Resumen del libro:
«Este que llamo Inquisiciones (por aliviar alguna vez la palabra de sambenitos y humareda) es ejecutoria parcial de mis veinticinco años. El resto cabe en un manojo de salmos, en el Fervor de Buenos Aires y en un cartel que las esquinas de Callao publicaron. […] Yo no sé si hay literatura, pero yo sé que el barajar esa disciplina posible es una urgencia de mi ser.» Primer volumen en prosa publicado por Jorge Luis Borges, «Inquisiciones» vio la luz en Buenos Aires en 1925, quedando en seguida desterrado oficialmente, junto con «El tamaño de mi esperanza» y «El idioma de los argentinos», de la obra de su autor. En él, sin embargo, se encuentran ya gran parte de los temas y obsesiones recurrentes del maestro argentino, así como el sello inconfundible de su estilo.
Prólogo
La prefación es aquel rato del libro en que el autor es menos autor. Es ya casi un leyente y goza de los derechos de tal: alejamiento, sorna y elogio. La prefación está en la entrada del libro, pero su tiempo es de posdata y es como un descartarse de los pliegos y un decirles adiós.
Este que llamo Inquisiciones (por aliviar alguna vez la palabra de sambenitos y humareda) es ejecutoria parcial de mis veinticinco años. El resto cabe en un manojo de salmos, en el Fervor de Buenos Aires y en un cartel que las esquinas de Callao publicaron. Allá esos borradores y el que verás.
¡Veinticinco años: una haraganería aplicada a las letras! Yo no sé si hay literatura, pero yo sé que el barajar esa disciplina posible es una urgencia de mi ser. Salvo el ambiente del Quijote, del Fausto criollo y hasta de tu próximo libro (si eres autor) nada conozco que sea digno de una inmortalidad de renombre. Sólo hay éxitos de amistad, de intriga, de fatalismo. Ojalá este libro obtenga uno de ellos.
Torres Villarroel
(1693-1770)
Quiero puntualizar la vida y la pluma de Torres Villarroel, hermano de nosotros en Quevedo y en el amor de la metáfora.
Diego de Torres nació a fines del siglo diecisiete en una casa breve del barrio de los libreros de Salamanca y creció en la proximidad —no en la intimidad— de los libros, pues éstos escasamente le atrajeron. Fueron sus padres gente ingloriosamente honrada, de larga y quieta arraigadura en el terruño salmantino. De chico fue pendenciero y díscolo; repasó los latines obligatorios de entonces y a los trece años pasó a la Universidad, de cuyo estudioso fastidio le desvincularon después audaces travesuras, que eran linderas con calaveradas posibles. Volvió a su casa y aprovechó un atardecer para escaparse de ella y de la medianía y encaminarse campo afuera, rumbo al Oeste. Alcanzó tierra lusitana y sucesivamente fue en ella aprendiz de ermitaño, curandero, maestro de danzar, soldado y finalmente desertor. Las persuasiones de la nostalgia lo devolvieron a su patria y a la serenidad familiar. Se adentró luego en el estudio de los diversos ramos de la alquimia, la mágica y la astronomía y dio a la prensa alguna adivinación y almanaque. Obtuvo una cátedra que dejó a los dos años de ejercerla y vagamundeó por la corte, padeciendo hambre duradera, hasta que un médico se compadeció de su estado y le franqueó su mesa y sus libros. Una dichosa coincidencia lo acreditó de astrólogo y sus almanaques —rellenos de metáforas y de coplas y acomodados igualmente, por su dejo burlesco, a la incredulidad alegre y a la superstición vergonzante— se difundieron por Madrid. Le abochornó su propio renombre y determinó volver a su patria, donde ganó por oposición la cátedra de geometría, en la que ofició dignamente, sin otra genialidad que la de arrojar a un chistoso un gran compás de bronce, gesto que puso en los espectadores, según él mismo narra, miedo reverencial. Una ofensa inferida a un clérigo lo extrañó de Castilla y en Portugal sobrellevó tres años de tolerable destierro, que una enfermedad agravó y que aliviaron la conversación y el amigable trato de caballeros portugueses. A su vuelta, pudo recabar el amparo de la duquesa de Alba. Ya una anchurosa gloria de escritor era suya, gloria no atestiguada en fraternidad de colegas o rendimiento de discípulos, pero sí luciente y sonora en los doblones que le granjeaba su pluma. Cuarenta años contaba a esta sazón y vivió treinta más, sin otras aventuras que las serenas de amplificar su obra, de leer a Kempis, a Quevedo y a Bacon y de sentirse vivir en la maciza certidumbre del contemporáneo renombre y en la eventualidad de una futura fama.
Fue de manifiesta llaneza en la habitualidad de su trato: comió de un mismo pan que sus criados, no despulió jamás a ninguno ni en el vestir se apartó de ellos.
He logrado los hechos anteriores en su autobiografía, documento insatisfactorio, ajeno de franqueza espiritual y que como todos sus libros, tiene mucho de naipe de tahúr y casi nada de intimidad de corazón. Sin embargo, hay en ella dos excelencias: su aparente Soltura y el ahínco del escritor en declararse igual a cuantos lo leen, contradiciendo el desarreglo de la agitada vida que narra y la jactancia que quiere persuadirnos de únicos. Quiso examinar Villarroel la traza de su espíritu y confesó haberlo juzgado semejante al de todos, sin eminencias privativas ni especial fortaleza en lacras o cualidades: desengaño que no alcanzaron ni Strindberg ni Rousseau ni el propio Montaigne. Esa abarcadora y confesa vulgaridad de un alma, es cosa que conforta.
Su obra —breve en el tiempo, pues hoy está olvidada con injusticia— fue larga en el espacio y la incompleta edición póstuma hecha en Madrid por los años de 1795, la reparte en quince volúmenes. Todas las cosas y otras muchas más están barajadas en ella: tratados astronómicos, vidas de varones piadosos, un Arte de colmenas, mucha desbocada invectiva, romances en estilo aldeano, entremeses, la Anatomía de lo visible e invisible, los Sueños morales, la Barca de Aqueronte, el Correo del otro mundo, dos tomos de pronósticos y unos zangoloteados sonetos de cuya travesura de rimas es ejemplar el que traslado:
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