Resumen del libro:
Insolación, de Emilia Pardo Bazán (1851-1921), fue en su época una novela escandalosa. El tema se consideraba escabroso y, por añadidura, en ella se ventilaban asuntos como el de la distinta moral sexual para hombres y mujeres. Clarín había sentenciado la novela en sus Paliques: Antipático, poema de una jamona atrasada de caricias, y Pereda había dicho a los lectores de El Imparcial que los protagonistas de Insolación vivían amancebados a la vista del lector, con minuciosos pormenores sobre su manera de pecar. La crítica ha destacado lo que ya en su tiempo algunos entrevieron: el magnífico estudio psicológico del personaje femenino y la calidad literaria de la obra.
I
La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de cama, no estaba él para valentías tales.
Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:
—Menos abierto… Muy poco… Así.
—¿Cómo le va, señorita? —preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)—. ¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
—Sí, hija…, pero se me abre la cabeza en dos.
—¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
—Clavada… A ver si me traes una taza de tila…
—¿Muy cargada, señorita?
—Regular…
—Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara a la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.
De tiempo en tiempo, se percibía un gemido sordo.
En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el que había experimentado al visitar la fábrica de dinero y salir medio loca de las salas de acuñación.
Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos se divertía en pegarle tenazazos en los sesos y devanarle con argadillos candentes la masa encefálica.
Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama fuese una hamaca, y a cada balance se le amontonase el estómago y le metiesen en prensa el corazón.
La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la cabeza y apretándose las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla a los labios, náuseas reales y efectivas.
—Hija… está hirviendo… Abrasa. ¡Ay! Sostenme un poco, por los hombros. ¡Así!
Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una luguesa que no le cedía el paso a la andaluza más ladina. Miró a su ama guiñando un poco los ojos, y dijo compungidísima al parecer:
—Señorita… Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino eso que le dicen allá en nuestra tierra un soleado… Ayer se caían los pájaros de calor, y usted fuera todo el santo día…
—Eso será… —afirmó la dama.
—¿Quiere que vaya enseguidita a avisar al señor de Sánchez del Abrojo?
—No seas tonta… No es cosa para andar fastidiando al médico. Un meneo a la taza. Múdala a ese vaso…
Con un par de trasegaduras de vaso a taza y viceversa, quedó potable la tila. Asís se la embocó, y al punto se volvió hacia la pared.
—Quiero dormir… No almuerzo… Almorzad vosotros… Si vienen visitas, que he salido… Atenderás por si llamo.
Hablaba la dama sorda y opacamente, de mal talante, como aquel que no está para bromas y tiene igualmente desazonados el cuerpo y el espíritu.
Se retiró por fin la doncella, y al verse sola, Asís suspiró más profundo y alzó otra vez las sábanas, quedándose acurrucada en una concha de tela. Se arregló los pliegues del camisón, procurando que la cubriese hasta los pies; echó atrás la madeja de pelo revuelto, empapado en sudor y áspero de polvo, y luego permaneció quietecita, con síntomas de alivio y aún de bienestar físico producido por la infusión calmante.
La jaqueca, que ya se sabe cómo es de caprichosa y maniática, se había marchado por la posta desde que llegara al estómago la taza de tila; la calentura cedía, y las bascas iban aplacándose… Sí, lo que es el cuerpo se encontraba mejor, infinitamente mejor; pero ¿y el alma? ¿Qué procesión le andaba por dentro a la señora?
No cabe duda: si hay una hora del día en que la conciencia goza todos sus fueros, es la del despertar. Se distingue muy bien de colores después del descanso nocturno y el paréntesis del sueño. Ambiciones y deseos, afectos y rencores se han desvanecido entre una especie de niebla; faltan las excitaciones de la vida exterior; y así como después de un largo viaje parece que la ciudad de donde salimos hace tiempo no existe realmente, al despertar suele figurársenos que las fiebres y cuidados de la víspera se han ido en humo y ya no volverán a acosarnos nunca. Es la cama una especie de celda donde se medita y hace examen de conciencia, tanto mejor cuanto que se está muy a gusto, y ni la luz ni el ruido distraen. Grandes dolores de corazón y propósitos de la enmienda suelen quedarse entre las mantas.
Unas miajas de todo esto sentía la señora; sólo que a sus demás impresiones sobrepujaba la del asombro. «¿Pero es de veras? ¿Pero me ha pasado eso? Señor Dios de los ejércitos, ¿lo he soñado o no? Sácame de esta duda». Y aunque Dios no se tomaba el trabajo de responder negando o afirmando, aquello que reside en algún rincón de nuestro ser moral y nos habla tan categóricamente como pudiera hacerlo una voz divina, contestaba: «Grandísima hipócrita, bien sabes tú cómo fue: no me preguntes, que te diré algo que te escueza».
—Tiene razón la Diabla: ayer atrapé un soleado, y para mí, el sol… matarme. ¡Este chicharrero de Madrid! ¡El veranito y su alma! Bien empleado, por meterme en avisperos. A estas horas debía yo andar por mi tierra…
Doña Francisca Taboada se quedó un poquitín más tranquila desde que pudo echarle la culpa al sol. A buen seguro que el astro-rey dijese esta boca es mía protestando, pues aunque está menos acostumbrado a las acusaciones de galeotismo que la luna, es de presumir que las acoja con igual impasibilidad e indiferencia.
—De todos modos —arguyó la voz inflexible—, confiesa, Asís, que si no hubieses tomado más que sol… Vamos, a mí no me vengas tú con historias, que ya sabes que nos conocemos… ¡como que andamos juntos hace la friolera de treinta y dos abriles! Nada, aquí no valen subterfugios… Y tampoco sirve alegar que si fue inesperado, que si parece mentira, que si patatín, que si patatán… Hija de mi corazón, lo que no sucede en un año sucede en un día. No hay que darle vueltas. Tú has sido hasta la presente una señora intachable; bien: una perfecta viuda; conformes: te has llevado en peso tus dos añitos de luto (cosa tanto más meritoria cuanto que, seamos francos, últimamente ya necesitabas alguna virtud para querer a tu tío, esposo y señor natural, el insigne marqués de Andrade, con sus bigotes pintados y sus alifafes, fístulas o lo que fuesen); a pesar de tu genio animado y tu afición a las diversiones, en veinticuatro meses no se te ha visto el pelo sino en la iglesia o en casa de tus amigas íntimas; convenido: has consagrado largas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa; nadie lo niega: te has propuesto siempre portarte como una señora, disfrutar de tu posición y tu independencia, no meterte en líos ni hacer contrabando; lo reconozco: pero… ¿qué quieres, mujer?, te descuidaste un minuto, incurriste en una chiquillada (porque fue una chiquillada, pero chiquillada del género atroz, convéncete de ello), y por cuanto viene el demonio y la enreda y te encuentras de patitas en la gran trapisonda… No andemos con sol por aquí y calor por allá. Disculpas de mal pagador. Te falta hasta la excusa vulgar, la del cariñito y la pasioncilla… Nada, chica, nada. Un pecado gordo en frío, sin circunstancias atenuantes y con ribetes de desliz chabacano. ¡Te luciste!
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