Resumen del libro:
Humano, demasiado humano, libro en el cual se engloban reflexiones que van desde problemas tan profundos como La química de las ideas y los sentimientos hasta otros en apariencia triviales como las recomendaciones para una Táctica de la conversación, pero que en la brillante y apasionada pluma de Friedrich Nietzsche adquieren su fundamental importancia para todos aquéllos que tienen la misión de liberarse de «las ataduras del deber», como una primera victoria en el camino de constituirse hombres libres.
PREFACIO
I
Se me ha dicho repetidas veces, con profunda sorpresa por mi parte, que en todas mis obras, desde El origen de la tragedia hasta Preludios para una filosofía del provenir, había algo de común; se me ha dicho en todas había redes para atrapar pajarillos inocentes, y una especia de provocación al derrumbamiento de todo lo que habitualmente se estima. ¡Cómo! ¿Todo no es humano, demasiado humano? Era la exclamación que, según dicen, arrancaban mis obras, mezclada a cierto sentimiento de horror y de desconfianza. Se ha dicho que mis libros son escuela de desprecio y de valor temerario.
Efectivamente, no creo que nadie haya considerado el mundo abrigando las sospechas que yo, no sólo como abogado del diablo, sino también, empleando el lenguaje teológico, como enemigo y partidario de Dios; y el que sepa adivinar algo de las consecuencias que entraña toda sospecha profunda, algo de la sensación de fiebre y de miedo y de las angustias de soledad a que se condenan todos los que están por encima de la diferencia de miras, comprenderá también cuánto tengo que hacer para descansar de mí mismo, casi para olvidarme de mi propio yo, buscando refugio en cualquier sitio, llámese hostilidad o ciencia, frivolidad o tontería; porque cuando no encontré lo que necesitaba, me lo he procurado con artificio o falsificación. ¿Han procedido de otro mundo los poetas? ¿Ha sido distinta la manera de crear el arte en el mundo? Pues bien; lo que yo necesitaba con mayor exigencia cada día para mi restablecimiento, era adquirir la creencia de que no estaba solo en el existir así, en ver desde ese prisma mágico un presentimiento de afinidad y semejanza de percepción y de deseo, un descanso en la amistad, una ceguera de dos, completa, sin intermitencia alguna, un sentimiento de placer alcanzado desde el primer momento en lo cercano, en lo vecino, en todo aquello que tiene color, forma y apariencia. Pudieran reprochárseme a este respecto no pocos «artificios», y algo también de falsa acuñación; por ejemplo, que tengo con cabal conocimiento y plena voluntad cerrados los ojos ante el ciego deseo que Schopenhauer siente por la moral desde una época en que ya tenía yo bastante clarividencia de ella; que me he engañado a mí mismo respecto al incurable romanticismo de Ricardo Wagner, como si fuera un principio, no un fin (pasándome lo propio con relación a los griegos y a los alemanes y su porvenir); hasta podría presentárseme una larga lista de observaciones. Pero aun suponiendo que todo esto fuera cierto, ¿qué sabéis, qué podréis saber de lo que haya de astucia, de instinto de conservación, de razonamiento y de precaución superior en semejante autoengaño, y de lo que necesito para que pueda permitirme siempre el lujo de mi verdad? Vivo todavía, y la vida no es, después de todo invención de la moral; quiere el engaño; vive del engaño. ¿Que no es así? ¿Que vuelvo a comenzar ya y hago de viejo inmoralista, cazador de pájaros, y que hablo de modo inmoral, extramoral, «por encima del bien y del mal»?
II
Por estas razones, en cierta ocasión inventé para mi uso, cuando de ello tuve necesidad, los «espíritus libres», a los que he dedicado este libro de aliento y desaliento a la vez, titulado HUMANO, DEMASIADO HUMANO; «espíritus libres» de este género no los hay ni los ha habido nunca; pero yo tenía entonces necesidad de su compañía, para conservar el buen humor entre mis malos humores (enfermedad, destierro, aislamiento, acedía, inactividad), y los creé a la manera de compañeros fantásticos con los cuales se bromea y se charla y se ría cuando se quiere charlar y bromear y reír y se les envía al cuerno cuando se hacen pesados. Que podrá haber un día espíritus libres de este género; que nuestra Europa tendrá entre sus hijos de mañana o de pasado mañana ejemplares que se parezcan a mis alegres y osados compañeros, corporales y visibles, y no como en lo que a mí se refiere, a manera de esquemas y de sombras que juegan para entretener a un anacoreta, sería el último en dudarlo. Los veo venir lenta, muy lentamente: ¿y no hago esfuerzos por apresurar su llegada cuando escribo de antemano los auspicios bajo los que les veo nacer y los caminos por los que les veo venir?
III
Esperemos a que un espíritu, en el cual el tipo de espíritu libre deba madurar hasta la perfección, haya corrido su aventura decisiva de un cambio de frente, cuando antes no había sido sino un espíritu siervo encadenado a su rincón y a su columna. ¿Cuál es el vínculo más sólido? ¿Qué lazos es imposible romper? Para ciertos hombres de especie rara y exquisita, serán los deberes: el respeto, tal como conviene a la juventud; la timidez y el enternecimiento en presencia de todo lo que es de antiguo, venerado y digno; la gratitud al suelo en que ha vivido, a la mano que la ha guiado, al santuario en que murmuró la primera plegaria; los momentos más importantes y trascendentales de su vida, son los que la encadenarán más duradera y sólidamente. La gran transformación llega para siervos de esta especie como un terremoto: el alma joven se siente en un sólo instante conmovida, desasida, arrancada de todo lo que antes amaba; ni aun se da cuenta de lo que le pasa. Extraña investigación, desconocida fuerza impulsiva la dominan y se apoderan de ella, hasta imponérsele como una orden; se despierta el deseo, la voluntad de ir adelante, no importa adónde, a toda costa; violenta y peligrosa curiosidad de un mundo no descubierto brilla y flamea en todos sus sentidos. «Antes morir que vivir aquí» —le dice la imperiosa voz de seducción—: Y este «aquí», este «en nuestra casa», ¡es todo lo que amó hasta esa hora! Miedo, desconfianza repentina de todo lo que amaba, relámpagos de desprecio por todo lo que para ella significaba «deber», deseo sedicioso, voluntarioso, irresistible como un volcán, de viajar, de alejamiento, de expatriación, de refrigerio, de salir de la embriaguez, de tornarse de hielo; odio para el amor; a veces un paso y una mirada sacrílega hacia atrás, hacia allá, hacia donde hasta entonces se había orado y amado; quizá una sensación de vergüenza por lo que se acaba de hacer, y un grito de alegría al mismo tiempo por haberlo hecho; angustia y embriaguez de placer en que se revela una victoria —¿una victoria?, ¿sobre qué?, ¿sobre quién?— victoria enigmática, problemática, sujeta a caución, pero que es, en fin, la primera victoria: tales son los males y los dolores que componen la historia de la gran transformación. Al propio tiempo es una enfermedad que puede destruir al hombre esta explosión primera de fuerza y de voluntad para marcarse a sí mismo rumbos fijos, para estimarse a sí mismo esta voluntad de libre querer: ¡y qué clase de enfermedades y a qué grados alcanza, se descubre en las pruebas y actos de bizarría salvaje con que el liberto quiere, desde lo que es, probar su dominio sobre las cosas! Por seguir adelante en todos sentidos con insaciable avidez, lo que adquiere del botín debe pagar la peligrosa excitación de su orgullo; rasga, rompe, tira lo que se granjea. Con maligna sonrisa revuelve todo lo que estaba velado o no manifiesto por alguna causa de pudor: inquiere lo que las cosas parecen cuando se las pone del revés. Es todo caprichos y goza con sus caprichos; quizá presta hoy favor a lo que ayer tenía en mal concepto y así anda vagabundo, curioso y husmeador de torno de lo prohibido. En el fondo de sus agitaciones y desbordes —pues en su camino se encuentra inquieto y sin rumbo como en desierto—, se hace a sí mismo interrogaciones de curiosidad más y más peligrosas cada vez: «¿No pueden mirarse por el reverso todas las medallas?». «¿El bien no puede ser el mal?». «¿No puede ser Dios una invención del demonio?». «Y si nosotros estamos engañados, ¿no somos también engañadores?». Tales son los pensamientos que le guían y que le extravían: va siempre más adelante, siempre más lejos. La soledad le tiene encerrado entre su círculo y comprimido entre sus anillos, siempre más amenazadora, más sofocante, más punzante, esta terrible diosa y mater saeva cupidinum… pero ¿quién sabe hoy lo que es la soledad?
IV
Desde este aislamiento enfermizo, desde el desierto de estos años de ensayos, es muy largo todavía el camino que hay que recorrer hasta llegar a ésa inmensa seguridad y desbordante salud, que no puede prescindir de la enfermedad como medio y sistema de conocimiento a esa libertad madurada del espíritu, que es también dominio sobre sí mismo y disciplina del corazón, que permite el acceso de múltiples y opuestas maneras de pensar; a ese estado interior, extenuado por el exceso de riquezas, que excluye el peligro de que el espíritu se pierda dentro de sus propias vías, por decirlo así, y se quede en cualquier sitio y se apoltrone en cualquier rincón; a esa superabundancia de fuerzas plásticas, educadoras y reconstituyentes, que son precisamente la señal de la gran salud, superabundancia que da al espíritu libre el peligroso privilegio de vivir a título de experiencia y correr aventuras, el privilegio del espíritu libre. De entonces a hoy, de allá hasta aquí, puede haber largos años de convalecencia, años de matices múltiples, mezcla de dolor y de encanto, dominados y refrenados por la tenaz voluntad de obtener la salud, que se atreve ya a vestirse y disfrazarse como si estuviera del todo sana. Existe un estado intermedio que el hombre que tenga este sino no podrá recordar sin emoción: halla en él algo como una luz, como el goce de un sol pálido y delicado, como el sentimiento de la libertad, del golpe de vista, de la petulancia del pajarillo, algo como una combinación en que la codicia y el compasivo menosprecio están amalgamados. «Espíritu libre», estas frías palabras son beneficiosas en este estado, reconfortadoras. Se vive sin estar ya entre los lazos del amor ni del odio, sin sí y sin no, cerca o lejos, voluntariamente, gozándose sobre todo en escaparse, en evadirse, en tender el vuelo, tan pronto huyendo como remontándose por el aire; se encuentra uno en ese estado, como el hombre que ha visto debajo de él multiplicidad de objetos, y viene a ser lo contrario de aquéllos que se preocupan enteramente de las cosas que ni les atañen siquiera. Efectivamente, lo que el espíritu libre contempla en lo sucesivo son solamente cosas —¡y cuántas cosas!— que no le preocupan ya.
V
Adelantamos en la curación: el espíritu libre vuelve a acercarse a la vida, lentamente, casi a su pesar, desconfiando. Todo en torno de él parece que se hiciera más cálida, más dorado, por decirlo así; sus sentimientos y simpatías adquieren profundidad, brisas tibias pasan delante de él. Se encuentra en cierto modo como si se abrieran sus ojos por primera vez para apreciar las cosas próximas. Está maravillado y se recoge en sí mismo, silencioso: ¿dónde estaba, pues? Todas estas cosas próximas y contiguas, ¡qué cambiadas se le aparecen! ¡Qué encantos revisten para él ahora! Dirige a su pasado una mirada de reconocimiento por sus viajes, por su fortaleza, por sus miradas hacia lo lejano y sus vuelos a las alturas frías. ¡Cuán grande es su dicha por no haber permanecido «en el terruño», siempre en casa, como un afeminado, como un perezoso! ¡Qué sensación no experimentada hasta entonces! ¡Qué felicidad aun en la laxitud, en la antigua enfermedad, en las recaídas del convaleciente! ¡Cómo se complace en permanecer tranquilo con su mal, en ejercitar la paciencia, en acostarse al sol! ¿Quién comprende como él la dicha que hay en el invierno, en ver las manchas que el sol deja en la muralla? Son los animales más reconocidos del mundo y los más modestos; los convalecientes, esas salamandras, vueltos a medias a la vida, hay entre ellos algunos que no dejan pasar un día sin colgar bajo su hábito talar una pequeña copla lisonjera. Hablando seriamente: es una curación radical contra todo pesimismo (cáncer, como se sabe, de los viejos idealistas y héroes de la mentira) caer enfermo a la manera de los espíritus libres, prolongarse la enfermedad un buen espacio de tiempo y después lenta, muy lentamente ponerse bueno, o mejor recobrar la completa salud. Hay ciencia, ciencia de vivir, en no administrarse uno a sí mismo la salud sino en pequeñas dosis.
VI
Entonces puede acontecer que, entre las repentinas vislumbres de salud todavía incompleta, todavía sujeta a variaciones, comience a los ojos del espíritu libre, más y más libre cada vez, a descubrirse el enigma de esa gran transformación total, de ese cambio de frente que hasta entonces había permanecido obscuro, casi intangible, en su memoria. Durante mucho tiempo apenas si se atrevía a preguntarse: «¿Por qué me hallo tan apartado de todo?, ¿por qué tan solo?, ¿por qué en esta dureza, esta desconfianza, este odio a mis propias virtudes?, ¿por qué renunciar a todo lo que respetaba y hasta a ese mismo respeto?». Ahora se atreve a hacerlo descaradamente, propone la cuestión en alta voz y oye ya algo semejante a una respuesta, que le dice: «Necesitabas hacerte dueño de ti mismo, dueño también de tus propias virtudes. Antes eran ellas tus señoras; pero ya no tienen derecho para ser más que tus instrumentos». Necesitabas enseñorearte de tu pro y tu contra, y aprender el arte de tomarlos o dejarlos, de aprovecharlos o no, según tu fin del momento. Necesitabas llegar al conocimiento de los elementos de perspectivas de toda apreciación: la deformación, la distensión, la aparente teología de los horizontes y todo lo que concierne a la perspectiva, y más todavía de la indiferencia que es indispensable para apreciar con cabal criterio valores opuestos y las pérdidas intelectuales con que se hace pagar todo pro y todo contra. Necesitabas aprender a escoger lo que hay de injusticia necesaria en todo pro y contra; la injusticia como inseparable de la vida, la vida misma como acondicionada por la perspectiva y su injusticia. Necesitabas, antes que todo, ver con tus propios ojos en dónde existe mayor injusticia, esto es, allí donde la vida tiene desenvolvimiento más mezquino, más estrecho, más pobre, más rudimentario, y donde, por lo tanto, la vida no puede hacer otra cosa que tomarse a sí misma como un fin y medida de las cosas, analizando furtiva, menuda, asiduamente, por amor a su conservación, lo que hay de noble, grande y rico. Necesitabas ver con tus propios ojos el problema de la jerarquía y la protección en que la potencia y la justicia y la extensión crecen juntas a medida que te levantas. «Necesitabas» —pero basta—; el espíritu libre sabe a qué necesidad ha obedecido y cuáles son ahora su poder y su derecho…
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