e incluso obligado, llevar consecuentemente adelante cualquier hipótesis, hasta comprobar su acierto o su error. En favor de la hipótesis de una diferenciación primitiva de instintos sexuales e instintos del yo testimonian diversas circunstancias, además de su utilidad en el análisis de las neurosis de transferencia. Concedemos, desde luego, que este testimonio no podría considerarse definitivo por sí solo, pues pudiera tratarse de una energía psíquica indiferente que sólo se convirtiera en libido en el momento de investigar el objeto. Pero nuestra diferenciación corresponde, en primer lugar, a la división corriente de los instintos en dos categorías fundamentales: hambre y amor, y, además, se apoya en determinadas circunstancias biológicas. El individuo vive realmente una doble existencia, como fin en sí mismo y como eslabón de un encadenamiento al cual sirve independientemente de su voluntad, si no contra ella. Considera la sexualidad como uno de sus fines propios, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte claramente que él mismo no es sino un agregado a su plasma germinativo, a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer, que no es sino el sustrato mortal de una sustancia inmortal quizá. La separación establecida entre los instintos sexuales y los instintos del yo no haría más que reflejar esta doble función del individuo. En tercer lugar, habremos de recordar que todas nuestras provisionalidades psicológicas habrán de ser adscritas alguna vez a sustratos orgánicos, y encontraremos entonces verosímil que sean materias y procesos químicos especiales los que ejerzan la acción de la sexualidad y faciliten la continuación de la vida individual en la de la especie. Por nuestra parte, atendemos también a esta probabilidad, aunque sustituyendo las materias psíquicas especiales por energías psíquicas especiales.
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