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Hombrecitos

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Resumen del libro:

¿Qué sucede cuando la mujercita Jo (March) Baher y su esposo abren sus corazones y un hogar para educar y cuidar a jóvenes muchachos? Secuela de la querida historia «Mujercitas», Hombrecitos nos brinda la reconfortante historia de un grupo de muchachos camorristas pero de buen corazón, que influyen positivamente en la vida de toda la familia Baher, incluyendo los dos pequeños hijos. Franz, un señorito alemán de 17 años, Emil, llamado “El Comodoro” por su pasión marinera, Medio-Brooke, inteligente y alegre, Rob, el inquieto, Dick, el jorobado, Dolly, el tartamudo, el astuto y codicioso Jack, Ned “Barullo” Baker, bravucón y atolondrado, George, el gordo zampabollos, Billy, el inocente, Tommy, el travieso, el harapiento y recién llegado Nat, a quienes se sumará más tarde el áspero y huidizo Dan. Ellos son los «Hombrecitos» que conviven en la originalísima escuela Plumfield. Con historias que nos llevan de la risa al llanto, esta obra es un delicioso relato sobre la vida de una de las favoritas de la literatura americana, la poco femenina Jo, y de cómo ella amorosamente transforma a los muchachos bajo su cuidado, en hombres de provecho.

Capítulo 1

—Caballero, ¿quiere hacer el favor de decirme si estoy en Plumfield…? —preguntó un muchacho andrajoso, dirigiéndose al señor que había abierto la gran puerta de la casa ante la cual se detuvo el ómnibus que condujo al niño.

—Sí, amiguito; ¿de parte de quién vienes?

—De parte de Laurence. Traigo una carta para la señora.

El caballero hablaba afectuosa y alegremente; el muchacho, más animado, se dispuso a entrar. A través de la finísima lluvia primaveral que caía sobre el césped y sobre los árboles cuajados de retoños, Nathaniel contempló un edificio amplio y cuadrado, de aspecto hospitalario, con vetusto pórtico, anchurosa escalera y grandes ventanas iluminadas. Ni persianas ni cortinas velaban las luces; antes de penetrar en el interior, Nathaniel vio muchas minúsculas sombras danzando sobre los muros, oyó un zumbido de voces juveniles y pensó, tristemente, en que sería difícil que quisieran aceptar, en aquella magnífica casa, a un huésped pobre, harapiento y sin hogar como él.

—Por lo menos, veré a la señora —dijo, haciendo sonar tímidamente la gran cabeza de grifo que servía de llamador.

Una sirvienta carirredonda y coloradota abrió sonriendo y tomó la carta que el pequeñuelo silenciosamente le ofreció. Parecía acostumbrada a recibir niños extraños. Hizo que tomase asiento en el vestíbulo y se alejó, diciendo:

—Espera un poco, y sacúdete el agua que traes encima.

Prontamente halló entretenimiento el chico, con sólo dedicarse a contemplar, desde el oscuro rincón próximo a la puerta, el espectáculo que se desarrollaba ante su vista.

La casa debía estar llena de chicuelos que se distraían jugando en aquella hora lluviosa del anochecer. Había muchachitos por todas partes; arriba y abajo, en lo alto y al pie de la escalera, en las habitaciones y en los pasillos; por todas las puertas se veían grupos de niños de distintas edades, que retozaban con gran contento. Dos espaciosas habitaciones, a la derecha, servían evidentemente de aulas, a juzgar por los pupitres, mapas, pizarras y libros de que estaban llenas. En la chimenea ardía buena lumbre; ante ella, varios niños tiraban por alto las botas, discutiendo un juego de cricket. Sin hacer caso del alboroto, un muchacho de espigado talle tocaba la flauta en un rincón. Dos o tres saltaban sobre los pupitres y se reían de las caricaturas que un compañero trazaba en la pizarra.

En la habitación de la izquierda, sobre una larga mesa, veíanse jarras de leche y bandejas llenas de panecillos, galletas y bizcochos. El aire estaba impregnado de olor a manzanas cocidas y a tostadas de pan con manteca…, ¡olor desesperante para un estómago hambriento…!

En lo alto de la escalera había jugadores de bolos; en la primera meseta y en la segunda había quienes se dedicaban a otros juegos; en un escalón leía un niño, en otro, una chiquitina le cantaba a su muñeca; dos perros y un gatito se mezclaban a los grupos infantiles; y, en fin, a lo largo del pasamanos, se deslizaban algunos diablejos.

Sugestionado por aquella animación, Nathaniel salió del rincón en que tomara asiento, y cuando un chico, al resbalar por el pasamanos, cayó con fuerza bastante para romper una cabeza que no estuviese acostumbrada a once años de caídas y de coscorrones, instintivamente corrió a socorrer al desdichado jinete, creyendo encontrarle medio muerto. El caído, sin embargo, se limitó a hacer algunas muecas de disgusto; luego, mirando al intruso, exclamó:

Hombrecitos – Louisa May Alcott

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